CARTA SOBRE EL
HUMANISMO
Martin Heidegger
Traducción de
Helena Cortés y Arturo Leyte, publicada por Alianza Editorial, Madrid, 2000
Estamos muy lejos de pensar
la esencia del actuar de modo suficientemente decisivo. Sólo se conoce el
actuar como la producción de un efecto, cuya realidad se estima en función de
su utilidad. Pero la esencia del actuar es el llevar a cabo. Llevar a cabo
significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella,
producere. Por eso, en realidad sólo se puede llevar a cabo lo que ya es. Ahora
bien, lo que ante todo «es» es el ser. El pensar lleva a cabo la relación del
ser con la esencia del hombre. No hace ni produce esta relación. El pensar se
limita a ofrecérsela al ser como aquello que a él mismo le ha sido dado por el
ser. Este ofrecer consiste en que en el pensar el ser llega al lenguaje. El
lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y
poetas son los guardianes de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la
manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan
al lenguaje y allí la custodian. El pensar no se convierte en acción porque
salga de él un efecto o porque pueda ser utilizado. El pensar sólo actúa en la
medida en que piensa. Este actuar es, seguramente, el más simple, pero también
el más elevado, porque atañe a la relación del ser con el hombre. Pero todo
obrar reside en el ser y se orienta a lo ente. Por contra, el pensar se deja
reclamar por el ser para decir la verdad del ser. El pensar lleva a cabo ese
dejar. Pensar es: l'engagement par l'Étre pour l'Étre. No sé si
lingüísticamente es posible decir esas dos cosas («par» y «pour») en una sola,
concretamente de la manera siguiente: penser, c'est l'engagement de l'Étre.
Aquí, la forma del genitivo, «de l'...» pretende expresar que el genitivo es al
mismo tiempo subjetivo y objetivo. Efectivamente, «sujeto» y «objeto» son
títulos inadecuados de la metafísica, la cual se adueñó desde tiempos muy
tempranos de la interpretación del lenguaje bajo la forma de la «lógica» y la
«gramática» occidentales. Lo que se esconde en tal suceso es algo que hoy sólo
podemos adivinar. Liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden
esencial más originario es algo reservado al pensar y poetizar. El pensar no es
sólo l’engagement dans l'action para y mediante lo ente, en el sentido de lo
real de la situación presente. El pensar es l'engagement mediante y para la
verdad del ser. Su historia nunca es ya pasado, sino que está siempre por
venir. La historia del ser sostiene y determina toda condition et situation
humaine. Para que aprendamos a experimentar puramente la citada esencia del
pensar, lo que equivale a llevarla a cabo, nos tenemos que liberar de la
interpretación técnica del pensar. Los inicios de esa interpretación se
remontan a Platón y Aristóteles. En ellos, el pensar mismo vale como una t¡xnh,
esto es, como el procedimiento de la reflexión al servicio del hacer y
fabricar. Pero aquí, la reflexión ya está vista desde la perspectiva de la pziw y la poÛhsiw. Por eso, tomado en sí mismo, el pensar no es «práctico». La caracterización del pensar como
yevrÛa y la determinación del conocer como procedimiento «teórico» suceden ya
dentro de la interpretación «técnica» del pensar. Es un intento de reacción que
trata de salvar todavía cierta autonomía del pensar respecto al actuar y el
hacer. Desde entonces, la «filosofía» se encuentra en la permanente necesidad
de justificar su existencia frente a las «ciencias». Y cree que la mejor manera
de lograrlo es elevarse a sí misma al rango de ciencia. Pero este esfuerzo
equivale al abandono de la esencia del pensar. La filosofía se siente atenazada
por el temor a perder su prestigio y valor si no es una ciencia. En efecto,
esto se considera una deficiencia y supone el carácter no científico del
asunto. En la interpretación técnica del pensar se abandona el ser como
elemento del pensar. Desde la Sofística y Platón es la «lógica» la que empieza
a sancionar dicha interpretación. Se juzga al pensar conforme a un criterio
inadecuado. Este juicio es comparable al procedimiento que intenta valorar la
esencia y facultades de los peces en función de su capacidad para vivir en la
tierra seca. Hace mucho tiempo, demasiado, que el pensar se encuentra en dique
seco. Así las cosas, ¿se puede llamar «irracionalismo» al esfuerzo por
reconducir al pensar a su elemento?
Las preguntas de su carta,
probablemente, se aclararían mucho mejor en una conversación cara a cara.
Frecuentemente, al ponerlo por escrito, el pensar pierde su dinamismo y, sobre
todo, es muy difícil que mantenga la característica pluridimensionalidad de su
ámbito. A diferencia de lo que ocurre en las ciencias, el rigor del pensar no
consiste sólo en la exactitud artificial -es decir, teórico-técnica- de los
conceptos. Consiste en que el decir permanece puro en el elemento de la verdad
del ser y deja que reine lo simple de sus múltiples dimensiones. Pero, por otro
lado, lo escrito nos aporta el saludable imperativo de una redacción
lingüística meditada y cuidada. Hoy sólo quiero rescatar una de sus preguntas.
Tal vez al tratar de aclararla se arroje también algo de luz sobre el resto.
Usted pregunta: ¿comment
redonner un sens au mot «Humanisme»? Esta pregunta nace de la intención de
seguir manteniendo la palabra «humanismo». Pero yo me pregunto si es necesario.
¿O acaso no es evidente el daño que provocan todos esos títulos? Es verdad que
ya hace tiempo que se desconfía de los «ismos». Pero el mercado de la opinión
pública reclama siempre otros nuevos y por lo visto siempre se está dispuesto a
cubrir esa demanda. También nombres como «lógica», «ética», «física» surgen por
primera vez en escena tan pronto como el pensar originario toca a su fin. En su
época más grande, los griegos pensaron sin necesidad de todos esos títulos. Ni
siquiera llamaron «filosofía» al pensar. Ese pensar se termina cuando sale
fuera de su elemento. El elemento es aquello desde donde el pensar es capaz de
ser un pensar. El elemento es lo que permite y capacita de verdad: la
capacidad. Ésta hace suyo el pensar y lo lleva a su esencia. El pensar, dicho
sin más, es el pensar del ser. El genitivo dice dos cosas. El pensar es del
ser, en la medida en que, como acontecimiento propio del ser, pertenece al ser.
El pensar es al mismo tiempo pensar del ser, en la medida en que, al pertenecer
al ser, está a la escucha del ser. Como aquello que pertenece al ser, estando a
su escucha, el pensar es aquello que es según su procedencia esencial. Que el
pensar es significa que el ser se ha adueñado destinalmente de su esencia.
Adueñarse de una «cosa» o de una «persona» en su esencia quiere decir amarla,
quererla. Pensado de modo más originario, este querer significa regalar la
esencia. Semejante querer es la auténtica esencia del ser capaz, que no sólo
logra esto o aquello, sino que logra que algo «se presente» mostrando su
origen, es decir, hace que algo sea. La capacidad del querer es propiamente
aquello «en virtud» de lo cual algo puede llegar a ser. Esta capacidad es lo
auténticamente «posible», aquello cuya esencia reside en el querer. A partir de
dicho querer, el ser es capaz del pensar. Aquél hace posible éste. El ser, como
aquello que quiere y que hace capaz, es lo posible. En cuanto elemento, el ser
es la «fuerza callada» de esa capacidad que quiere, es decir, de lo posible.
Claro que, sometidas al dominio de la «lógica» y la «metafísica», nuestras
palabras «posible» y «posibilidad» sólo están pensadas por diferencia con la
palabra «realidad», esto es, desde una determinada interpretación del ser -la
metafísica- como actus y potentia, una diferenciación que se identifica con la
de existentia y essentia. Cuando hablo de la «callada fuerza de lo posible» no
me refiero a lo possibile de una possibilitas sólo representada, ni a la
potentia como essentia de un actus de la existentia, sino al ser mismo, que,
queriendo, está capacitado sobre el pensar, y por lo tanto sobre la esencia del
ser humano, lo que significa sobre su relación con el ser. Aquí, ser capaz de
algo significa preservarlo en su esencia, mantenerlo en su elemento.
Cuando el pensar se encamina
a su fin por haberse alejado de su elemento, reemplaza esa pérdida procurándose
una validez en calidad de t¡xnh, esto es, en cuanto instrumento de formación y
por ende como asunto de escuela y posteriormente empresa cultural.
Paulatinamente, la filosofía se convierte en una técnica de explicación a
partir de las causas supremas. Ya no se piensa, sino que uno se ocupa con la
«filosofía». En mutua confrontación, esas ocupaciones se presentan después
públicamente como una serie de... ismos e intentan superarse entre sí. El
dominio que ejercen estos títulos no es fruto del azar. Especialmente en la
Edad Moderna, se basa en la peculiar dictadura de la opinión pública. Sin
embargo, la que se suele llamar «existencia privada» no es en absoluto el
ser-hombre esencial o, lo que es lo mismo, el hombre libre. Lo único que hace
es insistir en ser una negación de lo público. Sigue siendo un apéndice suyo y
se alimenta solamente de su retirada fuera de lo público. Así, y contra su propia
voluntad, dicha existencia da fe de la rendición ante los dictados de la
opinión pública. A su vez, dicha opinión es la institución y autorización de la
apertura de lo ente en la objetivación incondicionada de todo, y éstas, como
procedentes del dominio de la subjetividad, están condicionadas
metafísicamente. Por eso, el lenguaje cae al servicio de la mediación de las
vías de comunicación por las que se extiende la objetivación a modo de acceso
uniforme de todos a todo, pasando por encima de cualquier límite. Así es como
cae el lenguaje bajo la dictadura de la opinión pública. Ésta decide de
antemano qué es comprensible y qué es desechable por incomprensible. Lo que se
dice en Ser y tiempo (1927), §§ 27 y 35, sobre el «uno» impersonal no debe
tomarse de ningún modo como una contribución incidental a la sociología. Pero
dicho «uno» tampoco pretende ser únicamente la imagen opuesta, entendida de
modo ético-existencial, del ser uno mismo de la persona. Antes bien, lo dicho
encierra la indicación que remite a la pertenencia inicial de la palabra al
ser, pensada desde la pregunta por la verdad del ser. Bajo el dominio de la
subjetividad, que se presenta como opinión pública, esta relación queda oculta.
Pero cuando la verdad del ser alcanza por fin el rango que la hace digna de ser
pensada por el pensar, también la reflexión sobre la esencia del lenguaje debe
alcanzar otra altura. Ya no puede seguir siendo mera filosofía del lenguaje.
Éste es el único motivo por el que Ser y tiempo (§ 34) hace una referencia a la
dimensión esencial del lenguaje y toca la simple pregunta que se interroga en
qué modo del ser el lenguaje es siempre como lenguaje. La devastación del
lenguaje, que se extiende velozmente por todas partes, no sólo se nutre de la
responsabilidad estética y moral de todo uso del lenguaje. Nace de una amenaza
contra la esencia del hombre. Cuidar el uso del lenguaje no demuestra que ya
hayamos esquivado ese peligro esencial. Por el contrario, más bien me inclino a
pensar que actualmente ni siquiera vemos ni podemos ver todavía el peligro
porque aún no nos hemos situado en su horizonte. Pero la decadencia actual del
lenguaje, de la que, un poco tarde, tanto se habla últimamente, no es el
fundamento, sino la consecuencia del proceso por el que el lenguaje, bajo el
dominio de la metafísica moderna de la subjetividad, va cayendo de modo casi
irrefrenable fuera de su elemento. El lenguaje también nos hurta su esencia:
ser la casa de la verdad del ser. El lenguaje se abandona a nuestro mero querer
y hacer a modo de instrumento de dominación sobre lo ente. Y, a su vez, éste
aparece en cuanto lo real en el entramado de causas y efectos. Nos topamos con
lo ente como lo real, tanto al calcular y actuar como cuando recurrimos a las
explicaciones y fundamentaciones de la ciencia y la filosofía. Y de éstas
también forma parte la aseveración de que algo es inexplicable. Con este tipo
de afirmaciones creemos hallarnos ante el misterio, como si de este modo fuera
cosa asentada que la verdad del ser pudiera basarse sobre causas y
explicaciones o, lo que es lo mismo, sobre su inaprehensibilidad.
Pero si el hombre quiere
volver a encontrarse alguna vez en la vecindad al ser, tiene que aprender
previamente a existir prescindiendo de nombres. Tiene que reconocer en la misma
medida tanto la seducción de la opinión pública como la impotencia de lo
privado. Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar de nuevo por el
ser, con el peligro de que, bajo este reclamo, él tenga poco o raras veces algo
que decir. Sólo así se le vuelve a regalar a la palabra el valor precioso de su
esencia y al hombre la morada donde habitar en la verdad del ser.
Pero ¿acaso en esta
interpelación al hombre, acaso en el intento de disponer al hombre para este
reclamo no se encierra una preocupación por el hombre? ¿Y hacia dónde se dirige
ese «cuidado» si no es en la dirección que trata de reconducir nuevamente al
hombre a su esencia? ¿Qué otra cosa significa esto, sino que el hombre (homo)
se torna humano (humanus)? Pero en este caso, la humanitas sigue siendo la meta
de un pensar de este tipo, porque eso es el humanismo: meditar y cuidarse de
que el hombre sea humano en lugar de no-humano, «inhumano», esto es, ajeno a su
esencia. Pero ¿en qué consiste la humanidad del hombre? Reside en su esencia.
Ahora bien, ¿desde dónde y
cómo se determina la esencia del hombre? Marx exige que se conozca y reconozca
al «ser humano». Y él lo encuentra en la «sociedad». Para él, el hombre
«social» es el hombre «natural». En la «sociedad» la «naturaleza» del hombre,
esto es, el conjunto de sus «necesidades naturales» (alimento, vestido,
reproducción, sustento económico), se asegura de modo regular y homogéneo. El
cristiano ve la humanidad del ser humano, la humanitas del homo, en la
delimitación frente a la deitas. Desde la perspectiva de la historia de la
redención, el hombre es hombre en cuanto «hijo de Dios» que oye en Cristo el
reclamo del Padre y lo asume. El hombre no es de este mundo desde el momento en
que el «mundo», pensado de modo teórico-platónico, es solamente un tránsito
pasajero hacia el más allá.
La humanitas es pensada por
vez primera bajo este nombre expreso y se convierte en una aspiración en la
época de la república romana. El homo humanus se opone al homo barbarus. El
homo humanus es ahora el romano, que eleva y ennoblece la virtus romana al
«incorporarle» la paideÛa tomada en préstamo de los griegos. Estos griegos son
los de la Grecia tardía, cuya cultura era enseñada en las escuelas filosóficas
y consistía en la eruditio e institutio in bonas artes. LapaideÛa así entendida
se traduce mediante el término «humanitas». La auténtica romanitas del homo
romanus consiste precisamente en semejante humanitas. En Roma nos encontramos
con el primer humanismo. Y, por eso, se trata en su esencia de un fenómeno
específicamente romano que nace del encuentro de la romanidad con la cultura de
la Grecia tardía. El que se conoce como Renacimiento de los siglos XIV y XV en
Italia es una renascentia romanitatis. Desde el momento en que lo que le
importa es la romanitas, de lo que trata es de la humanitas y, por ende, de la
paideÛa griega. Y es que lo griego siempre se contempla bajo su forma tardía, y
ésta, a su vez, bajo el prisma romano. También el homo romanus del Renacimiento
se contrapone al homo barbarus. Pero lo in-humano es ahora la supuesta barbarie
de la Escolástica gótica del Medioevo. De esta suerte, al humanismo
históricamente entendido siempre le corresponde un studium humanitatis que
remite de un modo determinado a la Antigüedad y a su vez se convierte también
de esta manera en una revivificación de lo griego. Es lo que se muestra en
nuestro humanismo del siglo XVIII, representado por Winckelmann, Goethe y
Schiller. Por contra, Hölderlin no forma parte de este «humanismo» por la
sencilla razón de que piensa el destino de la esencia del hombre de modo mucho
más inicial de lo que pudiera hacerlo dicho «humanismo».
Pero si se entiende bajo el
término general de humanismo el esfuerzo por que el hombre se torne libre para
su humanidad y encuentre en ella su dignidad, en ese caso el humanismo variará
en función del concepto que se tenga de «libertad» y «naturaleza» del hombre.
Asimismo, también variarán los caminos que conducen a su realización. El
humanismo de Marx no precisa de ningún retorno a la Antigüedad, y lo mismo se puede
decir de ese humanismo que Sartre concibe como existencialismo. En el sentido
amplio que ya se ha citado, también el cristianismo es un humanismo, desde el
momento en que según su doctrina todo se orienta a la salvación del alma del
hombre (salus aeterna) y la historia de la humanidad se inscribe en el marco de
dicha historia de redención. Por muy diferentes que puedan ser estos distintos
tipos de humanismo en función de su meta y fundamento, del modo y los medios
empleados para su realización y de la forma de su doctrina, en cualquier caso,
siempre coinciden en el hecho de que la humanitas del homo humanus se determina
desde la perspectiva previamente establecida de una interpretación de la
naturaleza, la historia, el mundo y el fundamento del mundo, esto es, de lo
ente en su totalidad.
Todo humanismo se basa en una
metafísica, excepto cuando se convierte él mismo en el fundamento de tal
metafísica. Toda determinación de la esencia del hombre, que, sabiéndolo o no,
presupone ya la interpretación de lo ente sin plantear la pregunta por la
verdad del ser es metafísica. Por eso, y en concreto desde la perspectiva del
modo en que se determina la esencia del hombre, lo particular y propio de toda
metafísica se revela en el hecho de que es «humanista». En consecuencia, todo
humanismo sigue siendo metafísico. A la hora de determinar la humanidad del ser
humano, el humanismo no sólo no pregunta por la relación del ser con el ser humano, sino que hasta impide esa
pregunta, puesto que no la conoce ni la entiende en razón de su origen
metafísico. A la inversa, la necesidad y la forma propia de la pregunta por la
verdad del ser, olvidada en la metafísica precisamente por causa de la misma
metafísica, sólo pueden salir a la luz cuando en pleno medio del dominio de la metafísica
se plantea la pregunta: «qué es metafísica?». En principio hasta se puede
afirmar que toda pregunta por el «ser», incluida la pregunta por la verdad del
ser, debe introducirse como pregunta «metafísica».
El primer humanismo, esto es,
el romano, y todas las clases de humanismo que han ido apareciendo desde
entonces hasta la actualidad presuponen y dan por sobreentendida la «esencia»
más universal del ser humano. El hombre se entiende como animal rationale. Esta
determinación no es sólo la traducción latina del griego zÇon lñgon ¦xon, sino
una interpretación metafísica. En efecto, esta determinación esencial del ser
humano no es falsa, pero sí está condicionada por la metafísica. Pero es su
origen esencial y no sólo sus límites lo que se ha considerado digno de ser
puesto en cuestión en Ser y tiempo. Aquello que es digno de ser cuestionado no
es en absoluto arrojado a la voracidad de un escepticismo vacío, sino que es
confiado al pensar como eso que es propiamente suyo y tiene que pensar.
Ciertamente, la metafísica
representa a lo ente en su ser y, por ende, también piensa el ser de lo ente.
Pero no piensa el ser como tal, no piensa la diferencia entre ambos (vid. Vom
Wesen des Grundes, 1929, p. 8; también Kant und das Problem der Metaphysik,
1929, p. 225, y Sein und Zeit, p. 230). La metafísica no pregunta por la verdad
del ser mismo. Por tanto, tampoco pregunta nunca de qué modo la esencia del
hombre pertenece a la verdad del ser. Pero no se trata sólo de que la
metafísica no haya planteado nunca hasta ahora esa pregunta, sino de que dicha
pregunta es inaccesible para la metafísica en cuanto metafísica. El ser todavía
está aguardando el momento en que él mismo llegue a ser digno de ser pensado
por el hombre. Desde la perspectiva de una determinación esencial del hombre,
da igual cómo definamos la ratio del animal y la razón del ser vivo, bien sea
como «facultad de los principios», como «facultad de las categorías» o de
cualquier otro modo, pues, en cualquier caso, siempre y en cada ocasión, nos
encontraremos con que la esencia de la razón se funda en el hecho de que para
toda aprehensión de lo ente en su ser, el ser mismo se halla ya siempre
aclarado como aquello que acontece en su verdad. Del mismo modo, con el término
«animal», zÇon, ya se plantea una interpretación de la «vida» que
necesariamente reposa sobre una interpretación de lo ente como zv® y
fæsiwdentro de la que aparece lo vivo. Pero, aparte de esto, lo que finalmente
nos queda por preguntar por encima de todo es si acaso la esencia del hombre
reside de una manera inicial que decide todo por anticipado en la dimensión de
la animalitas. ¿De verdad estamos en el buen camino para llegar a la esencia
del hombre cuando y mientras lo definimos como un ser vivo entre otros,
diferente de las plantas, los animales y dios? Sin duda, se puede proceder así,
se puede disponer de ese modo al hombre dentro de lo ente entendiéndolo como un
ente en medio de los otros. De esta suerte, siempre se podrán afirmar cosas
correctas sobre el ser humano. Pero también debe quedarnos muy claro que,
procediendo así, el hombre queda definitivamente relegado al ámbito esencial de
la animalitas, aun cuando no lo pongamos al mismo nivel que el animal, sino que
le concedamos una diferencia específica. Porque, en principio, siempre se
piensa en el homo animalis, por mucho que se ponga al animal a modo de animus
sive mens y en consecuencia como sujeto, como persona, como espíritu. Esta
manera de poner es, sin duda, la propia de la metafísica. Pero, con ello, la
esencia del hombre recibe una consideración bien menguada, y no es pensada en
su origen, un origen esencial que sigue siendo siempre el futuro esencial para
la humanidad histórica. La metafísica piensa al hombre a partir de la
animalitas y no lo piensa en función de su humanitas.
La metafísica se cierra al
sencillo hecho esencial de que el hombre sólo se presenta en su esencia en la
medida en que es interpelado por el ser. Sólo por esa llamada «ha» encontrado
el hombre dónde habita su esencia. Sólo por ese habitar «tiene» el «lenguaje» a
modo de morada que preserva el carácter extático de su esencia. A estar en el
claro del ser es a lo que yo llamo la ex-sistencia del hombre. Sólo el hombre
tiene ese modo de ser, sólo de él es propio. La ex-sistencia así entendida no
es sólo el fundamento de la posibilidad de la razón, ratio, sino aquello en
donde la esencia del hombre preserva el origen de su determinación.
La ex-sistencia es algo que
sólo se puede decir de la esencia del hombre, esto es, sólo del modo humano de
«ser». Porque, en efecto, hasta donde alcanza nuestra experiencia, sólo el
hombre está implicado en el destino de la ex-sistencia. Por eso, si admitimos
que el hombre está destinado a pensar la esencia de su ser y no sólo a narrar
historias naturales e históricas sobre su constitución y su actividad, tampoco
se puede pensar la ex-sistencia como una especie específica en medio de las
otras especies de seres vivos. Y, por eso, también se funda en la esencia de la
ex-sistencia la parte de animalitas que le atribuimos al hombre cuando lo
comparamos con el «animal». El cuerpo del hombre es algo esencialmente distinto
de un organismo animal. La confusión del biologismo no se supera por añadirle a
la parte corporal del hombre el alma, al alma el espíritu y al espíritu lo
existencial y, además, predicar más alto que nunca la elevada estima en que se
debe tener al espíritu, si después se vuelve a caer en la vivencia de la vida,
advirtiendo y asegurando que los rígidos conceptos del pensar destruyen la
corriente de la vida y que el pensar del ser desfigura la existencia. Que la
fisiología y la química fisiológica puedan investigar al ser humano en su
calidad de organismo, desde la perspectiva de las ciencias naturales, no prueba
en modo alguno que en eso «orgánico», es decir, en el cuerpo científicamente
explicado, resida la esencia del hombre. Esa opinión tiene tan poco valor como
la que sostiene que la esencia de la naturaleza está encerrada en la energía
atómica. Después de todo, bien podría ser que la naturaleza ocultase su esencia
precisamente en la cara que presenta al dominio técnico del hombre. Así como la
esencia del hombre no consiste en ser un organismo animal, así tampoco esa
insuficiente definición esencial del hombre se puede desechar o remediar con el
argumento de que el hombre está dotado de un alma inmortal o una facultad de
raciocinio o del carácter de persona. En todos los casos estamos pasando por
encima de la esencia, basándonos precisamente en el fundamento del propio
proyecto metafísico.
Aquello que sea el hombre, esto
es, lo que en el lenguaje tradicional de la metafísica se llama la «esencia»
del hombre, reside en su ex-sistencia. Pero, así pensada, la ex-sistencia no es
idéntica al concepto tradicional de existentia, que significa realidad
efectiva, a diferencia de la essentia, que significa posibilidad. EnSer y
tiempo (p. 42) hemos subrayado la frase: «La ‘esencia’ del Dasein reside en su
existencia». Pero aquí no se trata de una oposición entre existentia y
essentia, porque aún no se han puesto para nada en cuestión ambas
determinaciones metafísicas del ser y mucho menos su mutua relación. Dicha
frase encierra todavía menos algo parecido a una afirmación general sobre el
Dasein entendido en el sentido de la existencia, en la medida en que esa
denominación, que fue adoptada en el siglo XVIII para la palabra «objeto»,
quiere expresar el concepto metafísico de realidad efectiva de lo real. Antes
bien, lo que dice la frase es que el hombre se presenta de tal modo que es el
«aquí», es decir, el claro del ser. Este «ser» del aquí, y sólo él, tiene el
rasgo fundamental de la ex-sistencia, es decir, del extático estar dentro de la
verdad del ser. La esencia extática del hombre reside en la ex-sistencia, que
sigue siendo distinta de la existentia metafísicamente pensada. La filosofía
medieval concibe a esta última como actualitas. Kant presenta la existentia
como la realidad efectiva, en el sentido de la objetividad de la experiencia.
Hegel define la existentia como la idea de la subjetividad absoluta que se sabe
a sí misma. Nietzsche concibe la existentia como el eterno retorno de lo igual.
Desde luego, queda abierta la cuestión de si a través de estas interpretaciones
de la existentia como realidad efectiva, que sólo a primera vista parecen tan
diversas, queda ya suficientemente pensado el ser de la piedra, o incluso la
vida en cuanto ser de los vegetales y los animales. En cualquier caso, los
seres vivos son como son, sin que por ser como tal estén en la verdad del ser y
sin que preserven en dicho estar lo que se presenta de su ser. De entre todos
los entes, presumiblemente el que más difícil nos resulta de ser pensado es el
ser vivo, porque, aunque hasta cierto punto es el más afín a nosotros, por otro
lado está separado de nuestra esencia ex-sistente por un abismo. Por contra,
podría parecer que la esencia de lo divino está más próxima a nosotros que la
sensación de extrañeza que nos causan los seres vivos, entendiendo dicha
proximidad desde una lejanía esencial que, sin embargo, en cuanto tal lejanía,
le resulta más familiar a nuestra esencia existente que ese parentesco corporal
con el animal que nos sume en un abismo apenas pensable. Semejantes reflexiones
arrojan una extraña luz sobre la caracterización habitual, y por eso mismo
todavía demasiado prematura, del ser humano como animal rationale. Si a las
plantas y a los animales les falta el lenguaje es porque están siempre atados a
su entorno, porque nunca se hallan libremente dispuestos en el claro del ser,
el único que es «mundo». Pero no es que permanezcan carentes de mundo en su
entorno porque se les haya privado de lenguaje. En la palabra «entorno» se
agolpa pujante todo lo enigmático del ser vivo. El lenguaje no es en su esencia
la expresión de un organismo ni tampoco la expresión de un ser vivo. Por eso no
lo podemos pensar a partir de su carácter de signo y tal vez ni siquiera a
partir de su carácter de significado. Lenguaje es advenimiento del ser mismo,
que aclara y oculta.
Pensada extáticamente, la
ex-sistencia no coincide ni en contenido ni en forma con la existentia. Desde
el punto de vista del contenido, ex-sistencia significa estar fuera en la
verdad del ser. Por contra, existentia (existente) significa actualitas,
realidad efectiva a diferencia de la mera posibilidad como idea. Ex-sistencia
designa la determinación de aquello que es el hombre en el destino de la
verdad. Existentia sigue siendo el nombre para la realización de lo que algo es
cuando se manifiesta en su idea. La frase que dice «el hombre ex-siste» no
responde a la pregunta de si el hombre es o no real, sino a la pregunta por la
«esencia» del hombre. Esta pregunta la solemos plantear siempre de manera
inadecuada, ya sea cuando preguntamos qué es el hombre, ya sea cuando
preguntamos quién es el hombre, porque con ese ¿quién? o ¿qué?. nos ponemos en el
punto de vista que trata de ver ya una persona o un objeto. Pero sucede que
tanto el carácter personal como el carácter de objeto no sólo no aciertan con
lo esencial de la ex-sistencia de la historia del ser, sino que impiden verlo.
Por eso, en la citada frase de Ser y tiempose escribe con muchas reservas y
entre comillas la palabra «esencia» (p. 42). Esto indica que, ahora, la
«esencia» no se determina ni desde el esse essentiae ni desde el esse
existentiae, sino desde lo ex-stático del Dasein. En cuanto ex-sistente, el
hombre soporta el ser-aquí, en la medida en que toma a su «cuidado» el aquí en
cuanto claro del ser. Pero el propio ser-aquí se presenta en cuanto «arrojado».
Se presenta en el arrojo del ser, en lo destinal que arroja a un destino.
Ahora bien, la última y peor
de las confusiones consistiría en querer explicar la frase sobre la esencia
exsistente del hombre como si fuera la aplicación secularizada y trasladada al
hombre de una idea sobre dios expresada por la teología cristiana (Deus est ipsum
esse); en efecto, la ex-sistencia no es la realización de una esencia ni mucho
menos produce o pone ella lo esencial. Si se entiende el «proyecto» mencionado
en Ser y tiempo como un poner representador, entonces lo estaremos tomando como
un producto de la subjetividad, esto es, estaremos dejando de pensar la
«comprensión del ser» de la única manera que puede ser pensada en el ámbito de
la «analítica existencial» del «ser-en-el-mundo», esto es, como referencia
extática al claro del ser. Pero también es verdad que concebir y compartir de
modo suficiente ese otro pensar que abandona la subjetividad se ha vuelto más
difícil por el hecho de que a la hora de publicar Ser y tiempo no se dio a la
imprenta la tercera sección de la primera parte, «Tiempo y ser» (vid. Ser y
tiempo, p. 39). Allí se produce un giro que lo cambia todo. Dicha sección no se
dio a la imprenta porque el pensar no fue capaz de expresar ese giro con un
decir de suficiente alcance ni tampoco consiguió superar esa dificultad con
ayuda del lenguaje de la metafísica. La conferencia «De la esencia de la
verdad», que fue pensada y pronunciada en 1930 pero no se publicó hasta 1943,
permite obtener una cierta visión del pensar del giro que se produce de Ser y
tiempo a «Tiempo y ser». Dicho giro no consiste en un cambio del punto de vista
de Ser y tiempo, sino que en él es donde ese pensar que se trataba de obtener
llega por vez primera a la dimensión desde la que se ha experimentado Ser y
tiempo, concretamente como experiencia fundamental del olvido del ser.
Por contra, Sartre expresa de
la siguiente manera el principio del existencialismo: la existencia precede a
la esencia. Está adoptando los términos existentia y essentia en el sentido de
la metafísica que, desde Platón, formula lo siguiente: la essentia precede a la
existentia. Sartre invierte esa frase. Lo que pasa es que la inversión de una
frase metafísica sigue siendo una frase metafísica. Con esta frase se queda
detenido, junto con la metafísica, en el olvido de la verdad del ser. Porque
por mucho que la filosofía determine la relación entre essentia y existentia en
el sentido de las controversias de la Edad Media o en el sentido de Leibniz o
de cualquier otro modo, el hecho es que habría que empezar por preguntarse
primero desde qué destino del ser llega al pensar dicha diferencia en el ser
entre esse essentiae y esse existentiae. Queda por pensar la razón por la que
la pregunta por este destino del ser nunca fue preguntada y la razón por la que
nunca pudo ser pensada. ¿O acaso el hecho de que las cosas sean de este modo en
lo relativo a la distinción entre essentia y existentia no es una señal del
olvido del ser? Podemos suponer que este destino no reside en un mero descuido
del pensar humano y mucho menos en una menor capacidad del pensamiento
occidental temprano. La distinción entre essentia (esencialidad) y existencia
(realidad efectiva), que se encuentra oculta en su origen esencial, domina y
atraviesa todo el destino de la historia occidental y de la historia en su
conjunto bajo su definición europea.
Pues bien, la proposición
principal de Sartre a propósito de la primacía de la existentia sobre la
essentia sin duda justifica el nombre de «existencialismo» como título adecuado
a esa filosofía. Pero la tesis principal del «existencialismo» no tiene ni lo
más mínimo en común con la frase deSer y tiempo; aparte de que en Ser y tiempo
no puede expresarse todavía en absoluto una tesis sobre la relación de essentia
y existentia, porque de lo que allí se trata es de preparar algo pre-cursor. Y
eso ocurre, según lo que se ha dicho, de modo bastante torpe y limitado.
Aquello que todavía hoy y por vez primera queda por decir tal vez pudiera
convertirse en el estímulo necesario para guiar a la esencia del hombre y
lograr que piense atentamente la dimensión de la verdad del ser que reina en
ella. Pero también esto ocurriría únicamente en beneficio de una mayor dignidad
del ser y en pro del ser-aquí que soporta al ser humano exsistente y no en pro
del hombre ni para que mediante su quehacer la civilización y la cultura acaben
siendo un valor.
Pero para que nosotros, los
que vivimos ahora, podamos llegar a la dimensión de la verdad del ser y podamos
meditarla, no nos queda más remedio que empezar por poner en claro cómo atañe
el ser al hombre y cómo lo reclama. Este tipo de experiencia esencial nos
ocurre en el momento en que nos damos cuenta de que el hombre es en la medida
en que exsiste. Si empezamos por decir esto en el lenguaje de la tradición
diremos que la ex-sistencia del hombre es su substancia. Es por eso por lo que
en Ser y tiempo vuelve a aparecer a menudo la frase: «La ‘substancia’ del
hombre es la existencia» (pp. 117, 212 y 314). Loque pasa es que, pensado desde
el punto de vista de la historia del ser, «substancia» ya es la traducción
encubridora del griego oésÛa, una palabra que nombra la presencia de lo que se
presenta y que normalmente, y debido a una enigmática ambigüedad, alude también
a eso mismo que se presenta. Si pensamos el nombre metafísico de «substancia»
en este sentido (un sentido que en Ser y tiempo, de acuerdo con la «destrucción
fenomenológica» que allí se lleva a cabo, ya está en el ambiente), entonces la
frase «la ‘substancia’ del hombre es la ex-sistencia» no dice sino que el modo
en que el hombre se presenta al ser en su propia esencia es el extático estar
dentro de la verdad del ser. Mediante esta determinación esencial del hombre ni
se desechan ni se tildan de falsas las interpretaciones humanísticas del ser
humano como animal racional, «persona», o ser dotado de espíritu, alma y
cuerpo. Por el contrario, se puede afirmar que el único pensamiento es el de
que las supremas determinaciones humanistas de la esencia del hombre todavía no
llegan a experimentar la auténtica dignidad del hombre. En este sentido, el
pensamiento de Ser y tiempo está contra el humanismo. Pero esta oposición no
significa que semejante pensar choque contra lo humano y favorezca a lo
inhumano, que defienda la inhumanidad y rebaje la dignidad del hombre.
Sencillamente, piensa contra el humanismo porque éste no pone la humanitas del
hombre a suficiente altura. Es claro que la altura esencial del hombre no
consiste en que él sea la substancia de lo ente en cuanto su «sujeto» para
luego, y puesto que él es el que tiene en sus manos el poder del ser, dejar que
desaparezca el ser ente de lo ente en esa tan excesivamente celebrada
«objetividad».
Lo que ocurre es, más bien,
que el hombre se encuentra «arrojado» por el ser mismo a la verdad del ser, a
fin de que, ex-sistiendo de ese modo, preserve la verdad del ser para que lo
ente aparezca en la luz del ser como eso ente que es. Si acaso y cómo aparece,
si acaso y de qué modo el dios y los dioses, la historia y la naturaleza entran
o no en el claro del ser, se presentan y se ausentan, eso es algo que no lo
decide el hombre. El advenimiento de lo ente reside en el destino del ser. Pero
al hombre le queda abierta la pregunta de si encontrará lo destinal y adecuado
a su esencia, aquello que responde a dicho destino. Pues, en efecto, de acuerdo
con ese destino, lo que tiene que hacer el hombre en cuanto ex-sistente es
guardar la verdad del ser. El hombre es el pastor del ser. Esto es lo único que
pretende pensar Ser y tiempo cuando experimenta la existencia extática como
«cuidado» (vid. § 44a, pp. 226 ss.).
Pero el ser, ¿qué es el ser?
El ser «es» él mismo. Esto es lo que tiene que aprender a experimentar y a
decir el pensar futuro. El «ser» no es ni dios ni un fundamento del mundo. El
ser está esencialmente más lejos que todo ente y, al mismo tiempo, está más
próximo al hombre que todo ente, ya sea éste una roca, un animal, una obra de
arte, una máquina, un ángel o dios. El ser es lo más próximo. Pero la
proximidad es lo que más lejos le queda al hombre. El hombre se atiene siempre
en primer lugar y solamente a lo ente. Cuando el pensar representa a lo ente
como ente, a lo que se refiere es al ser. Pero lo que está pensando de verdad y
en todo momento es sólo lo ente como tal y jamás el ser como tal. La «pregunta
por el ser» sigue siendo siempre la pregunta por lo ente. La pregunta por el
ser no es en absoluto todavía lo que designa ese título capcioso: la pregunta
por el ser. Incluso cuando con Descartes y Kant se torna «crítica», la
filosofía también sigue siempre los pasos del representar metafísico. Piensa
desde lo ente y hacia lo ente, pasando a través de cierta mirada al ser. Pues,
efectivamente, toda salida desde lo ente y todo retorno a lo ente se encuentran
ya a la luz del ser.
Pero la metafísica conoce el
claro del ser ya sea sólo como eso que se ve cuando se presenta el «aspecto»
(Þd¡a), ya sea de modo crítico como aquello avistado por la mirada del
representar categorial de la subjetividad. Esto quiere decir que la verdad del
ser, en cuanto el claro mismo, permanece oculta para la metafísica. Sin
embargo, este ocultamiento no es un defecto de la metafísica, sino el tesoro de
su propia riqueza, que le ha sido retenido y al mismo tiempo mantenido. Pero el
claro mismo es el ser. Es el claro lo único que dentro del destino del ser de
la metafísica permite tener un horizonte desde el cual eso que se presenta toca
e impresiona al hombre que asiste a su presencia de tal manera que el hombre
mismo sólo puede tocar el ser (yigeÝn, Aristóteles, Met.Y 10) en la aprehensión
(noeÝn). Ese horizonte es lo único que atrae hacia sí la mirada. Es el que se
abandona a dicha mirada cuando la aprehensión se ha convertido en el producir
representaciones en la perceptio de la res cogitans comprendida como subjectum
de la certitudo.
Pero, suponiendo que podamos
preguntar de esta manera, ¿cómo se relaciona el ser con la ex-sistencia? El
propio ser es la relación, en cuanto él es el que mantiene junto a sí a la
ex-sistencia en su esencia existencial, es decir, extática, y la recoge junto a
sí como el lugar de la verdad del ser en medio de lo ente. Es precisamente
porque el hombre, en cuanto exsistente, llega a estar en esa relación a la que
el ser se destina a sí mismo y llega a estar en la medida en que lo soporta
extáticamente o, lo que es lo mismo, lo asume bajo su cuidado, por lo que al
principio no reconoce a lo más próximo de todo, ateniéndose sólo a lo siguiente
más próximo. Llega a pensar que eso es lo más próximo de todo. Y sin embargo,
más próximo que lo que está más próximo de todo, lo ente, y al mismo tiempo,
para el pensar corriente, más lejano que lo que resulta más lejano de todo se
encuentra la proximidad misma: la verdad del ser.
El olvido de la verdad del
ser en favor de la irrupción de eso ente no pensado en la esencia es el sentido
de lo que en Ser y tiempo se llamó «caída». La palabra no alude a un pecado
original del hombre entendido desde la perspectiva de la «filosofía moral» y a
la vez secularizado, sino que se refiere a la vinculación esencial del hombre
con el ser inscrita dentro de la relación del ser con el ser humano. De acuerdo
con esto, los títulos utilizados a modo de preludio, «propiedad» e
«impropiedad», no significan una diferencia de tipo moral-existencial ni de
tipo «antropológico», sino la relación «extática» del ser humano con la verdad
del ser, que debe ser pensada alguna vez antes que ninguna otra, puesto que
hasta ahora se le ha ocultado a la filosofía. Pero dicha relación no es como es
basándose en el fundamento de la ex-sistencia, sino que es la esencia de la
ex-sistencia la que es destinalmente extático-existencial a partir de la
esencia de la verdad del ser.
Lo único que pretende
conseguir el pensar que intenta expresarse por vez primera en Ser y tiempo es
algo simple. Y como algo simple, el ser permanece lleno de misterio: la simple
proximidad de un reinar que no resulta apremiante. Esta proximidad se presenta como el propio lenguaje. Ahora
bien, el lenguaje no es mero lenguaje, si por éste nos representamos como mucho
la mera unidad de una forma fonética (signo escrito), una melodía y ritmo y un
significado (sentido). Pensamos la forma fonética y el signo escrito como el
cuerpo de la palabra, la melodía y el ritmo como su alma y la parte
significativa como el espíritu del lenguaje. Habitualmente pensamos el lenguaje
partiendo de su correspondencia con la esencia del hombre, y nos representamos
al hombre como animal racional, esto es, como la unidad de
cuerpo-alma-espíritu. Pero así como en la humanitas del homo animalis permanece
velada la ex-sistencia y, por medio de ella, la relación de la verdad del ser con
el hombre, así también la interpretación metafísica y animal del lenguaje
oculta su esencia, propiciada por la historia del ser. De acuerdo con esta
esencia, el lenguaje es la casa del ser, que ha acontecido y ha sido
establecida por el ser mismo. Por eso se debe pensar la esencia del lenguaje a
partir de la correspondencia con el ser, concretamente como tal correspondencia
misma, esto es, como morada del ser humano.
Pero el hombre no es sólo un
ser vivo que junto a otras facultades posea también la del lenguaje. Por el
contrario, el lenguaje es la casa del ser: al habitarla el hombre ex-siste,
desde el momento en que, guardando la verdad del ser, pertenece a ella.
Y así, a la hora de definir
la humanidad del hombre como ex-sistencia, lo que interesa es que lo esencial
no sea el hombre, sino el ser como dimensión de lo extático de la ex-sistencia.
Sin embargo, la dimensión no es eso que conocemos como espacio. Por el
contrario, todo lo que es espacial y todo espacio-tiempo se presentan en eso
dimensional que es el ser mismo.
El pensar atiende a estas
relaciones simples. Les busca la palabra adecuada en el seno del lenguaje de la
metafísica y de su gramática, transmitido durante largo tiempo. Pero,
suponiendo que un título tenga alguna importancia, ¿se puede seguir llamando
humanismo a ese pensamiento? Está claro que no, puesto que el humanismo piensa
metafísicamente. Está claro que no, si es que es existencialismo y defiende la
tesis expresada por Sartre: précisément nous sommes sur un plan où il y a seulement
des hommes (L'Existencialisme est un humanisme, p. 36). Pensando esto desde la
perspectiva de Ser y tiempo habría que decir: précisément nous sommes sur un
plan où il y a principalement l'Étre. Pero ¿de dónde viene y qué es le plan?
L'Étre et le plan son lo mismo. En Ser y tiempo (p. 212) se dice precavidamente
y con toda la intención: il y a l'Étre, esto es, «se da» el ser. El francés il
y a traduce de modo impreciso el alemán «es gibt», «se da». Porque el «es»
impersonal alemán que «se da» aquí es el propio ser. El «da» nombra sin embargo
la esencia del ser que da, y de ese modo otorga, su verdad. El darse en lo
abierto, con lo abierto mismo, es el propio ser.
Al mismo tiempo el «se da»
también se usa con la intención de evitar provisionalmente el giro idiomático
«el ser es». Porque, efectivamente, por lo general se dice ese «es» de algo que
es. Y a eso es a lo que llamamos lo ente. Pero resulta que precisamente el ser
no «es» lo «ente». Si nos limitamos a decir del ser este «es», sin una
interpretación más precisa, será muy fácil que nos representemos el ser como un
«ente» del tipo de lo ente conocido, el cual, en cuanto causa, produce efectos
y, en cuanto efecto, es causado. Y, sin embargo, el propio Parménides ya dice
en los primeros tiempos del pensamiento: ¦sti gŒr eänai, «es en efecto ser». En
estas palabras se oculta el misterio inicial de todo pensar. Tal vez lo que
ocurre es que el «es» sólo se puede decir con propiedad del ser, de tal modo
que ningún ente «es» nunca verdaderamente. Pero como el pensar tiene que llegar
a decir el ser en su verdad, en lugar de explicarlo como un ente a partir de lo
ente, tendrá que quedar abierta y al cuidado del pensar la cuestión de si acaso
y cómo es el ser.
El ¦sti gŒr eänai de
Parménides sigue estando impensado todavía. Y eso nos da la medida del progreso
de la filosofía. Si atiende a su esencia, en realidad la filosofía no progresa
nada. Se pone en su lugar para pensar siempre lo mismo. Progresar, es decir,
marchar más allá de ese lugar, es un error que sigue al pensar como esa sombra
que él mismo arroja. Es precisamente porque el ser sigue impensado todavía por
lo que también en Ser y tiempo se dice del ser que: «se da». Pero no podemos
permitirnos especular directamente y sin apoyarnos en algo a propósito del il y
a. Este «se da» reina como destino del ser. Su historia llega al lenguaje a
través de la palabra de los pensadores esenciales. Por eso, el pensar que
piensa en la verdad del ser es histórico en cuanto tal pensar. No existe un
pensar «sistemático» y, a su lado, a modo de ilustración, una historia de las
opiniones pretéritas. Pero tampoco existe, como piensa Hegel, una sistemática
que pueda convertir a la ley de su pensamiento en ley de la historia y que
pueda asumir simultáneamente tal historia en el sistema. Pensando de modo más
inicial, lo que hay es la historia del ser, de la que forma parte el pensar
como memoria de esa historia, un pensar acontecido por ella misma. La memoria
se diferencia esencialmente de la actualización a posteriori de la historia
comprendida como un transcurrir pasado. La historia nunca ocurre de entrada
como suceso, y el suceso no es un transcurrir. El suceder de la historia se
presenta como destino de la verdad del ser a partir de dicho ser (vid. la
conferencia sobre el himno de Hölderlin «Wie wenn am Feiertage...», 1941, p.
31). El ser llega a ser destino en la medida en que él mismo, el ser, se da.
Pero, pensado como destino, esto quiere decir que se da y al mismo tiempo se
niega a sí mismo. Sin embargo, la definición de Hegel de la historia como
desarrollo del «espíritu» no carece de verdad. Tampoco es que sea en parte
falsa y en parte verdadera. Es tan verdadera como es verdadera esa metafísica,
que, gracias a Hegel, deja que tome voz por vez primera en un sistema su esencia
pensada de modo absoluto. La metafísica absoluta, junto con las inversiones que
llevaron a cabo Marx y Nietzsche, pertenece a la historia de la verdad del ser.
Lo que de ella sale no se puede atacar ni mucho menos eliminar por medio de
refutaciones. Sólo se puede asumir, siempre que su verdad se vuelva a albergar
de manera más inicial en el propio ser y se sustraiga al ámbito de la mera
opinión humana. Toda refutación en el campo del pensar esencial es absurda. La
disputa entre pensadores es la «disputa amorosa» de la cosa misma. Es la que
les ayuda alternantemente a entrar a formar parte de la sencilla pertenencia a
la cosa misma, a partir de la cual encuentran en el destino del ser el destino
adecuado.
Suponiendo que el hombre
pueda pensar en el futuro la verdad del ser, pensará desde la ex-sistencia.
Ex-sintiendo, el hombre se encuentra ya en el destino del ser. La ex-sistencia
del hombre es, en cuanto tal, histórica, pero no en primer lugar o incluso no
únicamente por lo que les pueda suceder al hombre y a las cosas humanas en el
transcurso del tiempo. Es precisamente porque se trata de pensar la
ex-sistencia del ser-aquí por lo que en Ser y tiempo le importa de modo tan
esencial al pensar que se experimente la historicidad del Dasein.
Pero ¿no es en Ser y tiempo
(p. 212) -donde el «se da» toma voz- en donde se dice «sólo mientras el Dasein
es, se da el ser»? Es verdad. Esto significa que sólo se traspasará ser al
hombre mientras acontezca el claro del ser. Pero que acontezca el «aquí», esto
es, el claro como verdad del ser mismo, es precisamente lo destinado al propio
ser. El ser es el destino del claro. Así, la citada frase no significa que el
Dasein del hombre, en el sentido tradicional de existentia o, pensado
modernamente, como realidad efectiva del ego cogito, sea aquel ente por medio
del cual se llega a crear por vez primera el ser. La frase no dice que el ser
sea un producto del hombre. En la Introducción a Ser y tiempo (p. 38) se dice
clara y sencillamente, y hasta destacándolo con cursivas, que el «ser es lo
trascendente por antonomasia». Así como la apertura de la proximidad espacial
sobrepasa cualquier cosa cercana o lejana, vista desde esa misma cosa, así el
ser está esencialmente más lejos que todo ente, porque es el claro mismo. Y,
por esto, y conforme al principio que en un primer momento es inevitable en la
metafísica aún dominante, el ser es pensado desde lo ente. Sólo desde este
punto de vista se muestra el ser en un sobrepasamiento y en cuanto tal.
La definición de la
Introducción, «el ser es lo transcendens por antonomasia», resume en una
sencilla frase el modo en que la esencia del ser se le ha mostrado hasta ahora
al hombre en su claro. Esta definición retrospectiva de la esencia del ser a
partir del claro de lo ente como tal sigue siendo inevitable para ese
planteamiento, que piensa ya por anticipado, de la pregunta por la verdad del
ser. Así, el pensar da fe de su esencia destinal. Está muy lejos de él la
pretensión de volver a empezar desde el principio tras declarar falsa toda
filosofía anterior. Ahora bien, la única pregunta que le importa a un pensar
que intenta pensar la verdad del ser es si la definición del ser en cuanto puro
transcendens nombra o no la esencia simple de la verdad del ser. Por eso, en la
página 230 también se dice que sólo a partir del «sentido», es decir, sólo a
partir de la verdad del ser, se podrá entender cómo es el ser. El ser le abre
su claro al hombre en el proyecto extático. Pero este proyecto no crea el ser.
Por lo demás, el proyecto es
esencialmente un proyecto arrojado. El que arroja en ese proyectar no es el
hombre, sino el ser mismo, que destina al hombre a la ex-sistencia del ser-aquí
en cuanto su esencia. Este destino acontece como claro del ser, y éste sólo es
como tal. El claro garantiza y preserva la proximidad al ser. En dicha
proximidad, en el claro del «aquí», habita el hombre en cuanto ex-sistente, sin
que sea ya hoy capaz de experimentar propiamente ese habitar ni de asumirlo. La
proximidad «del» ser, en que consiste el «aquí» del ser-aquí o Dasein, ha sido
pensada a partir de Ser y tiempo en el discurso sobre la elegía de Hölderlin
«Heimkunft» (1934), ha sido escuchada en su decir más intenso en el propio
poema cantado por el poeta y ha sido nombrada como «patria» desde la
experiencia del olvido del ser. Esta palabra está pensada aquí en un sentido
esencial que no es ni patriótico ni nacionalista, en el sentido de la historia
del ser. Pero, al mismo tiempo, la esencia de la patria ha sido nombrada con la
intención de pensar la apatricidad o desterramiento del hombre moderno desde la
esencia de la historia del ser. El último que experimentó tal desterramiento
fue Nietzsche. Y la única salida que le encontró desde dentro de la metafísica
fue la inversión de la metafísica. Pero esto significa la consumación de la
falta de salidas. Con todo, cuando compone su poema «Heimkunft», Hölderlin se
preocupa de que sus «paisanos» encuentren su esencia. Y no busca para nada esta
esencia en el egoísmo de su pueblo, sino que la ve desde la pertenencia al
destino de Occidente. Sólo que Occidente tampoco está pensado de modo regional,
como lo opuesto a Oriente, no sólo está pensado como Europa, sino desde el
punto de vista de la historia universal, desde la proximidad al origen. Apenas
si hemos empezado a pensar todavía las enigmáticas referencias al Este que se
han hecho palabra en la poesía de Hölderlin (vid. «Der Ister», «Die Wanderung»,
3.ª estrofa y ss.). Lo «alemán» no es algo que se le dice al mundo para que
sane y encuentre su salud en la esencia alemana, sino que se le dice a los
alemanes para que, partiendo de su pertenencia destinal a los pueblos, entren
con ellos a formar parte de la historia universal (vid.sobre el poema de
Hölderlin, «Andenken», el escrito conmemorativo «Tübinger Gedenkschrift», de
1943, p. 322). La patria de este morar histórico es la proximidad al ser.
En esta proximidad es donde
se consuma, si lo hace, la decisión sobre si acaso el dios y los dioses se
niegan a sí mismos y permanece la noche, si acaso alborea el día de lo sacro,
si puede comenzar de nuevo en ese amanecer de lo sacro una manifestación de
dios y de los dioses y cómo será. Pero lo sacro, que es el único espacio
esencial de la divinidad, que es también lo único que permite que se abra la
dimensión de los dioses y el dios, sólo llega a manifestarse si previamente, y
tras largos preparativos, el ser mismo se ha abierto en su claro y llega a ser
experimentado en su verdad. Sólo así comienza, a partir del ser, la superación
de ese desterramiento por el que no sólo los hombres, sino la esencia del
hombre, vagan sin rumbo.
El desterramiento así pensado
reside en el abandono del ser de lo ente. Es la señal del olvido del ser, a
consecuencia del cual queda impensada la verdad del ser. El olvido del ser se
anuncia indirectamente en el hecho de que lo único que el hombre considera y
vuelve siempre a tratar es lo ente. Como al hacer esto el hombre no puede
evitar tener una representación del ser, también el ser se explica solamente
como «lo más general» de lo ente, y que por ende lo abarca por completo, o como
una creación del ente infinito o como lo hecho por un sujeto finito.
Simultáneamente, y desde tiempos remotos, el «ser» aparece en lugar de «lo
ente», y viceversa, los dos se mezclan y envuelven en una extraña confusión
todavía impensada.
Como destino que destina la
verdad, el ser permanece oculto. Pero el destino del mundo se anuncia en la
poesía sin haberse revelado todavía como historia del ser. Por eso, el pensar
histórico universal de Hölderlin, que llega a la palabra en el poema «Andenken»
, es más esencialmente inicial y, por ende, está más preñado de futuro que el
mero cosmopolitismo de Goethe. Por el mismo motivo, la relación de Hölderlin
con lo griego es algo esencialmente diferente del humanismo. Por eso los
jóvenes alemanes que sabían de Hölderlin pensaron y vivieron frente a la muerte
algo muy distinto de lo que la opinión pública hizo pasar por el modo de pensar
alemán.
El desterramiento deviene un
destino universal. Por eso, es necesario pensar dicho destino desde la historia
del ser. Eso que, partiendo de Hegel, Marx reconoció en un sentido esencial y
significativo como extrañamiento del hombre hunde sus raíces en el
desterramiento del hombre moderno. Tal desterramiento está provocado por el
destino del ser bajo la forma de la metafísica, afianzado por ella y encubierto
también por ella en cuanto desterramiento. Es precisamente porque al
experimentar el extrañamiento Marx se adentra en una dimensión esencial de la
historia por lo que la consideración marxista de la historia es superior al
resto de las historias. Pero como ni Husserl ni hasta donde yo veo por ahora
tampoco Sartre reconocen la esencialidad de lo histórico en el ser, por eso ni
la fenomenología ni el existencialismo llegan a esa dimensión en la que
resultaría posible por vez primera un diálogo productivo con el marxismo.
Claro que para eso también es
necesario librarse de las representaciones ingenuas que se suelen tener del
materialismo, así como de las críticas baratas que se le suelen echar en cara.
La esencia del materialismo no consiste en la afirmación de que todo es
materia, sino, más bien, en una determinación metafísica según la cual todo
ente aparece como material de trabajo. La concepción metafísica moderna de la
esencia del trabajo ha sido pensada ya con antelación en la Fenomenología del
espíritude Hegel como el proceso que se dispone a sí mismo de la producción
incondicionada, es decir, como objetivación de lo efectivamente real por parte
del hombre, experimentado éste como subjetividad. La esencia del materialismo
se oculta en la esencia de la técnica, sobre la que ciertamente se escribe
mucho, pero se piensa poco. En su esencia, la técnica es un destino, dentro de
la historia del ser, de esa verdad del ser que reside en el olvido. En efecto,
dicha técnica no sólo procede etimológicamente de la t¡xnh griega, sino que
también procede desde el punto de vista histórico esencial de la t¡xnh
comprendida como uno de los modos de la Žlhyeæein, esto es, del hacer que se
manifieste lo ente. En cuanto figura de la verdad, la técnica se funda en la
historia de la metafísica. Y esta misma es una fase destacada, y hasta ahora la
única abarcable, de la historia del ser. Podemos adoptar distintas posturas en
relación con las doctrinas del comunismo y su fundamentación, pero lo que no
cambia desde el punto de vista de la historia del ser es que en él se expresa
una experiencia elemental de lo que es historia universal. El que entienda el
«comunismo» solamente como un «partido» o como una «concepción del mundo» piensa
tan cortamente como los que bajo el título de «americanismo» sólo entienden, y
encima de modo despectivo, un particular estilo de vida. El peligro hacia el
que se ve empujada Europa cada vez de modo más visible consiste probablemente
en que, sobre todo, su pensar -que antaño fuera su grandeza- queda relegado por
detrás del curso esencial del incipiente destino mundial, el cual, sin embargo,
sigue estando determinado de modo europeo en lo que respecta a los rasgos
fundamentales del origen de su esencia. Ninguna metafísica, ya sea idealista,
materialista o cristiana, puede, según su esencia, y de ningún modo recurriendo
solamente a los esfuerzos por desplegarse, re-tener y recuperar todavía el
destino, es decir, alcanzar y recoger con su pensamiento lo que, en un sentido
pleno del ser, es ahora.
A la vista de su esencial
desterramiento, el futuro destino del hombre se le muestra al pensar que piensa
la historia del ser en el hecho de que el hombre encuentra un camino hacia la
verdad del ser y emprende la marcha hacia tal encontrar. Todo nacionalismo es,
metafísicamente, un antropologismo y, como tal, un subjetivismo. El
nacionalismo no es superado por el mero internacionalismo, sino que simplemente
se amplía y se eleva a sistema. El nacionalismo se acerca tan poco a la
humanitas de este modo como el individualismo mediante el colectivismo
ahistórico. Este último es la subjetividad del hombre en la totalidad. El
colectivismo consuma la autoafirmación incondicionada de la subjetividad y no
permite que se vuelva atrás. Ni siquiera permite que se la experimente
suficientemente mediante un pensar parcialmente mediador. Expulsado de la
verdad del ser, el hombre no hace más que dar vueltas por todas partes
alrededor de sí mismo en cuanto animal rationale.
Pero la esencia del hombre
consiste en ser más que el mero hombre entendido como ser vivo dotado de razón.
El «más» no debe tomarse aquí como una mera adición, algo así como si la
definición tradicional del hombre debiera seguir siendo la determinación
fundamental, pero luego fuera ampliada añadiéndole el elemento existencial. El
«más» significa: de modo más originario y, por ende, de modo más esencial en su
esencia. Pero aquí sale a la luz lo enigmático del caso: el hombre es porque ha
sido arrojado, es decir, ex-siste contra el arrojo del ser y, en esa medida, es
más que el animal rationale por cuanto es menos respecto al hombre que se
concibe a partir de la subjetividad. El hombre no es el señor de lo ente. El
hombre es el pastor del ser. En este «menos» el hombre no sólo no pierde nada,
sino que gana, puesto que llega a la verdad del ser. Gana la esencial pobreza
del pastor, cuya dignidad consiste en ser llamado por el propio ser para la
guarda de su verdad. Dicha llamada llega en cuanto ese arrojo del que procede
lo arrojado del Dasein. En su esencia conforme a la historia del ser, el hombre
es ese ente cuyo ser, en cuanto ex-sistencia, consiste en que mora en la
proximidad al ser. El hombre es el vecino del ser.
Pero, tendrá usted ganas de
replicarme desde hace tiempo, ¿acaso un pensar semejante no piensa precisamente
la humanitas del homo humanus? ¿No piensa esa humanitas en un sentido tan
decisivo como ninguna metafísica lo ha pensado nunca ni lo podrá pensar jamás?
¿No es eso «humanismo» en el sentido más extremo? Es verdad. Es el humanismo
que piensa la humanidad del hombre desde su proximidad al ser. Pero, al mismo
tiempo, es un humanismo en el que lo que está en juego ya no es el hombre, sino
la esencia histórica del hombre en su origen procedente de la verdad del ser.
Pero, ¿acaso en este juego no está y no cae también dentro de él la
ex-sistencia del hombre? Así es.
En Ser y tiempo (p. 38) se
dice que todo preguntar de la filosofía «repercute sobre la existencia». Pero
la existencia no es aquí la realidad del ego cogito. Tampoco es únicamente la
realidad de los sujetos, que actuando los unos con los otros llegan a sí
mismos. «Ex-sistencia» es, a diferencia fundamental de toda existentia y
«existence», el morar ex-stático en la proximidad al ser. Es la guarda, es decir,
el cuidado del ser. Como en ese pensar se trata de pensar algo simple, por eso
le resulta tan difícil al modo de representar que tradicionalmente conocemos
como filosofía. Lo que ocurre es que la dificultad no consiste en tener que
encontrar un sentido especialmente profundo o en tener que construir conceptos
intrincados, sino que se esconde en ese paso atrás que introduce al pensar en
un preguntar que es capaz de experimentar, renunciando al opinar habitual de la
filosofía.
Según la opinión general, el
ensayo llevado a cabo en Ser y tiempo ha desembocado en un callejón sin salida.
Dejemos correr tal opinión. Hoy, ese pensar que en el ensayo titulado Ser y
tiempo intentó dar algunos pasos todavía no ha sido capaz de ir más allá. Pero
es posible que entretanto se haya adentrado un poco más en su asunto. Ahora
bien, mientras la filosofía sólo se siga ocupando de ponerse barreras que le
impidan llegar al asunto del pensar, es decir, a la verdad del ser, no cabe
duda de que estará fuera de todo peligro de estrellarse contra la dureza de su
asunto. Por eso, el «filosofar» sobre el fracaso está separado por un abismo
del pensar que fracasa. Si alguien tuviese éxito con este pensar, no sería
ninguna desgracia. Obtendría el único regalo que le puede dar el ser al pensar.
Pero también es verdad que el
asunto del pensar no se alcanza poniendo en circulación un montón de chácharas
sobre «la verdad del ser» y la «historia del ser». Lo único que importa es que
la verdad del ser llegue al lenguaje y que el pensar alcance dicho lenguaje.
Tal vez entonces el lenguaje reclame el justo silencio en lugar de una
expresión precipitada. Pero ¿quién de entre nosotros, hombres de hoy, querría
imaginar que sus intentos de pensar pueden encontrar su lugar siguiendo la
senda del silencio? Si llega lejos, tal vez nuestro pensar pueda indicar dónde
está la verdad del ser y mostrarla como lo que hay que pensar. De este modo,
dicha verdad se sustraería mejor al mero suponer y opinar y quedaría adscrita a
esa obra manual de la escritura que tan rara se ha vuelto. Las cosas
importantes acaban por llegar a tiempo, aunque sea a última hora y aunque no
estén destinadas a la eternidad.
Queda al juicio de cada uno
determinar si el ámbito de la verdad del ser es un callejón sin salida o el
libre elemento en el que la libertad conserva su esencia, pero sólo después de
haber intentado seguir el camino indicado o, mejor, después de intentar abrir
un camino mejor, es decir, más adecuado a la pregunta. En la penúltima página
de Ser y tiempo (p. 437) se encuentran las frases: «la disputa relativa a la
interpretación del ser (esto es, no de lo ente ni tampoco del ser del hombre)
no se puede dirimir, porque ni siquiera se ha desencadenado. Y es que, después
de todo, no se puede “promover la disputa”, sino que para que se desencadene
debe estar previamente bien armada y preparada. Si la presente investigación
está en camino es únicamente con este fin». Estas frases siguen siendo válidas
hoy, después de dos décadas. Así pues, sigamos siendo también en los días
venideros caminantes del camino que lleva a la vecindad del ser. La pregunta
que usted me plantea ayuda a esclarecer ese camino.
Usted me pregunta: ¿Comment
redonner un sens au mot «Humanisme»? ¿De qué modo se le puede volver a dar un
sentido a la palabra humanismo? Su pregunta no sólo presupone que usted trata
de conservar la palabra «humanismo», sino que implica el reconocimiento de que
dicha palabra ha perdido su sentido.
Lo ha perdido desde que se
admite que la esencia del humanismo es metafísica, lo que ahora significa que
la metafísica no sólo no abre la pregunta por la verdad del ser, sino que la
cierra, desde el momento en que se empeña en seguir anclada en el olvido del
ser. Sin embargo, es precisamente el pensar que conduce a esta opinión sobre la
esencia problemática del humanismo el que al mismo tiempo nos conduce a pensar
de modo más inicial la esencia del hombre. A la vista de esa humanitas más
esencial del homo humanus se abre la posibilidad de devolverle a la palabra
humanismo un sentido histórico más antiguo que el sentido que
historiográficamente se considera más antiguo. Esta devolución no pretende dar
a entender que la palabra «humanismo» esté desprovista de todo sentido y sea
meramente un flatus vocis. La propia palabra «humanum» ya remite a la
humanitas, la esencia del hombre. El «ismus» indica que la esencia del hombre
tendría que ser tomada como algo esencial. Éste es el sentido que tiene la
palabra «humanismo» en cuanto palabra. Devolverle un sentido sólo puede
significar redefinir el sentido de la palabra. Esto exige, por una parte,
experimentar de modo más inicial la esencia del hombre y, por otra, mostrar en
qué medida esa esencia se torna destinal a su modo. La esencia del hombre
reside en la ex-sistencia. Ésta es la que importa esencialmente, es decir, la
que importa desde el propio ser, por cuanto el ser hace acontecer al hombre en
cuanto ex-sistente en la verdad del ser a fin de que sea la guarda de dicha
verdad. Si nos decidimos a conservar esta palabra, «humanismo» significa ahora
que la esencia del hombre es esencial para la verdad del ser, de tal modo que
lo que importa ya no es precisamente el hombre simplemente como tal. De esta
manera, pensamos un «humanismo» de un género extraño. La palabra nos acaba
proporcionando un rótulo que es un «lucus a non lucendo».
Debemos seguir llamando
«humanismo» a este «humanismo» que se declara en contra de todos los humanismos
existentes hasta la fecha, pero que al mismo tiempo no se alza como portavoz de
lo inhumano? ¿Y eso tal vez con el único propósito de aprovechar que se
comparte el uso de tal rótulo para seguir nadando en compañía de las corrientes
reinantes, que se encuentran ahogadas por el subjetivismo metafísico y sumidas
en el olvido del ser? ¿O tal vez el pensar deba atreverse, por medio de una
resistencia abierta contra el «humanismo», a dar un empujón que logre que
surjan por fin dudas sobre la humanitas del homo humanus y su fundamentación?
De esta manera, y suponiendo que este instante de la historia universal no esté
apremiando ya en esa dirección, podría despertar una reflexión que no sólo
piense en el hombre, sino en la «naturaleza» del hombre, y no sólo en la
naturaleza, sino, de modo más inicial todavía, en la dimensión en la que la
esencia del hombre, determinada desde el ser mismo, encuentra su lugar. ¿No
deberíamos tal vez seguir soportando durante algún tiempo, dejando que se
acaben desgastando por sí mismos lentamente, los inevitables malentendidos a
los que ha estado expuesto hasta ahora el camino del pensar en el elemento de
ser y tiempo? Dichos malentendidos son consecuencia de la interpretación que
aplica a posteriori de manera natural lo leído o tan sólo repetido a lo que ya
cree saber antes de la lectura. Todos denotan la misma construcción y el mismo
fundamento.
Como se habla contra el
«humanismo», se teme una defensa de lo in-humano y la glorificación de la
brutalidad bárbara. Pues, en efecto, ¿qué más «lógico» que a quien niega el
humanismo sólo le quede la afirmación de la inhumanidad?
Como se habla contra la «lógica»,
se entiende que se está planteando la exigencia de negar el rigor del pensar,
de instaurar en su lugar la arbitrariedad de los instintos y sentimientos y de
este modo proclamar el «irracionalismo» como lo verdadero. Pues, en efecto,
¿qué más «lógico» que quien habla contra lo lógico esté defendiendo lo alógico?
Como se habla contra los
«valores», surge la indignación contra una filosofía que supuestamente se
atreve a entregar al desprecio a los mayores bienes de la humanidad. Pues, en
efecto, ¿qué más «lógico» sino que un pensar que niega los valores deseche
necesariamente todo como carente de valor?
Como se dice que el ser del
hombre consiste en «ser-en-el-mundo», se encuentra que el hombre ha sido
rebajado a un ser que sólo está acá, de este lado, con lo que la filosofía se
hunde en el positivismo. Pues, en efecto ¿qué más «lógico» que quien afirma la
mundanidad del ser hombre sólo permita que valga el acá, negando el más allá y
por ende toda «trascendencia»?
Como se remite a la sentencia
de Nietzsche sobre «la muerte de dios», se declara tal hecho como ateísmo.
Pues, en efecto, qué más «lógico» que quien ha experimentado la muerte de dios
sea un a-teo, un sin-dios?
Como en todo lo que se viene
citando siempre se habla en contra de lo que la humanidad considera como
excelso y sagrado, esta filosofía enseña un «nihilismo» irresponsable y
destructivo. Pues, en efecto, ¿qué más «lógico» que quien niega en todo lugar
lo verdaderamente ente se sitúe del lado de lo no-ente y con ello predique la
mera nada como sentido de la realidad?
¿Qué es lo que pasa aquí?
Oímos hablar de «humanismo», de «lógica», de «valores», de «mundo», de «dios».
Además, oímos hablar de una oposición. Conocemos y asumimos todo lo nombrado
como lo positivo. Por contra, todo lo que se ha dicho contra lo nombrado, aún
antes de haber reflexionado a fondo sobre lo que se ha oído, lo asumimos en el
acto como su negación y tal negación como lo «negativo», en el sentido de
destructivo. Efectivamente, en Ser y tiempose habla expresamente de la
«destrucción fenomenológica». Con la ayuda de la tan invocada lógica y ratio
consideramos que lo que no es positivo es negativo, que por lo tanto rechaza la
razón y en consecuencia merece llevar el sello del desprecio. Estamos tan
imbuidos de «lógica» que todo lo que va en contra de la habitual somnolencia
del opinar pasa a ser considerado en el acto como una oposición que debe ser
rechazada. Se desecha todo lo que se sale fuera del conocido y querido elemento
positivo arrojándolo a la fosa previamente preparada de la mera negación, que
lo niega todo, acabando en la nada y consumando de ese modo el nihilismo.
Siguiendo esta vía lógica se deja que todo acabe hundiéndose en un nihilismo
inventado con ayuda de la lógica.
Pero ¿es verdad que la
«contra» que lleva a cabo un pensar contra las creencias comunes conduce
necesariamente a la mera negación y a lo negativo? Eso sólo ocurre -y, eso sí,
entonces de modo inevitable y definitivo, es decir, sin permitir una libre
mirada sobre otras cosas- ¬cuando se dispone previamente lo que se cree y opina
como «lo positivo» y partiendo de ello se decide de manera absoluta y al mismo
tiempo negativa sobre el ámbito de todas las posibles oposiciones. En este modo
de proceder se esconde la negativa a exponer a la reflexión eso que se
presupone «positivo», junto con la posición y la oposición, en la que éste se
cree a salvo. Con esa permanente invocación a la lógica se despierta la
impresión de una total entrega al pensar, cuando precisamente se está abjurando
de él.
Que la oposición al
«humanismo» no implica en absoluto la defensa de lo inhumano, sino que abre
otras perspectivas, debería resultar un poco más evidente.
La «lógica» entiende el
pensar como el representar de lo ente en su ser, un ser que el representar se
atribuye en la generalidad del concepto. Pero qué ocurre con la reflexión sobre
el propio ser, esto es, con el pensar que piensa la verdad del ser? Este pensar
es el primero que toca la esencia inicial del lñgow, que en Platón e incluso
Aristóteles, el fundador de la «lógica», ya está alterada e incluso perdida.
Pensar contra «la lógica» no significa romper una lanza a favor de lo ilógico,
sino simplemente repensar el lñgow y su esencia, manifestada en el alba del
pensar, esto es: esforzarse por una vez en preparar semejante repensar. ¿Para
qué nos valen todos los sistemas de la lógica, por muy amplios de miras que
sean, si ya previamente e incluso sin saber lo que hacen rehuyen la tarea de
preguntar aunque sólo sea por la esencia del lñgow? Si quisiéramos hacer objeciones,
lo que desde luego sería completamente infructuoso, podríamos decir con toda la
razón que es precisamente el irracionalismo, en cuanto negación de la ratio, el
que reina desconocido e indiscutido en la defensa de la «lógica», que cree
poder esquivar una reflexión sobre el lñgow y sobre la esencia de la ratio que
en él se funda.
El pensar contra «los
valores» no pretende que todo lo que se declara como «valor» -esto es, la
«cultura», el «arte», la «ciencia», la «dignidad humana», el «mundo» y «dios»-
sea carente de valor. De lo que se trata es de admitir de una vez que al
designar a algo como «valor» se está privando precisamente a lo así valorado de
su importancia. Esto significa que, mediante la estimación de algo como valor,
lo valorado sólo es admitido como mero objeto de la estima del hombre. Pero
aquello que es algo en su ser no se agota en su carácter de objeto y mucho
menos cuando esa objetividad tiene carácter de valor. Todo valorar es una
subjetivización, incluso cuando valora positivamente. No deja ser a lo ente,
sino que lo hace valer única y exclusivamente como objeto de su propio
quehacer. El peregrino esfuerzo de querer demostrar la objetividad de los
valores no sabe lo que hace. Cuando se declara a «dios» el «valor supremo», lo
que se está haciendo es devaluar la esencia de dios. El pensar en valores es
aquí y en todas partes la mayor blasfemia que se pueda pensar contra el ser. Y,
por eso, pensar contra los valores no significa proclamar a son de trompeta la
falta de valor y la nulidad de lo ente, sino traer el claro de la verdad del
ser ante el pensar, en contra de la subjetivización de lo ente convertido en
mero objeto.
Al indicar que el
«ser-en-el-mundo» es el rasgo fundamental de la humanitas del homo humanus no
se está pretendiendo que el hombre sea únicamente un ser «mundano» entendido en
sentido cristiano, es decir, apartado de dios e incluso desvinculado de la
«trascendencia». Con esta palabra se alude a eso que, para mayor claridad,
debería llamarse lo transcendente. Lo transcendente es lo ente suprasensible.
Éste pasa por ser el ente supremo en el sentido de la causa primera de todo
ente. Se piensa a dios como dicha causa primera. Pero en la expresión
«ser-en-el-mundo» «mundo» no significa de ningún modo lo ente terrenal a diferencia
de lo celestial, ni tampoco lo ente «mundano» a diferencia de lo «espiritual».
En dicha definición, «mundo» no significa en absoluto un ente ni un ámbito de
lo ente, sino la apertura del ser. El hombre es, y es hombre por cuanto es el
que ex-siste. Se encuentra fuera, en la apertura del ser, y, en cuanto tal, es
el propio ser, que, en cuanto arrojo, se ha arrojado ganando para sí la esencia
del hombre en el «cuidado». Arrojado de este modo, el hombre está «en» la
apertura del ser. «Mundo» es el claro del ser, en el que el hombre está
expuesto por causa de su esencia arrojada. El «ser-en-el-mundo» nombra la
esencia de la ex-sistencia con miras a la dimensión del claro desde la que se
presenta y surge el «ex» de la ex-sistencia. Pensado desde la ex-sistencia, el
«mundo» es en cierto modo precisamente el allá dentro de la existencia y para
ella. El hombre no es nunca en primer lugar hombre más acá del mundo en cuanto
«sujeto», ya se entienda éste como «yo» o como «nosotros». Tampoco es nunca
solamente un sujeto que al mismo tiempo se refiera también siempre a objetos,
de tal modo que su esencia resida en la relación sujeto-objeto. Antes bien, en
su esencia el hombre ex-siste ya previamente en la apertura del ser, cuyo
espacio abierto es el claro de ese «entre» en cuyo interior puede llegar a
«ser» una «relación» entre el sujeto y el objeto.
La frase que dice: la esencia
del hombre reside en el ser en el mundo tampoco alberga una decisión sobre si
el hombre es en sentido metafísico-teológico un ser que sólo pertenece al acá o
al más allá.
Por eso, con la determinación
existencial de la esencia del hombre todavía no se ha decidido nada sobre la
«existencia de dios» o su «no-ser», así como tampoco sobre la posibilidad o
imposibilidad de los dioses. Por eso, no sólo resulta prematuro, sino incluso
erróneo en su procedimiento, afirmar que la interpretación de la esencia del
hombre a partir de la relación de dicha esencia con la verdad del ser es
ateísmo. Esta clasificación arbitraria revela además una falta de atención en
la lectura. A nadie parece interesarle que, desde 1929, en el escrito Vom Wesen
des Grundes (p. 28, nota 1) se pueda leer lo siguiente: «Mediante la
interpretación ontológica del Dasein como ser-en-el-mundo todavía no se decide
nada, ni positiva ni negativamente, sobre un posible ser en relación con dios.
Sin embargo, mediante la explicación de la trascendencia se gana por vez
primera un concepto suficiente del Dasein, con respecto al cual sí se puede
preguntar en qué situación ontológica se encuentra la relación del Dasein con
dios». Ahora bien, si esta observación se sigue pensando con la habitual
estrechez de miras, se replicará que esta filosofía no se decide ni a favor ni
en contra de la existencia de dios. Que permanece en la indiferencia y por tanto
la cuestión religiosa le es indiferente. Y que una tal indiferencia no puede
dejar de caer en el nihilismo.
Pero enseña la citada
observación la indiferencia? Entonces por qué razón se han puesto en cursiva
algunas palabras muy concretas de la nota y no las dictadas por el azar? Pues
únicamente con el propósito de indicar que el pensar que piensa a partir de la
pregunta por la verdad del ser pregunta más inicialmente que la metafísica.
Sólo a partir de la verdad del ser se puede pensar la esencia de lo sagrado.
Sólo a partir de la esencia de lo sagrado se puede pensar la esencia de la
divinidad. Sólo a la luz de la esencia de la divinidad puede ser pensado y
dicho qué debe nombrar la palabra «dios». ¿O acaso no tenemos que empezar por
comprender y escuchar cuidadosamente todas estas palabras para poder
experimentar después como hombres, es decir, como seres exsistentes, una
relación de dios con el hombre? ¿Y cómo va a poder preguntar el hombre de la
actual historia mundial de modo serio y riguroso si el dios se acerca o se
sustrae cuando él mismo omite adentrarse con su pensar en la única dimensión en
que se puede preguntar esa pregunta? Pero ésta es la dimensión de lo sagrado,
que permanece cerrada incluso como dimensión si el espacio abierto del ser no está
aclarado y, en su claro, no está próximo al hombre. Tal vez lo característico
de esta era mundial sea precisamente que se ha cerrado a la dimensión de lo
salvo. Tal vez sea éste el único mal.
Pero con esta indicación, el
pensar que remite a la verdad del ser en cuanto lo que hay que pensar no se ha
decidido en absoluto por el teísmo. No puede ser teísta de la misma manera que
no puede ser ateo. Pero no en razón de una actitud indiferente, sino por tomar
en consideración los límites que se le plantean al pensar en cuanto tal pensar,
concretamente los que le plantea eso que se le ofrece como lo que debe ser
pensado, esto es, la verdad del ser. Desde el momento en que el pensar se
restringe a su tarea, en este instante del actual destino del mundo se le señala
al hombre la dirección que conduce hacia la dimensión inicial de su estancia
histórica. En la medida en que dice de este modo la verdad del ser, el pensar
se confía a aquello que es más esencial que todos los valores y todo ente. El
pensar no supera la metafísica por el hecho de alzarse por encima de ella
sobrepasándola y guardándola en algún lugar, sino por el hecho de volver a
descender a la proximidad de lo más próximo. El descenso, sobre todo cuando el
hombre se ha estrellado ascendiendo hacia la subjetividad, es más difícil y
peligroso que el ascenso. El descenso conduce a la pobreza de la ex-sistencia
del homo humanus. En la ex-sistencia se abandona el ámbito del homo animalis de
la metafísica. El predominio de este ámbito es el fundamento indirecto y muy
antiguo en el que toman su raíz la ceguera y la arbitrariedad de eso que se
designa como biologismo, pero también de eso que se conoce bajo el título de
pragmatismo. Pensar la verdad del ser significa también pensar la humanitas del
homo humanus. Lo que hay que hacer es poner la humanitas al servicio de la
verdad del ser, pero sin el humanismo en sentido metafísico.
Pero si la humanitas es tan
esencial para el pensar del ser, ¿no debe completarse la «ontología» con la
«ética»? ¿No es entonces de todo punto esencial el esfuerzo que usted expresa
en la frase: «Ce que je cherche á faire, depuis longtemps déjà, c'est préciser
le rapport de 1'ontologie avec une éthique possible»?
Poco después de aparecer Ser
y tiempo me preguntó un joven amigo: «¿Cuándo escribe usted una ética?». Cuando
se piensa la esencia del hombre de modo tan esencial, esto es, únicamente a
partir de la pregunta por la verdad del ser, pero al mismo tiempo no se eleva
el hombre al centro de lo ente, tiene que despertar necesariamente la demanda
de una indicación de tipo vinculante y de reglas que digan cómo debe vivir
destinalmente el hombre que experimenta a partir de una ex-sistencia que se
dirige al ser. El deseo de una ética se vuelve tanto más apremiante cuanto más
aumenta, hasta la desmesura, el desconcierto del hombre, tanto el manifiesto
como el que permanece oculto. Hay que dedicarle toda la atención al vínculo
ético, ya que el hombre de la técnica, abandonado a la masa, sólo puede
procurarle a sus planes y actos una estabilidad suficientemente segura mediante
una ordenación acorde con la técnica.
¿Quién podría pasar por alto
esta situación de precariedad? ¿No deberíamos preservar y asegurar los vínculos
ya existentes aunque su manera de mantener todavía unido al ser humano sea muy
pobre y sólo válido para el momento presente? Es verdad. Pero ¿esa necesidad
descarga en algún caso al pensar de su responsabilidad de tener presente lo
que, de entrada, queda por pensar y que, en cuanto ser, es antes que todo ente
la garantía y la verdad? Acaso el pensar puede seguir sustrayéndose a pensar el
ser después de que éste, tras haber permanecido oculto en el olvido durante
mucho tiempo, se anuncie también manifiestamente en el actual instante del
mundo a través de la conmoción de todo lo ente?
Antes de tratar de determinar
de modo más preciso la relación entre «la ontología» y «la ética» tenemos que
preguntar qué son dichas «ontología» y «ética». Habrá que meditar si lo que
puede ser nombrado en ambos rótulos sigue siendo adecuado y está cerca de lo
que le ha sido asignado al pensar, el cual, en cuanto pensar, tiene que pensar
la verdad del ser antes que ninguna otra cosa.
Claro que si tanto «la
ontología» y «la ética» como todo el pensar que procede de disciplinas resultan
obsoletos y por lo tanto nuestro pensar tiene que volverse más disciplinado,
¿qué ocurre entonces con la cuestión de la relación entre las dos citadas
disciplinas de la filosofía?
La «ética» aparece por vez
primera junto a la «lógica» y la «física» en la escuela de Platón. Estas
disciplinas surgen en la época que permite y logra que el pensar se convierta
en «filosofía», la filosofía en ¤pist®mh (ciencia) y la propia ciencia en un
asunto de escuela y escolástica. En el paso a través de la filosofía así
entendida nace la ciencia y perece el pensar. Los pensadores anteriores a esta
época no conocen ni una «lógica» ni una «ética» ni la «física». Y sin embargo
su pensar no es ni ilógico ni amoral. En cuanto a la fæsiw, la pensaron con una
profundidad y amplitud como ninguna «física» posterior volvió nunca a alcanzar.
Si se puede permitir una comparación de esta clase, las tragedias de Sófocles
encierran en su decir el °yow de modo más inicial que las lecciones sobre
«ética» de Aristóteles. Una sentencia de Heráclito, que sólo tiene tres
palabras, dice algo tan simple que en ella se revela inmediatamente la esencia
del ethos.
Dicha sentencia de Heráclito
reza así (frag. 119): °yow ŽnyrÅpÄ daÛmvn. Se suele traducir de esta manera:
«Su carácter es para el hombre su demonio». Esta traducción piensa en términos
modernos, pero no griegos. El término °yow significa estancia, lugar donde se
mora. La palabra nombra el ámbito abierto donde mora el hombre. Lo abierto de
su estancia deja aparecer lo que le viene reservado a la esencia del hombre y
en su venida se detiene en su proximidad. La estancia del hombre contiene y
preserva el advenimiento de aquello que le toca al hombre en su esencia. Eso
es, según la frase de Heráclito el daÛmvn, el dios. Así pues, la sentencia
dice: el hombre, en la medida en que es hombre, mora en la proximidad de dios.
Existe un relato contado por Aristóteles (de part. anim. A 5, 645a 17) que
guarda relación con la sentencia de Heráclito. Dice así: „Hr‹kleitow
l¡getaipròw toçw z¡nouw eÞpeÝn toçw boulom¡nouw ¤ntuxeÝn aétÒ, oà ¤peid¯
prosiñntew eädon aétòn yerñmenon pròw tÒ õpnÒ¦sthsan, ¤k¡leue gŒr aétoçw
eÞsi¡nai yarroèntaw eänai gŒr kaÜ ¤ntaèya yeoçw...
Se cuenta un dicho que
supuestamente le dijo Heráclito a unos forasteros que querían ir a verlo.
Cuando ya estaban llegando a su casa, lo vieron calentándose junto a un horno.
Se detuvieron sorprendidos, sobre todo porque él, al verles dudar, les animó a
entrar invitándoles con las siguientes palabras: «También aquí están presentes
los dioses».
El relato es suficientemente
elocuente, pero quiero destacar algunos aspectos.
El grupo de los visitantes
forasteros se encuentra en un primer momento decepcionado y desconcertado
cuando en su intromisión llena de curiosidad por el pensador reciben la primera
impresión de su morada. Creen que deberían encontrar al pensador en una
situación que, frente al modo habitual de vida del resto de la gente, tuviera
la marca de lo extraordinario y lo raro y, por ende, emocionante. Con su visita
al pensador esperan encontrar cosas que, al menos por un cierto tiempo, les
proporcione materia para entretenidas charlas. Los forasteros que van a visitar
al pensador tal vez esperan sorprenderlo precisamente en el instante en que,
sumido en profundas reflexiones, piensa. Los visitantes quieren tener esa
«vivencia», no precisamente para ser tocados por el pensar, sino únicamente
para poder decir que han visto y oído a uno del que, a su vez, se dice que es
un pensador.
En lugar de todo esto, los
curiosos se encuentran a Heráclito junto a un horno de panadero. Se trata de un
lugar de lo más cotidiano e insignificante. Es verdad que ahí se cuece el pan.
Pero Heráclito ni siquiera está ocupado en esa tarea. Sólo está allí para
calentarse. De modo que delata en ese lugar, ya de suyo cotidiano, lo elemental
que es su vida. La contemplación de un pensador friolero presenta poco interés.
Y por eso, ante ese espectáculo decepcionante, los curiosos también pierden
enseguida las ganas de llegarse más cerca. ¿Qué pintan ahí? Una situación tan
cotidiana y sin atractivo como que alguien tenga frío y se acerque a un horno
es algo que ya pueden encontrar todos en sus casas. Así que, ¿para qué
molestarse en ir en busca de un pensador? Los visitantes se disponen a volver a
marchar. Heráclito lee pintada en sus rostros su curiosidad defraudada. Se da
cuenta de que en ese grupo basta la ausencia de la sensación esperada para que,
recién llegados, ya se sientan empujados a dar media vuelta. Por eso les anima
y les invita de manera expresa a que entren a pesar de todo, con las
palabras:eänai gŒr kaÜ ¤ntaèya yeoçw, «también aquí están presentes los
dioses».
Esta frase sitúa la estancia
del pensador y su quehacer bajo una luz diferente. El relato no dice si los
visitantes entienden enseguida esas palabras, o si tan siquiera las entienden,
y entonces ven todo bajo esa otra luz. Pero el hecho de que esa historia se
haya contado y nos haya sido transmitida hasta hoy se explica porque lo que
cuenta procede de la atmósfera de este pensador y la caracteriza. kaÜ ¤ntaèya,
«también aquí», al lado del horno, en ese lugar tan corriente, donde cada cosa
y cada circunstancia, cada quehacer y pensar resultan familiares y habituales,
es decir, son normales y ordinarios, «también aquí», en el círculo de lo
ordinario, eänai yeoçw, ocurre que «los dioses están presentes».
°yow ŽnyrÅpÄ daÛmvn, dice el
propio Heráclito: «La estancia (ordinaria) es para el hombre el espacio abierto
para la presentación del dios (de lo extraordinario)».
Pues bien, si de acuerdo con
el significado fundamental de la palabra °yow el término ética quiere decir que
con él se piensa la estancia del hombre, entonces el pensar que piensa la
verdad del ser como elemento inicial del hombre en cuanto exsistente es ya en
sí mismo la ética originaria. Pero este pensar tampoco es que sea ética por ser
ontología. Porque la ontología piensa siempre y sólo lo ente (ön) en su ser.
Pero mientras no sea pensada la verdad del ser, toda ontología permanece sin su
fundamento. Por eso el pensar que con Ser y tiempo trataba de pensar por
adelantado en la verdad del ser fue designado ontología fundamental. Dicha
ontología trata de remontarse al fundamento esencial del que procede el pensar
de la verdad del ser. Planteando otro modo de preguntar, este pensar ha salido
ya de la «ontología» de la metafísica (también de la de Kant). Pero «la
ontología», ya sea trascendental o precrítica, no está supeditada a la crítica
por el hecho de que piense el ser de lo ente y al hacerlo constriña al ser a
entrar en el concepto, sino porque no piensa la verdad del ser, y de este modo
pasa por alto que existe un pensar que es más riguroso que el conceptual.
Atrapado en la difícil situación de ser el primero en abrirse paso hacia la
verdad del ser, el pensar que así se anticipa le aporta al lenguaje bien poco
de esa dimensión completamente nueva. Además, el propio lenguaje se falsifica a
sí mismo desde el momento en que todavía no consigue asir firmemente la ayuda
esencial del modo de ver fenomenológico y al mismo tiempo también renuncia a la
inadecuada pretensión de «ciencia» e «investigación». Pero para hacer que se
conozca y al mismo tiempo se entienda este intento del pensar dentro de la
filosofía de hoy, por el momento sólo era posible hablar desde el horizonte de
lo que hay actualmente y desde el uso de los términos o nombres que son más
corrientes en ese marco.
Entretanto he aprendido a
darme cuenta de que precisamente esos términos tenían que conducir irremediable
y directamente al error. En efecto, dichos nombres y el lenguaje conceptual que
les corresponde no vuelven a ser pensados nunca por el lector a partir del
asunto que hay que pensar primero, sino que es este asunto el que acaba siendo
representado a partir de esos términos que han quedado atrapados en su
significado habitual. El pensar que pregunta por la verdad del ser y al hacerlo
determina la estancia esencial del hombre a partir del ser y con la mira en el
ser no es ni ética ni ontología. Por eso, y en este ámbito, la pregunta por la
mutua relación entre ambas no tiene ya fundamento alguno. Y, sin embargo,
pensada de modo originario, su pregunta sigue conservando un sentido y un peso
esencial.
En efecto, hay que preguntar
lo siguiente: si al pensar la verdad del ser, el pensar determina la esencia de
la humanitas como ex-sistencia a partir de su pertenencia al ser, acaso queda
reducido entonces dicho pensar a una mera representación teórica del ser y del
hombre? ¿O de esta conclusión se pueden deducir directrices válidas para la
vida activa?
La respuesta es que este
pensar no es ni teórico ni práctico. Acontece antes de esta distinción. En la
medida en que es, este pensar consiste en rememorar al ser y nada más.
Perteneciente al ser, ya que ha sido arrojado por el ser a la guarda de su
verdad y reclamado para ella, dicho pensar piensa el ser. Semejante pensar no
tiene resultado alguno. No tiene efecto alguno. Simplemente siendo, ya le basta
a su esencia. Pero es, en la medida en que dice su asunto. Al asunto del pensar
sólo le pertenece, en cada momento histórico, un único decir conforme a su
asunto. En lo tocante al asunto, el carácter vinculante de este decir es
esencialmente mayor que la validez de las ciencias, porque es más libre. Porque
le deja ser al ser.
El pensar trabaja en la
construcción de la casa del ser que, como conjunción del ser, conjuga
destinalmente la esencia del hombre en su morar en la verdad del ser. Este
morar es la esencia del ser-en-el-mundo (vid. Ser y tiempo, p. 54). La
referencia que allí se hace al «ser en» en cuanto «morar» está lejos de ser un
juego etimológico. La referencia en la conferencia de 1936 al verso de
Hölderlin «Lleno de mérito, mas poéticamente mora / el hombre sobre la tierra»
no es ningún adorno de un pensar que se salva de la ciencia refugiándose en la
poesía. Todo este hablar sobre la casa del ser no es ninguna transposición de
la imagen de la «casa» al ser. Lo que ocurre es que, partiendo de la esencia
del ser, pensada del modo adecuado y conforme a su asunto, un día podremos
pensar mejor qué sea «casa» y qué «morar».
De todos modos, el pensar
nunca crea la casa del ser. El pensar conduce a la exsistencia histórica, es
decir, a la humanitas del homo humanus, al ámbito donde brota lo salvo.
Con lo salvo aparece el mal
en el claro del ser. Su esencia no consiste en lo malvado de los actos humanos,
sino en la pura maldad de la ferocidad. Pero ambos, lo salvo y lo feroz, sólo
pueden estar presentes en el ser en la medida en que el propio ser es la causa
de litigio. En él se esconde el origen esencial del desistir. Lo que desiste se
aclara como aquello que tiene carácter de nada. Y eso puede expresarse mediante
el «no». Pero la «nada» no surge en ningún caso del decir-no de la negación.
Todo «no» que no se interprete erróneamente como un insistir obstinado de la
fuerza impositiva de la subjetividad, sino que siga siendo un «no» de la
ex-sistencia que deja ser, está respondiendo a la llamada del desistir surgido
en el claro. Todo «no» es únicamente la afirmación del no de la nada. Toda
afirmación reposa sobre un reconocimiento, el cual deja que venga a él aquello
hacia lo que él va. Se suele creer que es imposible encontrar el desistir en lo
ente mismo. Y es verdad mientras busquemos el desistir como algo ente, como una
cualidad que es y que está en lo ente. Pero buscando de este modo, no se busca
el desistir. Tampoco el ser es una cualidad que es y que se pueda encontrar en
lo ente. Y, sin embargo, el ser es más que todo ente. Desde el momento en que
el desistir se presenta en el ser mismo, ya no podremos percibirlo nunca como
algo que es en lo ente. Además, la referencia a esta imposibilidad no demuestra
en modo alguno que el origen del no de la nada esté en el decir no. Parece como
si esta demostración sólo funcionara cuando se considera a lo ente como lo que
es objetivo respecto a la subjetividad. Así pues, y puesto que nunca aparece
como algo objetivo, de esta alternativa se deduce que el no de la nada tiene
que ser innegablemente el producto de un acto del sujeto. Ahora bien, lo que
nunca podrá decidirse a partir de la reflexión subjetiva sobre el pensar ya
dispuesto como subjetividad es si el decir-no es el primero que plantea el no
de la nada a modo de algo meramente pensado o si es el desistir el primero que
reclama el no como lo que hay que decir en el dejar ser a lo ente. En esta
reflexión aún no se ha alcanzado la dimensión apropiada para un adecuado
planteamiento del asunto. Queda por preguntar si, suponiendo que el pensar
forme parte de la ex-sistencia, todo «sí» y todo «no» no exsisten ya acaso en
la verdad del ser. Si es así, entonces el «sí» y el «no» ya están en sí mismos
al servicio del ser y prestándole toda su atención. En cuanto tales servidores
que atienden fielmente al ser, nunca pueden ser los primeros en disponer
aquello de lo que ellos mismos forman parte.
El desistir está presente en
el ser mismo, pero en ningún caso en el Dasein del hombre cuando éste es
pensado como subjetividad del ego cogito. El Dasein no desiste en la medida en
que el hombre, como sujeto, lleva a cabo el desistimiento en el sentido del
rechazo, sino que el ser-aquí desiste en la medida en que por ser la esencia en
la que el hombre ex-siste, él mismo pertenece a la esencia del ser. El ser
desiste... en cuanto ser. Por eso, en el idealismo absoluto de Hegel y
Schelling aparece el no de la nada en cuanto negatividad de la negación en la
esencia del ser. Ahora bien, éste está pensado allí en el sentido de la realidad
absoluta, comprendida como voluntad incondicionada que se quiere a sí misma en
calidad de voluntad de saber y de amor. En esta voluntad se esconde también el
ser como voluntad de poder. Lo que no podemos entrar a debatir aquí es por qué
sin embargo la negatividad de la subjetividad absoluta es de tipo «dialéctico»
y por qué por medio de la dialéctica emerge en primer plano el desistir, pero
al mismo tiempo permanece velado en su esencia.
Lo que desiste en el ser es
la esencia de aquello que yo llamo la nada. Es precisamente por eso, porque
piensa el ser, por lo que el pensar piensa la nada.
Sólo el ser le concede a lo
salvo alcanzar la gracia y a la ferocidad el impulso hacia el mal.
Sólo en cuanto el hombre
pertenece al ser ex-sistiendo en la verdad del ser, puede llegar del ser mismo
la prescripción de esas normas que tienen que convertirse en ley y regla para
el hombre. Prescribir se dice en griego n¡min. El nñmow no es sólo ley, sino de
modo más originario la prescripción escondida en el destino del ser. Sólo ella
consigue destinar y conjugar al hombre en el ser. Sólo semejante conjunción es
capaz de sustentar y vincular. De otro modo, ninguna ley pasa de ser un mero
constructo de la razón humana. Más esencial que todo establecimiento de reglas
es que el hombre encuentre su estancia en la verdad del ser. Esa estancia es la
única que procura la experiencia de lo estable. Y el apoyo para toda conducta
lo regala la verdad del ser. En nuestro idioma «apoyo» significa «protección».
El ser es la protección que resguarda de tal manera a los hombres en su esencia
ex-sistente en lo relativo a su verdad que la ex-sistencia los alberga y les da
casa en el lenguaje. Por eso, el lenguaje es a un tiempo la casa del ser y la
morada de la esencia del hombre. Sólo porque el lenguaje es la morada de la
esencia del hombre pueden los hombres o cualquier humanidad histórica no estar
en casa en su lenguaje, de tal modo que el lenguaje se convierte para ellos en
la recámara de sus manipulaciones.
¿Pero en qué relación se
halla ahora el pensar del ser con el comportamiento teórico y práctico? Dicho
pensar supera con mucho todo observar, porque se ocupa de esa única luz en la
que el ver de la teoría puede demorarse y moverse. El pensar atiende al claro
del ser por cuanto introduce su decir del ser en el lenguaje a modo de morada
de la exsistencia. Y, así, el pensar es hacer. Pero un hacer que supera toda
praxis. El pensar no sobrepasa al actuar y producir debido a la magnitud de sus
logros o a las consecuencias de su efectividad, sino por la pequeñez de su
consumar carente de éxito.
En efecto, en su decir, el
pensar sólo lleva al lenguaje la palabra inexpresada del ser.
El giro «llevar al lenguaje»
que hemos usado aquí hay que tomarlo en este caso en sentido literal.
Abriéndose en el claro, el ser llega al lenguaje. Está siempre en camino hacia
él. Y eso que adviene es lo que el pensar ex-sistente lleva al lenguaje en su
decir. De este modo, el lenguaje es alzado a su vez al claro del ser. Y sólo
así el lenguaje es de ese modo misterioso y reina sin embargo siempre en
nosotros. Por cuanto el lenguaje que ha sido llevado de este modo a la plenitud
de su esencia es histórico, el ser queda preservado en la memoria. Pensando, la
ex-sistencia habita la casa del ser. Pero en todo esto parece como si no
hubiera ocurrido nada por medio del decir que piensa.
Sin embargo hace poco que se
nos ha mostrado un ejemplo de este hacer insignificante del pensar. En efecto,
si pensamos propiamente la expresión destinada al lenguaje: «llevar al
lenguaje», y sólo pensamos eso y nada más, y si conseguimos mantener eso
pensado dentro de la atención del decir como aquello que en el futuro siempre
habrá que pensar, habremos llevado al lenguaje algo esencial del ser mismo.
Lo extraño en este pensar del
ser es su simplicidad. Y esto es precisamente lo que nos mantiene apartados de
él. Porque, efectivamente, buscamos ese pensar conocido en la historia
universal con el nombre de «filosofía» bajo la figura de lo inusual y de lo que
sólo es accesible a los iniciados. Al mismo tiempo, nos representamos el pensar
a la manera del conocimiento científico y sus empresas investigadoras. Medimos
el hacer por el rasero de los impresionantes logros de la praxis, colmados de
éxito. Pero el quehacer del pensar no es ni teórico ni práctico, ni tampoco la
reunión de ambos modos de proceder.
La simplicidad de su esencia
hace que no logremos conocer el pensar del ser. Pero si nos familiarizamos con
lo inusual de lo simple, nos vemos enseguida en otro aprieto. Surge la sospecha
de que este pensar del ser caiga en la arbitrariedad, pues, en efecto, no puede
atenerse a lo ente. ¿De dónde saca el pensar su medida? Cuál es la ley de su
hacer?
Aquí hay que atender a la
tercera pregunta de su carta: comment sauver l' élément d'aventure que comporte
toute recherche sans faire de la philosophie une simple aventurière?
Nombraremos por ahora, de pasada, a la poesía. Se encuentra enfrentada a la
misma pregunta y de la misma manera que el pensar. Pero sigue siendo vigente la
formulación apenas meditada de la Poética de Aristóteles según la cual la
poesía es más verdadera que la indagación de lo ente.
Lo que pasa es que, por ser
un buscar y un indagar en lo no pensado, el pensar no es sólo une aventure.
Como pensar del ser, el pensar es reclamado por el ser en su esencia. El pensar
se refiere al ser en cuanto eso que adviene (l’avenant). En cuanto tal pensar,
el pensar está vinculado al advenimiento del ser, y en cuanto advenimiento está
vinculado al ser. El ser ya se ha destinado al pensar. El ser es en cuanto
destino del pensar. Pero el destino es en sí mismo histórico. Su historia ya ha
llegado al lenguaje en el decir de los pensadores.
El único asunto del pensar es
llevar al lenguaje este advenimiento del ser, que permanece y en su permanecer
espera al hombre. Por eso, los pensadores esenciales dicen siempre las mismas
cosas, lo cual no significa que digan cosas iguales. Naturalmente, sólo se las
dicen al que se compromete a seguirles con el pensar y a repensarlos. Desde el
momento en que, rememorando históricamente, el pensar toma en cuenta el destino
del ser, ya se vincula a lo conveniente y conforme al destino. Huir a
refugiarse en lo igual está exento de peligro. El peligro está en atreverse a
entrar en la discordia para decir lo mismo. Amenazan la ambigüedad y la mera
discordancia.
La primera ley del pensar es
la conveniencia del decir del ser en cuanto destino de la verdad, y no las
leyes de la lógica, que sólo se pueden convertir en reglas a partir de la ley
del ser. Pero atender a lo que le conviene al decir que piensa no sólo supone
que tengamos que meditar cada vez qué hay que decir del ser y cómo hay que
decirlo. Igual de esencial será meditar si debe ser dicho lo por pensar, en qué
medida debe ser dicho, en qué instante de la historia del ser, en qué diálogo
con ella y desde qué exigencias. Estas tres cosas, ya mencionadas en una carta
anterior, se determinan en su mutua pertenencia a partir de la ley de la
conveniencia del pensar de la historia del ser: lo riguroso de la reflexión, el
cuidado del decir, la parquedad de palabras.
Ya es hora de
desacostumbrarse a sobreestimar la filosofía y por ende pedirle más de lo que
puede dar. En la actual precariedad del mundo es necesaria menos filosofía,
pero una atención mucho mayor al pensar, menos literatura, pero mucho mayor
cuidado de la letra.
El pensar futuro ya no es
filosofía, porque piensa de modo más originario que la metafísica, cuyo nombre
dice la misma cosa. Pero el pensar futuro tampoco puede olvidar ya, como exigía
Hegel, el nombre de «amor a la sabiduría» para convertirse en la sabiduría
misma bajo la figura del saber absoluto. El pensar se encuentra en vías de
descenso hacia la pobreza de su esencia provisional. El pensar recoge el
lenguaje en un decir simple. Así, el lenguaje es el lenguaje del ser, como las
nubes son las nubes del cielo. Con su decir, el pensar traza en el lenguaje
surcos apenas visibles. Son aún más tenues que los surcos que el campesino, con
paso lento, abre en el campo.
Martin
Heidegger
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