12/08/2014

El exilio de Helena
Albert Camus

El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar, que no es el mismo que el de las brumas. Ciertos atardeceres-- en el mar, al pie de las montañas--, cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía y, desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada. En esos lugares se puede comprender que si los griegos han tocado al desesperación ha sido siempre a través de la belleza y de lo que ésta tiene de opresivo. En esa dorada desdicha culmina la tragedia. Nuestra época, por el contrario, ha alimentado su desesperación en la fealdad y en las convulsiones. Y por esa razón, Europa sería innoble, si el dolor pudiera serlo alguna vez.
Nosotros hemos exiliado la belleza; los griegos tomaron las armas por ella. Primera diferencia, pero que viene de lejos. El pensamiento griego se ha resguardado siempre en la idea de límite. No ha llevado nada hasta el final --ni lo sagrado ni la razón--, porque no ha negado nada: ni lo sagrado, ni la razón. Lo ha repartido todo, equilibrando la sombra con la luz. Por el contrario, nuestra Europa, lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura. Niega la belleza, del mismo modo que niega todo lo que no exalta. Y, aunque de diferentes maneras, no exalta más que una sola cosa: el futuro imperio de la razón. En su locura, hace retroceder los límites eternos y, enseguida, oscuras Erinias se abaten sobre ella y la desgarran. Diosa de la mesura, no de la venganza, Némesis vigila. Todos cuantos traspasan el límite reciben su despiadado castigo.
Los griegos, que se interrogaron durante siglos acerca de lo justo, no podrían entender nada de nuestra idea de la justicia. Para ellos, la equidad suponía un límite, mientras que nuestro continente se convulsiona en busca de una justicia que pretende total. Ya en la aurora del pensamiento griego, Heráclito imaginaba que la justicia pone límites al propio universo físico. "El sol no rebasará sus límites, y si lo hace, las Erinias, defensoras de la justicia, darán con él." Nosotros, que hemos desorbitado el universo y el espíritu, nos reímos de esa amenaza. Encendemos en un cielo ebrio los soles que queremos. Pero eso no impide que los límites existan y que nosotros lo sepamos. En nuestros más locos extravíos, soñamos con un equilibrio que hemos dejado atrás y que ingenuamente creemos que volveremos a encontrar al final de nuestros errores. Presunción infantil y que justifica que pueblos niños, herederos de nuestras locuras, conduzcan hoy en día nuestra historia.
Un fragmento, también atribuido a Heráclito, enuncia simplemente:"Presunción, regresión del progreso". Y muchos siglos después, del efesio, Sócrates, ante la amenaza de una condena a muerte, no reconocía más superioridad que ésta: lo que ignoraba, no creía saberlo. La vida y el pensamiento más ejemplares de estos siglos concluyen con una orgullosa confesión de ignorancia. Olvidando eso, hemos olvidado nuestra nobleza. Hemos preferido el poderío que remeda la grandeza: primero, Alejandro, y después los conquistadores romanos que nuestros autores de manuales, por una incomparable bajeza de alma, nos enseñan a admirar. También nosotros hemos conquistado, hemos desplazado los límites, dominado el cielo y la tierra. Nuestra razón ha hecho el vacío. Y, al fin solos, concluimos nuestro imperio en un desierto. Cómo poder imaginarnos, pues, ese equilibrio superior en el que la naturaleza mantenía la historia, la belleza, el bien, y que llevaba la música de los números hasta la tragedia de la sangre? Nosotros volvemos la espalda a la naturaleza, nos avergonzamos de la belleza. Nuestras miserables tragedias arrastran olor de oficina y la sangre que derraman tiene color de tinta de imprenta.
Por eso es indecoroso proclamar hoy que somos hijos de Grecia. A menos que seamos hijos renegados. Colocando la historia en el trono de Dios, avanzamos hacia la teocracia tal como hacían aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y combatieron a muerte en las aguas de Salamina. Si se quiere captar bien la diferencia, hay que volverse hacia el filósofo de nuestro ámbito que es verdadero rival de Platón. "Solo la ciudad moderna --se atreve a escribir Hegel-- ofrece al espíritu el terreno en el que puede adquirir conciencia de sí mismo". Vivimos, así pues, en el tiempo de las grandes ciudades. Deliberadamente, el mundo ha sido amputado de aquello que constituye su permanencia: la naturaleza, el mar, la colina, la meditación de los atardeceres. Solo hay conciencia en las calles, porque solo en las calles hay historia, ese es el decreto. Y como consecuencia, nuestras obras más significativas dan fe de esa misma elección. Desde Dostoievski, buscar paisajes en la gran literatura europea es inútil. La historia no explica ni el universo natural que había antes de ella ni la belleza que está por encima de ella. Ha decidido ignorarlos. Mientras que Platón lo contenía todo --el sinsentido, la razón y el mito--, nuestros filósofos no contienen más que el sinsentido o la razón, porque han cerrado los ojos al resto. El topo medita.
Fue el cristianismo el que empezó a sustituir la contemplación del mundo por la tragedia del alma. Pero al menos se refería a una naturaleza espiritual y, a través de ella, conservaba cierta seguridad. Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder. Desde hace mucho tiempo, todos los esfuerzos de nuestros filósofos no han ido dirigidos más que reemplazar la noción de naturaleza humana por la de situación, y la antigua armonía por el impulso desordenado del azar o el movimiento implacable de la razón. Mientras que los griegos marcaban a la voluntad los límites de la razón, nosotros hemos puesto, como broche, el impulso de la voluntad en el centro de la razón, que se ha vuelto asesina. Para los griegos, los valores eran preexistentes a toda acción, y marcaban, precisamente, sus límites. La filosofía moderna sitúa sus valores al final de la acción. No están, sino que se hacen, y no los conoceremos del todo más que cuando la historia concluya. Con ellos, desaparecen también los límites, y, como las concepciones acerca de lo que habrán de ser aquéllos difieren, y como no hay lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se prolongue indefinidamente, hoy los mesianismos se enfrentan y sus clamores se funden con el choque de los imperios. Según Heráclito, la desmesura es un incendio. El incendio se extiende, Nietzsche ha sido superado. Europa no filosofa a martillazos, sino a cañonazos.
Sin embargo, la naturaleza está siempre ahí. Opone sus cielos tranquilos y sus razones a la locura de los hombres. Hasta que también el átomo se encienda y la historia concluya con el triunfo de la razón y la agonía de la especie. Pero los griegos nunca dijeron que el límite no pudiera franquearse. Dijeron que existía y que quien osaba franquearlo era castigado sin piedad. Nada en la historia de hoy puede contradecirlos.
Tanto el espíritu histórico como el artista quieren rehacer el mundo. Pero el artista, obligado por su naturaleza, conoce sus límites, cosa que el espíritu histórico desconoce. Por eso el fin de este último es la tiranía, mientras que la pasión del primero es la libertad. Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último término por la belleza. No se trata, claro está, de defender la belleza por sí misma. La belleza no puede prescindir del hombre y no daremos a nuestro tiempo su grandeza y su serenidad más que siguiéndolo en su desdicha. Nunca más volveremos a ser solitarios. Pero igualmente cierto es que el hombre tampoco puede prescindir de la belleza, y eso es lo que nuestra época aparenta querer ignorar. Se tensa para alcanzar el absoluto y el imperio, quiere transfigurar el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de haberlo comprendido. Diga lo que diga, deserta de este mundo. Ulises puede elegir con Calipso entre la inmortalidad y la tierra de la patria. Elige la tierra y, con ella, la muerte. Una grandeza tan sencilla nos resulta hoy ajena. Otros dirán que carecemos de humildad. Pero esa palabra, en cualquier caso, es ambigua. Semejantes a esos bufones de Dostoievski que se jactan de todo, suben a las estrellas y acaban por exhibir su miseria en el primer lugar público, a nosotros lo único que nos falta es ese orgullo del hombre que es observancia de sus límites, amor clarividente de su condición.
"Odio mi época", escribía antes de su muerte Saint-Exupéry, por razones que no están demasiado alejadas de las que he expuesto. Pero, por perturbador que sea ese grito viniendo precisamente de alguien como él --que amó a los hombres por lo que tienen de admirable--, no vamos a apropiárnoslo. Y, sin embargo, qué tentador puede resultarnos, en ciertos momentos, darle la espalda a este mundo sombrío y descarnado! Pero esta época es la nuestra, y no podemos vivir odiándonos. Ha caído así de bajo tanto por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de sus defectos. Lucharemos por aquella de sus virtudes que viene de antiguo. Qué virtud? Los caballos de Patroclo lloran a su dueño muerto en la batalla. Todo se ha perdido. Pero se reanuda el combate, ahora con Aquiles, y la victoria llega al final, porque la amistad acaba de ser asesinada: la amistad es una virtud.
La ignorancia reconocida, el rechazo del fanatismo, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza en fin, tal es el terreno en el que volveremos a reunirnos con los griegos. En cierta manera, el sentido de la historia de mañana no es aquel que se cree. Está en la lucha entre la creación y la inquisición. Pese al precio que hayan de pagar los artistas por sus manos vacías, se puede esperar su victoria. Una vez más, la filosofía de las tinieblas se disparará por encima del mar destellante. Oh pensamiento del Mediterráneo! La guerra de Troya se libra lejos de los campos de batalla! También esta vez los terribles muros de la ciudad moderna caerán para entregar, "alma serena como la calma de los mares", la belleza de Helena.
1948
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Tomado de Albert Camus, El verano, Alianza Cien, Madrid, 1996.


12/02/2014

La responsabilidad europea,
 Merab Mamardashvili.

Dedicado a mis estudiantes en Cuba, y a mi maestro

El amor no tiene edad, se halla siempre en un tiempo que nace.
Pascal

La cultura como tal es el poder de practicar la complejidad y la diversidad. Subrayo bien la palabra practicar, pues la cultura no es el saber. Se es culto cuando se es capaz de practicar la complejidad y la diversidad sin necesariamente poder aplicar una idea o  un concepto abstracto a la realidad.

El primer elemento es el mundo grecorromano, es decir, la idea social o civil, o si se quiere la creencia de que una forma concreta, social, de que una comunidad concreta puede realizar en la vida sobre la tierra, un ideal infinito. Es decir, de que una forma finita pueda ser portadora de lo infinito.

El segundo elemento es el Evangelio. Es la idea de que hay algo en el hombre que se llama la voz o la palabra interior, y que el hombre le basta escuchar bien esta voz, esta palabra, y seguirla, para que Dios le ayude en su camino. Hay que andar sin apoyo externo, siguiendo la palabra interior sin aferrarse a garantías, y con ello aparece el elemento perturbador, el elemento inquietante, el elemento que hace la historia. Para mí Europa es la forma en la que se ve bien que el órgano de la vida, el órgano propio al hombre, es la historia. Para mí el Renacimiento es la historia como órgano de vida.

Para los europeos hay demasiadas cosas evidentes que son casi naturales: no nos damos cuenta incluso de los fundamentos de nuestra existencia, ni tenemos la conciencia aguda de que el hombre es un esfuerzo suspendido en el tiempo, que devenir hombre es un esfuerzo constante. El hombre no es un estado natural, no es un estado innato, sino que es un estado que se crea continuamente.

Existe también la fatiga o el olvido de los orígenes propios: podemos no sostener ese  esfuerzo, y tal es el peligro europeo: la fatiga, la labor histórica, la incapacidad de sostener el esfuerzo que la fundamenta, de hacerlo renacer a cada instante, de estar suspendido en el aire, sin garantía y sin jerarquía.

Cuando hablaba del elemento evangélico, quería referirme a la distinción propia de la cultura europea, es decir, la distinción propia de la cultura europea, es decir, la distinción pura entre el principio interior, lo que se llama el poder del lenguaje, y la ley, la ley exterior. En este sentido, para mí, la cultura europea es antimoralizante y antilegalista. Porque el poder del lenguaje, que parte del principio interior, es lo más importante, es lo que guía el esfuerzo y la lucha humana.

Para mí la cultura europea es quizás la primera y última respuesta válida a la pregunta: ¿Es posible el cambio en el mundo? ¿Es posible que el hombre, condicionado por cadenas de causas y efectos, por cadenas deterministas, sea capaz de elevarse mide realizar en formas concretas un infinito perfecto?

El hombre sigue siendo una criatura en formación, y toda la historia puede definirse como la historia de ese esfuerzo por devenir hombre. El hombre no existe, deviene.

Es la barbarie moderna, la barbarie contemporánea, la que constituye un peligro. Bárbaro es un hombre  sin lengua (…) por lengua los griegos entendían un espacio articulado de todo cuanto se siente, se quiere y se piensa.

¿Cómo podemos tomar conciencia de que le hombre solo ante el mundo está desnudo, de que sólo es hombre cuando existe ese espacio lleno de articulaciones lingüísticas del ágora viviente, que mediatiza el esfuerzo casi impotente del individuo ante la complejidad del hombre, y que le permite formular sus propios pensamientos, es decir le permite penar lo que piensa?

La pasión fundamental del hombre es la de realizarse, la de hacer nacer lo que está en estado naciente (…) A menudo la historia es un cementerio de  nacimientos abortados, de veleidades de libertades, de veleidades de pensamiento, de veleidades de pensamiento, de veleidades de honor, de veleidades de dignidad que han quedado en el limbo de las almas que no han nacido. Esta experiencia de no- nacimiento de algo que soy yo mismo, la he sentido profundamente y, gracias a eso, repito, he comprendido que la pasión del hombre es realizarse. Pero sólo nos realizamos en el espacio del lenguaje, en el espacio articulado, y esa es nuestra tarea.


La más grande parte del hombre está fuera de él mismo, en ese espacio del lenguaje. El hombre es un esfuerzo muy largo. Hay que tener el coraje y la paciencia de ese esfuerzo, hay que suspender las tareas europeas en la ola y en la fuerza de ese esfuerzo y esperarnos también a nosotros en ese mismo esfuerzo. Lo repito: el hombre es un esfuerzo muy largo

Fragmentos tomados de la Revista Credo # 1, Cátedra de Estudios Cubanos del ISA, Cuba, 1994.

5/11/2014

ORTHODOXY AND ECUMENISM
BY NIKOLAI A. BERDYAEV, 1927

The Church knows that it is by nature both orthodox and ecumenical. It confesses to be guardian of the right orthodox belief and to encompass all peoples and countries, the whole universe, the ecumene. The ideal consciousness of the Church cannot tolerate any impairment or deformation of the faith nor any particularistic limitation by space or time. The Eastern, the Orthodox Church esteems more its right-belief, the Catholic Church of the West estimates more its universality. This is to be seen in the very terms. But, of course, the Orthodox Church considers itself also as ecumenical, and the Catholic as the right-believing, too. Yet in spite of this there is not always a correlation between the ideal consciousness of the Church and its empirical existence. Orthodoxy and ecumenism can become impaired in their historical actualisation and appearance, they can see as fullness that, which is only a part, and even the pureness of the faith can become obscured. In the historical development an empirical fact may be given an absolute meaning which is not proper to it. First of all we have to point out the different meanings of "ecumenism" in Catholic and Orthodox consciousness. Catholicism understands ecumenism horizontally, external-spatially. The ecumenical Church is for the Catholic consciousness a homogeneous world organization, described in juristic concepts, international and encompassing the whole earth. Orthodoxy understands ecumenism is vertically, a going into the depths. Ecumenism herein is an attribute which may thus belong to every eparchy [= the Western word for diocese], to every parish. Ecumenism is not a spatial category and does not need a juristic world organization to express itself. That means: Orthodoxy understands ecumenism more in a spiritual sense. But we Orthodox must admit that the spirit of ecumenism has not been visible enough in the Orthodox Church and has not been actualized enough, the ecumenism has been so to say there only potentially. Ecumenical Christiandom assumes in history an individualised aspect, and that is in general a blessing. Yet neither individual persons nor individual peoples nor times can contain the fullness of the ecumenical Truth. Each earthly existence in fleshly form contains particularism. The existence of an Eastern and a Western Christian type, the existence of different rites is a beneficial individualisation which realizes pluriformity and fullness. Even without the disastrous separation of Churches there would exist still the individualised forms of an Eastern and Western Christianity, different agendas, different spiritual styles. The ecumenical Church would contain the whole pluriformity of individualised types. And in spite of this, there would still exist a Latinism which might appear strange to the Eastern, Greek Christianity. Man is a limited being, not able to comprehend much, and caught up in his own. The individualisation may transform itself into the pluriformity of ecumenism, but may also see itself as the pluriformity, i.e. may pass the particularism off for ecumenism. The individualistic spiritual styles may yield different meanings, according to the point of view. In the Western Christian world, Catholicism and Protestantism are opposite types. But from the point of view of Eastern Orthodoxy they appear to belong to the same Western spiritual style. Both have at their center the idea of the justification, but not of transfiguration; to both the cosmic conception of Christianity is strange; both have forgotten the Eastern teachers of the Church; and the traditions of Platonism are far remote for them. Equally foreign for official Catholicism and for official Protestantism are Origin, St Gregory of Nyssa, St Maxim the Confessor. Blessed Augustine however stands equally high for both Catholicism and Protestantism. Dogmatically, Orthodoxy and Catholicism are nearer, than Orthodoxy and Protestantism, or Protestantism and Catholicism, but their relations are different from the point of view of spiritual styles. Luther worked and thundered against Catholicism, but he remained part of the Western-Catholic spiritual type, determined by the spirit of blessed Augustine, he sought more for justification than for transfiguration, and his conception of Christianity was more anthropological than cosmic. Dogmatically and ecclesiastically, the Catholics are nearer to the Orthodox than to the Protestants, but the Orthodox can work easier with Protestants than with Catholics. The reason for this is first of all that Protestants confess the freedom of conscience. That is the great and characteristic privilege of the Protestantism. Orthodoxy too has as principle the freedom of conscience, freedom of spirit, and this freedom belongs organically to our conception of Universality [Sobornost']. Protestantism however understands the freedom of conscience too individually. Orthodoxy sees itself organically linked with Universality, with the principle of Love. Catholicism officially condemns(2) freedom of conscience under the name of "liberalism", in spite of the fact that just this freedom produced in the Catholic world all that, which was the best in it. The individual forms of Christianity opened themselves these or those aspects of Truth in different form.
But the individualisation of Christianity may produce the forms of a harsh ecclesiastical nationalism and the fusion of Church, state and nationality, a fusion which becomes an enslavement of the Church. An identification of the religious and national element is a sort of Judaism within Christianity. It cannot be denied that there has been an inclination of this kind in the Russian Church. The consciousness of ecumenism of the Ortho-doxy was adversely affected and weakened. After the fall of Byzantium, the Russian people felt itself the only representative of the right-belief . On this basis developed the idea of Moscow as the Third Rome. They began to call the Orthodox faith the "Russian", to identify the ecumenical Church with the Russian. The Church became nationalized through and through, and they began to ascribe an almost dogmatic significance to national peculiarities. They contrasted Russian faith and Russian Rites against not only  Latinism, but also against the Greek faith. They saw patriarch Nikon not as the representative of the Russian, but of the Greek faith. The true Orthodoxy however was the Russian, not the Greek faith. The extreme Russian traditionalism broke de facto with the older Greek Church. On this basis developed the schisms of the Old-Ritualists and the Old-Believers. The Old Ritualists defended the Russian faith against innovations, in spite of the fact, that these innovations were a return to older traditions. The errors in the liturgical books were seen as genuine tradition, associated with the essence of the Russian Orthodox faith. The consciousness of ecumenism was in a certain part of the Russian people weakened or identified with Russian messianism. The orientation of Russia to the West and Europeanizing began with Peter the Great, but the Church became even more national-particularistic than in the former Russian or with the Old-Ritualists. With Peter the Great came also Protestant influences. The Church was subordinated to the state, and the principle "cuius regio, eius religio" which was in this time triumphing in the West, began to penetrate. This was a process of secularisation.
The ecumenical consciousness was very weak in the period of Peter the Great. Orthodoxy was ecumenical in its depths, but the consciousness of this ecumenicism was weakened. The religious concept reawakened with us only in the 19th century, and Russian religious thinkers gave an extraordinary keenness of expression to the consciousness of the ecumenicism of Christianity. The Russian Orthodox idea had in the time of its maturity an ecumenical character, and Dostoevsky saw already in the ecumenicism, in the "All-humanity" a characteristic Russian trait. Chomiakov and the Slavianophiles recognized the ecumenical character of the right-belief, but they treated Catholicism unjustly and one-sidedly. Vladimir Soloviev has ecumenism as a central idea. He was its martyr and prophet. The weak point was his inclination to an external Unia. But his effort for the unity of the Christian world, for ecumenism, for fullness, was just and yet premature in comparison with his time. The defective relationship between Church and state in Russia before the revolution, the external oppression of the Church by the state, was disturbing to the consciousness of the ecumenicism of the Right-belief. The state did not want it and was afraid of it, and it upheld the particularism of the ecclesiastical consciousness. The break of the old relations between Church and state must prove to be advantageous for the ecumenical ecclesiastical consciousness, and lead at last to fulfillment of the great religious hopes of the Russian world of thought in the 19th century within the life of the Church.
The ecumenicism, the universal unity possesses for the Catholic Church the pathos for Right-belief. It is an actualizing of the ecumenicism, and demonstrates it in a fleshly form wherein we can perceive it. It possesses a visible and universal center and a visible, uniform and universal outlook which contains all peoples and countries. But in spite of this it is clear for us that the ecumenicism of the Catholic Church is not genuinely complete, that in it a part is passed off for the whole and that not all the whole potential has been actualized. In these times they tend to stress that Catholicism cannot be identified only with Latinism, that the Latin rite is only one of the Catholic rites, that the Eastern rite is equally and organically its own. But in fact the Catholic Church in history has been the Latin Church, the Latin rite, the Latin spirit. The whole classic style of Catholicism was created by a Latin spirit. Only the Latin mass and the Latin rite are organic in Catholicism and can be considered as a whole, in the sense of a work of art. St Thomas Aquinas, so central and influential for Catholicism, is a Latin spirit, a Latin genius. The Catholic Church is an artistically perfect masterpiece, one of the most perfect creations in world history, but it is a creation of the Latin genius. Latinism not only bears the seal of the Latin mass and the juristic edifice of the Catholic Church, but also of scholasticism, of Catholic theology and Catholic mysticism. German Catholicism was always specific and less Latin, and so it was less classic and not rarely came under suspicion. The German mystic was regarded as not really Catholic, in spite of the fact that he remained within the limits of the Catholic Church (Eckhardt, rehabilitated by Denifle (3), Tauler, Suso, Angelus Silesius), and he was not so highly esteemed as was the Spanish mystic (St John of the Cross, St Theresa). The best German Catholic theologians of the 19th century (not only Moehler, but also Scheeben) were in their outlook very different from the Latin: they are less rationalistic. Moehler, e.g. in his book "The Unity of the Church" is very near to Orthodoxy. (4) Without doubt, Latinism also lays claim to world supremacy, as did the Roman Empire. The idea of a forced universalism is a Roman idea. And Latinism passes itself off without scruples for ecumenism. Its potentiality is actualized by Latinism in abstractness. The center of the Catholic Church remained Latin, and that not by chance. But a contradiction for the Catholic consciousness is that for the ecumenical consciousness the Church of Christ should be only actualized in some of its elements, remaining therefore in a high degree potential and hidden. A total actualization of the ecumenicism would demand not only the abolition of the confessional schisms inside of the Christianity, but also the spreading of the Christianity to the non-Christian world, its being pervaded by the spirit of Christ: The Orthodox consciousness can entirely recognize that the ecumenical Church has been actualized only partially, being partly in a potential and hidden state. This does not mean that the ecumenical Church is not real and should be invisible. But this visibility and incarnation is not complete not yet perfectly accomplished. For the Catholic consciousness it is difficult to think in this way, in consequence of the Aristotelian-Thomistic view of the relationship between potentiality and act [potentia et actus]. From this point of view potentiality bears always a minus in comparison with act, potentiality is to a high degree not-being. In God there is no potentiality, God is pure act [actus purus]. This point of view is very sceptical about potentiality, because out of its depths could come a new, not yet existing, creative development, destroying the system, which has become normative, and indeed the whole edifice. The Catholic consciousness thinks that ecumenicism has become a total reality, in the organisation of its Church. There is nothing new to await containing a greater fullness out of the hidden, not yet manifest, potentiality. But outside of the Thomistic system of thought it can be said that the potential ecumenism is deeper and broader, richer in possibilities than the actualised ecumenism. The Church of Christ is not a finished and completed edifice, there are always creative tasks in it, and enrichment of the life of the Church is possible. The ecumenicism of the Church is given in the depth of being and has in historic incarnations its task. But the ecumenicism of the Church can only become reality by its carried-out partial actualisation and bodily creation.
Protestantism in comparison with Catholicism represents the opposite type in its view on ecumenism. Visibly it exists in the Protestant Churches not at all. Ecumenism remains invisible and not revealed. The Protestant consciousness is comfortable with the existence of many Churches, i.e. – essentially – many Christian communities, and doesn't suffer for one visible ecumenic Church. Ecumenism is realised by a multiplicity of Churches, no one of which makes claims to ecumenicism. Protestantism is willing to acknowledge also the Orthodox Church with its peculiarities as but one of many Churches. But this consciousness comes at the price of a complete reduction of the value of the dogmas and sacraments in the Church, by a displacement of the center of gravity exclusively to the subjective world of the faith and the spiritual disposition. Protestants are aiming at unity, union of the Christian world, but not at unity of the Church, not at one ecumenical Church. This direction has in our days also a positive aspect, because it helps uniting Christians of all Confessions, helps their vital inter-mutual relations which is for Catholics always difficult. We see this in the many conferences and congresses which are organized by Protestants, and in the help for Christian movements of all countries by the Christian Young Men Association (YMCA) and the Universal Christian Federation.
There are two polar opposite views of ecumenism. One view wants to come to universal unity with a maximum of the claimed Truth, holding on to a greatest quantity of definitions of their faith as much as possible. So thus is how Catholicism understands ecumenism. On another plane and in an opposite direction communism understands ecumenism in this way. This view of our concept finds its driving force in the pathos for the right-belief. The task is to claim all over the world the type of the right-belief, to unite the truly devoted and to set them apart against the rest of humankind. This is unity connected with separation. The other view wants to come to universal unity with a mimimum of the claimed Truth, adapting oneself to a lowest number of its articles of faith. Many Protestant tendencies understand ecumenism in this way; theosophy has the same principle also, seeing in all religions and doctrines one and the same Truth. This view of ecumenism lacks the pathos of strong belief and it distinguishes itself by tolerance, wants no separation for achieving unity. This kind of ecumenism does not push to be a "force", wanting to create an army for battle with the whole rest of the world.
Both views of ecumenism have advantages and disadvantages. – As regards the second type of Christian ecumenism, its wish for the unity of all Christians and its tolerance are very attractive. But it is totally clear that on this basis only the aim of unifying as an abstract Christianity is possible, i.e. an Inter-Confessionalism, which is content with a treaty about a minimum of Truths of the faith, e.g. considering the divinity of Jesus Christ. But in Inter-Confessionalism is the selfsame lie as internationalism. "Inter" does not mean anything; "inter" has no real being behind it. Inter-Confessionalism is an abstraction and cannot make enthusiastic. In religious life, however,  must be the striving to have concrete fullness. Every decimation of the truths of faith means their weakening and reduction. Possible and right is the striving towards a Supra-Confessionalism, like towards Supra-Nationalism. Supra-Confessionalism in contrast with Inter-Confessionalism is not an abstract minimum, but on the contrary a moving in the direction towards a greater fullness and a fuller concrete state. Inter-Confessionalism is moving sidewards, in the direction to a so to say empty room between the realities of the Confessions. But Supra-Confessionalism is a movement on high and in depth. In height and depth there is a more important and concrete fullness than in the narrow minded middle, in which the so self-satisfied single Confessions stay. Confessionalism in itself and for itself is not yet an ecumenical faith, but rather always an individualisation which sets off apart. The ecumenical Truth of right-belief is higher and deeper than a strictly believing confessionalism. That fullness of Truth which can be won with the acquisition of Supra-Confessionalism is no abstract minimum of Christianity, but is in effect and on the contrary, a more concrete degree of definitions, a greater harmonic whole than in the historic Confessions. The concrete fullness of Supra-Confessionalism cannot be reached through Inter-Confessionalism, not by an unmooring from one's own Church, but instead by a turning to the innerness of the Church. I can strive at the supra-confessional unity of the Church of Christ, while remaining Orthodox and not separating from the basis of the right-believing Church. I can grow into ecumenism, deepening and raising myself.
Ecumenism cannot be realized by Unias and treaties, by negotiation between governances of Churches. That is a wrong and obsolete way. Vladimir Soloviev had in his idea of ecumenism a great inner truth, but his inclination to an external Unia, to "treaties" was wrong. In religious life there are phenomena analogous to the political, politic blocs, quite out of place. Agreements should only be carried out on the basis of Truth, and nothing of it can be denied or taken away. Ecumenism calls for a striving towards the maximum, not the minimum, because the goal is the fullness and the concrete. In religious life it is not proper to want a minimum of Truth. I want more and more to grow into the endless Truth, and I do not want be hindered by reaching for a meaningless minimum. I cannot dissemble in the name of a unification with other Confessions as if I would only believe in the divinity of Jesus Christ, and would think all the rest to be irrelevant. I can only want that all should come to fullness and harmonic unity. I must desire that all Protestants come to feel at home venerating the Mother of God, or that the Mystery of the Trinity becomes the basis of the religious life of the whole Christian world. But Catholic maximalism is on the wrong path, if it leads to intolerance and exclusiveness, because of a compulsory (5) external organized unity, the Roman universalism. One must understand ecumenism in the maximum inwardly, spiritually, bound up with freedom. Growing into the ecumenical fullness of the Truth of Christ is an inner, hidden, organic process. And this  inner spiritual growing into the ecumenical fullness of Truth cannot be conceived without the freedom of the Spirit. Here compulsion is out of place. Peoples must enter freely into the elevated spiritual life, the life in the Truth, in the Holy Spirit. The working of the Holy Spirit is always a working from out of freedom, never compulsion and violence. Complicated and manifold are human paths to the fullness of Truth, to a higher life of the spirit. And the reason for our tolerance toward other Confessions cannot be that we are indifferent to the fullness of Truth and its exclusivity (Truth excludes lie), but that we conduct ourselves diligently and compassionately to the inner life of the human soul, to its way, difficulties, to its special fate, and that we have also the consciousness of our own limits. The idea of ecumenism must have connection to the idea of freedom. Only in this case will it be true and open the way to unification of the Christian world. Freedom of spirit, freedom of conscience is a great treasure and a sanctuary on the pathway of man to God and to the spiritual life. This cannot exist without freedom, without it God cannot reveal Himself to man and be accepted by him. Therefore a compulsory universalism is impossible.
The striving for unity and ecumenicity, which has to begin and is already taking root in all parts of the Christian world, must necessarily not have the forms of an aiming at unity of Churches, based on ecclesiastical treaties and Unias. This is most fruitless a method of unification, which in practice normally leads to becoming yet more deeply splintered. Here the intent for unification is not sincere. Secretly each faction understands union as entry to its own Church. There is only one Church, not several Churches. And de facto  the schism was not in the Church of Christ, but in sinful humankind, in the kingdom of this world, in the kingdom of Caesar. And the restoration of Christian unity does not consist in unifying the Churches, but rather in reunion of the splintered parts of Christian humankind. All parties are guilty of the schism between Christians. Even when I am convinced that the dogmatic Truth is with Orthodoxy, I must still however feel the guilt which is on us, Christians of the Orthodox East. Also with us there was a lack of love, self-assertion, aloofness, an aversion to engage a spiritual world which seems to be something strange, also with us there was the ecclesiastical nationalism and particularism, there was the recoursing to the typical confessionalism. Reunion and union of the Christian world must begin with community and unification of Christians of all Confessions, with mutual respect and love, with an inner universal spiritual attitude. All must begin with spiritual life, with spiritual unity, and it must work from inside outwards. Unification of the Churches can only be a work of the Holy Spirit. But we can prepare this work spiritually in our human part, we can create a favorable spiritual soil. Christian unity must not begin with negotiation of Church governances, but with a spiritual unification of Christians, with forming a Christian friendly association, which is possible while also remaining true to one's own creed. And such an association is even therein that case the more interesting and fruitful, when Christians remain true to their personal confessional spiritual type, without becoming abstract inter-confessionalists. Only on this way is a growing into an ecumenical Supra-Confessionality possible.
I believe that Orthodoxy is the best spiritual field for an ecumenical Christian unity. It may be that the historical differences between Catholicism and Protestantism have become weaker in our day, but in spite of this both represent opposite principles, and both are divided by important historical memories. But Orthodoxy has, in having overcome the slippery slide into particularism and old-believing [old-ritualism], the potential for ecumenism and fullness, which can serve to the reunion of the Christian world. In Orthodoxy there is a degree of spiritual freedom, lacking in Catholicism, in it there is the unity of Church, ecumenicism in its qualitative meaning. The Christian world has facing it truly the very task to reunite freedom and ecumenism. Protestantism is in a crisis, and inwardly in its community there is to be seen a striving for the fullness of the Church, for the sacraments. Papal authority hinders Protestantism from returning to Catholicism, because the Protestant world does not want to give up that religious freedom in whose name it protested formerly. But the Orthodox Church acknowledges in principle religious freedom, and this religious freedom in Orthodoxy does not lead to the corrosion of ecclesiastical dogmas and sacraments. Tyrrell (6), the most distinct "modernist", in his book "Am I Catholic?", which is in reply to Cardinal Mercier, considers the Church from a point of view, which is in no way Catholic, but is also not Protestant, in contrast with the declarations of the official Catholicism. The approach of Tyrrell is Orthodox in spite of the fact that he himself does not know this (though at times he refers to the Orthodox Church). He does not set Protestant individualism against the Catholic authoritative doctrine of the Church, but sets forth rather a peculiar spiritual collectivism, what we Orthodox call "Catholicity", "Sobornost'" (7).  Also the position of Doellinger was Orthodox. There is a dilemma for the official and genuine Catholic consciousness: a matter either of the authority of the pope or the authority of each single Christian, i.e. papism or individualism. But there is also a third point of view: the authority (the inner, but not the external) of the whole Church as an organic whole, a spiritually collective concept, i.e. a Catholicity which has not at all an adequate juristic expression. Catholicity is chiefly even the ecclesiastical consciousness. From the Orthodox point of view, papism also is a form of individualism, and it detracts from the organic ecclesiastical consciousness. Orthodoxy presents most clearly the spiritual-organic view of the Church as the Body of Christ, Who is the source of Truth.
Orthodoxy, first of all the Russian, has also another chacteristic which is favorable for Christian unification. Orthodoxy is that form of Christianity which most has an eschatological, apocalyptic character, which is most ardently oriented to the Second Coming of Christ and the Kingdom of God. The manifestation of the ecumenical unity of the Christian Churches and of the Christian world is in the end only possible in an eschatological atmosphere, only in concentrated meditation about the Second Coming, about the Coming Christ. Only in a metahistoric apocalypsis will the historic discords be removed. The unification of Churches is a supra-historical fact, a fact of an eschatological order. Eschatologism, of course, has a place also in other Christian Confessions (I refer to Leon Bloy in Catholicism and Karl Barth in Protestantism), but in Orthodoxy it is firmer and more intense. The consciousness that Orthodoxy has the advantage to Christian unification, to actualisation of ecumenism, should not hide for ourselves our sins, our negative aspects. The Truth of the Orthodoxy was hidden under a basket [cf Mt 5:15], not developed and realized in life, it was closed off and we remained complacent. The Western Christians were more active, and their Christianity was more productive. But in spite of this, we are entering an epoch of a new actualization of Christianity, an epoch of transformation of Christian Truth in life. And Christian unification in itself, the embodiment of ecumenism per se, is a transferring of Christian Truth into life. The Russian Orthodox Church has at this time the advantage, to be a Church of martyrs and sufferers. The veils of mundane and human lies are dropping from it. The spiritual forces to unification of the Christian world are engaged in a fight against the formation and amassing of anti-Christian powers. It is the rationalistic and juristic aspect of the Church that divides us. Genuine spiritual life unites us.

Notes

(1) The Eastern Church ("Die Ostkirche"), Una Sancta, Stuttgart, 1927, Frommanns, 3-16. The Russian original (Klepinine #328) was not published. Translated from Russian into German by W.A.Unkrig.
(2) This cannot be said about Roman Catholicism in general. That was proved impressively in "Una Sancta" II (1926), p. 317-318 note. (The editors [Nicolas von Arseniev and Alfred von Martin]).
(3) And in our times by Otto Karrer. (The editors)
(4) Cf in this booklet p. 89 ff. (The editors)
(5) Also here (cf. note 2) it cannot be generalized in an inadmissible way. This is shown by the "Patres Unionis" of the Belgian abbey Amay sur Meuse (and their journal "Irenikon"). (The editors)
(6) George Tyrrell (1861-1909), originally Anglican, after his conversion a Jesuit, finally excommunicated. He was fighting against an externalism of religion and against intellectualism. According to him, the mystery is revealed to persons which meet Christ personally. Only the authority of the whole spirit of a Church, which as it appears in its belief, not in its dogmas, can be guiding principle of the faith. – Cardinal D.Mercier sees in Tyrrell one of the leading exponents of "modernism". (Fr. Michael Knechten)
(7) In Russian useage is the distinction: "kafolicheskaia (= vselenskaia, sobornaia) cerkov'", the Church as "catholic", in contrast to "katolicheskaia (= rimskaia, papskaia) cerkov'", the "Roman Catholic" Church. The difference consists in the letter "f" (the extinct "th" from Church Slavonic), instead of "t". (Fr. Michael Knechten)
  

URL=http://www.chebucto.ns.ca/Philosophy/Sui-Generis/Berdyaev/essays/orth328.htm
Teología y Mística en la Tradición de la Iglesia de Oriente
Vladimir Lossky (1903-1958)
Barcelona, Herder, 1982.

Nació e1 8 de Junio de 1903, lunes de Pentecostés. Después de sus estudios en Petrogrado, llega a Paris en 1924. Pronto, una fuerte amistad lo une a Eugraf Kovalevsky y entra en la Cofradia San Focio, con vistas a una ortodoxia universal, capaz de revivificar las tradiciones ortodoxas de la Francia de los once primeros siglos. Casado en 1938, tuvo cuatro niños. En 1945 enseña teología en el Instituto Ortodoxo San Dionisio para formar a los presbíteros de la iglesia Ortodoxa de Francia. Escribe obras esenciales: Teologia Mística de la iglesia de Oriente (1944); A la Imagen y Semejanza de Dios (1967);etc. Muere el 7 de febrero de 1958.

Introducción 
Los proponemos estudiar aquí algunos aspectos de la espiritualidad oriental en relación con los temas fundamentales de la tradición dogmática ortodoxa. Con la expresión "teología mística" no se designa, pues, aquí sino una espiritualidad que expresa una actitud doctrinal.
En cierto sentido, toda teología es mística, en la medida en que manifiesta el misterio divino, los elementos procedentes de la revelación. Por otra parte se opone a menudo la mística a la teología, como un campo inaccesible al conocimiento, como el misterio inexpresable, un fondo oculto que puede ser vivido más bien que conocido, entregándose a una experiencia específica que sobrepasa nuestras facultades de entendimiento, antes que a una aprehensión cualquiera de nuestros sentidos o de nuestra inteligencia. Si se adoptara sin reserva este ultimo concepto, oponiendo resueltamente la mística a la teología, se llegaría finalmente a la tesis de Bergson, quien distingue, en Deux saurces, la "religión estática" de las iglesias, religión social y conservadora, y la "religión dinámica" de los místicos, religión personal y renovadora. ¿En qué medida tenía razón Bergson al afirmar esta oposición? La cuestión es difícil de resolver, tanto más difícil cuanto que para Bergson los dos términos que él opone en el terreno religioso se fundan en los dos polos de su visión filosófica del universo: la naturaleza y el impulso vital. Pero, con independencia de la actitud bergsoniana, se expresa a menudo la opinión que quiere ver en la mística un campo reservado a unos pocos, una excepción a la regla común, un privilegio concedido a unas cuantas almas que gozan de la experiencia de la verdad, mientras que los demás tienen que contentarse con una sumisión más o menos ciega al dogma que se impone exteriormente como una autoridad coercitiva. Acentuando esta oposición, se va a veces demasiado lejos, sobre todo si se fuerza un tanto la realidad histórica; se llega, así, a poner en conflicto a los místicos y los teólogos, los espirituales y los prelados, los santos y la Iglesia. Basta recordar varios pasajes de Harnack, "La vie de sa¡nt François" de Paul Sabatier, y otras obras, debidas las más de las veces a historiadores protestantes.
La tradición oriental jamás ha distinguido netamente entre mística y teología, entre la experiencia personal de los misterios divinos y el dogma afirmado por la Iglesia. Las palabras que, hace un siglo, dijo un gran teólogo ortodoxo, el metropolitano Filareto de Moscú, expresan perfectamente esta actitud: "Ninguno de los misterios de la más secreta sabiduría de Dios debe parecernos ajeno o totalmente trascendente, sino que, con toda humildad, debemos adaptar nuestro espíritu a la contemplación de las cosas divinas". Dicho de otro modo, al expresar el dogma una verdad revelada que nos aparece como un misterio insondable, debemos vivirlo en un proceso durante el cual, en vez de asimilar el misterio a nuestro modo de entendimiento, será preciso, por el contrario, que cuidemos de un cambio profundo, de una transformación interior de nuestra mente, a fin de hacernos aptos para la experiencia mística. Lejos de oponerse, la teología y la mística se sostienen y se complementan mutuamente. La una es imposible sin la otra: si la experiencia mística es una fructificación personal del contenido de la fe común, la teología es una expresión, para la utilidad de todos, de lo que puede ser experimentado por cada cual. Fuera de la verdad guardada por el conjunto de la Iglesia, la experiencia personal estaría privada de toda certidumbre, de toda objetividad; sería una mezcla de lo verdadero y de lo falso, de la realidad y de la ilusión: el "misticismo" en el sentido peyorativo de la palabra. Por otra parte, la enseñanza de la Iglesia no tendría ninguna influencia sobre las almas si no expresara en cierto modo una experiencia íntima de la verdad dada, en diferente medida, a cada uno de los fieles. No hay, pues, mística cristiana sin teología, pero sobre todo no hay teología sin mística. No es casualidad que la tradición de la Iglesia de Oriente haya reservado especialmente el nombre de "teólogos" a tres escritores sagrados, el primero de los cuales es san Juan, el más "místico" de los cuatro evangelistas; el segundo, san Gregorio Nacianceno, autor de poemas contemplativos; y el tercero, san Simeón, llamado "el nuevo teólogo", cantor de la unión con Dios. La mística es, pues, considerada aquí como la perfección, la cumbre de toda teología; como una teología por excelencia.
Contrariamente a la gnosis, en la que el conocimiento en sí constituye la meta del gnóstico, la teología cristiana es siempre, en último lugar, un medio, un conjunto de conocimientos que deben servir a un fin que excede a todo conocimiento. Este fin último es la unión con Dios, o deificación, la "Theosis" de los padres griegos. Se llega así a una conclusión que puede parecer harto paradójica: la teoría cristiana tendrá un sentido eminentemente práctico, y ello con tanto mayor motivo cuanto que es más mística y apunta más directamente al supremo fin de la unión con Dios.
Todo el desarrollo de las luchas dogmáticas sostenidas por la Iglesia en el transcurso de los siglos, si se enfoca desde el punto de vista puramente espiritual, nos aparece dominado por la preocupación constante que la Iglesia ha tenido de salvar, en cada momento de su historia, la posibilidad de que los cristianos alcancen la plenitud de la unión mística. En efecto, la Iglesia lucha contra los gnósticos para defender la idea misma de la deificación como fin universal: "Dios se hizo hombre para que los hombres puedan volverse dioses". Afirma, contra los arrianos, el dogma de la Trinidad consubstancial, porque es el Verbo, el Logos, quien nos abre el camino hacia la unión con la divinidad, y si el Verbo encarnado no tiene la misma substancia con el Padre, si no es el verdadero Dios, nuestra deificación es imposible. La Iglesia condena el nestorianismo, para abatir la barrera con la cual, en el propio Cristo, se ha querido separar al hombre de Dios. Se alza contra el apolinarismo y el monofisismo, para mostrar que, al haber asumido el Verbo la plenitud de la verdadera naturaleza humana, nuestra naturaleza entera debe entrar en unión con Dios. Combate a los monotelitas porque fuera de la unión de las dos voluntades, divina y humana, no se podría alcanzar la deificación: "Dios creó al hombre por su sola voluntad, pero no puede salvarlo sin el concurso de la voluntad humana". La Iglesia triunfa en la lucha por las imágenes, al afirmar la posibilidad de expresar las realidades divinas en la materia, símbolo y garantía de nuestra santificación. En las cuestiones que se plantean sucesivamente sobre el Espíritu Santo, sobre la gracia, sobre la propia Iglesia -cuestión dogmática de la época en que vivimos-, la preocupación central, el envite de la lucha es siempre la posibilidad, el modo o los medios de la unión con Dios. Toda la historia del dogma cristiano se desarrolla alrededor del mismo núcleo místico, defendido con armas diferentes contra adversarios múltiples en el transcurso de las épocas sucesivas.
Las doctrinas teológicas elaboradas en el transcurso de esas luchas pueden tratarse en su más directa relación con el fin vital que debían ayudar a alcanzar: la unión con Dios. Se presentarán entonces como bases de la espiritualidad cristiana. Así lo entendemos cuando queremos hablar de "teología mística". No se trata de la mística propiamente dicha: experiencias personales de los diferentes maestros de vida espiritual. Por otra parte, estas experiencias nos resultan, las más de las veces, inaccesibles, incluso cuando encuentran una expresión verbal. ¿Qué se puede decir, en efecto, acerca de la experiencia mística de san Pablo?: "Conozco a un hombre en Cristo que fue, hace catorce años, arrebatado hasta el tercer cielo (si fue en su cuerpo, no lo sé, si fuera de su cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe). Y sé que este hombre (si fue en su cuerpo o sin su cuerpo no lo sé, Dios lo sabe) fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que no le es concedido a un hombre expresar: (2 Cor 12,2-4)". Para arriesgarse a emitir un juicio cualquiera respecto a la naturaleza de esta experiencia, habría que saber más de ella que san Pablo, que reconoce su ignorancia ("no lo sé, Dios lo sabe"). Dejamos a un lado deliberadamente toda cuestión de psicología mística. No son tampoco las doctrinas teológicas como tales lo que tenemos intención de exponer aquí, sino tan sólo los elementos de teología indispensables para comprender una espiritualidad; dogmas que constituyen la base de una mística. Ésta es la primera definición y limitación de nuestro tema, que es la teología mística de la Iglesia de Oriente.
La segunda determinación de nuestro tema se circunscribe, por decirlo así, en el espacio: el campo de nuestros estudios sobre la teología mística será el Oriente cristiano o, más precisamente, la Iglesia ortodoxa de Oriente. Hay que reconocer que esta limitación es un tanto artificial. En efecto, al no datar la ruptura entre el Oriente y el Occidente cristianos más que de mediados del siglo XI, todo lo anterior a esa fecha constituye un tesoro común, inseparable de ambas partes desunidas. La Iglesia ortodoxa no sería lo que es si no tuviera a san Cipriano, san Agustín o san Gregorio Magno; como la Iglesia católica romana no podría prescindir de san Atanasio, de san Basilio o de san Cirilo de Alejandría. Por consiguiente, cuando se quiere hablar de teología mística de Oriente o de Occidente, se coloca en el cauce de una de las dos tradiciones que, hasta cierto momento, siguen siendo dos tradiciones locales de la Iglesia una, que dan testimonio de una sola verdad cristiana, pero que se separan a continuación y dan lugar a dos actitudes dogmáticas diferentes, inconciliables en varios puntos. ¿Se puede juzgar ambas tradiciones colocándose en un terreno neutral, tan ajeno a una como a otra? Sería juzgar el cristianismo como no cristiano, es decir, resistirse por anticipado a entender cualquier cosa del objeto que se tiene intención de estudiar. Porque la objetividad no consiste de ningún modo en colocarse fuera del objeto, sino, por el contrario, en considerar el objeto en sí mismo y por si mismo. Hay terrenos en donde lo que comúnmente se llama "objetividad" no es más que indiferencia y en donde indiferencia significa incomprensión. En el estado actual de oposición dogmática entre Oriente y Occidente es preciso, pues, si se quiere estudiar la teología mística de la Iglesia de Oriente, elegir entre dos actitudes posibles: colocarse en el terreno dogmático occidental y examinar la tradición oriental a través de la de Occidente, es decir, criticándola; o bien presentar dicha tradición bajo el aspecto dogmático de la Iglesia de Oriente. Esta última actitud es para nosotros la única posible.
Se nos objetará, quizá, que la disensión dogmática entre Oriente y Occidente no fue más que accidental, que no desempeñó un papel decisivo, que se trataba más bien de dos mundos históricos diferentes que tarde o temprano debían separarse para seguir cada uno su propio camino; que la disputa dogmática no fue más que un pretexto para romper definitivamente la unidad eclesiástica, la cual, de hecho, hacía mucho tiempo que no existía ya. Tales afirmaciones, que se dejan oír muy frecuentemente tanto en Oriente como en Occidente, son debidas a una mentalidad puramente laica, a la costumbre general de tratar la historia de la Iglesia según los métodos que prescinden de la naturaleza religiosa de la Iglesia. Para un "historiador de la Iglesia", el factor religioso desaparece, encontrándose reemplazado por otros, como el juego de los intereses políticos y sociales; o el papel de las condiciones étnicas o culturales, consideradas como fuerzas determinantes en la vida de la Iglesia. Se cree más listo, más al día, invocando estos factores como las verdaderas razones dirigentes de la historia eclesiástica. Un historiador cristiano, aunque reconoce la importancia de estas condiciones, apenas puede resignarse a considerarlas diferentemente que exteriores al ser mismo de la Iglesia; no puede renunciar a ver en la Iglesia un cuerpo autónomo, sometido a una ley distinta de la del determinismo de este mundo. Si se considera la cuestión dogmática sobre la procesión del Espíritu Santo, que dividió a Oriente y Occidente, no se la puede tratar como un fenómeno fortuito en la historia de la Iglesia, considerada como tal. Desde el punto de vista religioso, es el único motivo que cuenta en la concatenación de los hechos que condujeron a la separación. Aunque condicionada, quizá, por varios factores, esta determinación dogmática fue, para unos como para otros, un compromiso espiritual, una toma de partido consciente en materia de fe.
Si frecuentemente se está inclinado a quitarle importancia al hecho dogmático que determinó todo el desarrollo ulterior de ambas tradiciones, es debido a una cierta insensibilidad con respecto al dogma, considerado como algo exterior y abstracto. La espiritualidad es lo que cuenta, dicen; la diferencia dogmática nada cambia. Sin embargo, espiritualidad y dogma, mística y teología, están inseparablemente ligados en la vida de la Iglesia. Por lo que se refiere a la Iglesia de Oriente, como hemos dicho, no establece una distinción bien nítida entre la teología y la mística, entre el terreno de la fe común y el de la experiencia personal. De ahí que, si queremos hablar de la teología mística de la tradición oriental, no podremos tratar dicho tema de otro modo que dentro de los límites dogmáticos de la Iglesia ortodoxa.
Antes de abordar nuestro tema, es necesario que digamos unas cuantas palabras sobre la Iglesia ortodoxa, poco conocida hasta hoy en Occidente. El libro del padre Congar, "Chrétiens désunis", notabilísimo en muchos aspectos, en las páginas consagradas a la ortodoxia, pese a todas sus preocupaciones por la objetividad, no deja de estar sometido a ciertas opiniones preconcebidas respecto a la Iglesia ortodoxa. "Donde Occidente -dice-, sobre la base, a la vez desarrollada y limitada, de la ideología agustiniana, reivindicará para la Iglesia la autonomía de una vida y de una organización propias y fijará en ese sentido las líneas maestras de una eclesiología muy positiva, Oriente admitirá prácticamente, e incluso a veces teóricamente, para la realidad social y humana de la Iglesia, un principio de unidad político, no religioso; parcial, no verdaderamente universal". Para el padre Congar, como para la mayor parte de los autores católicos o protestantes que se han expresado al respecto, la Ortodoxia se presenta bajo el aspecto de una federación de iglesias nacionales, que tienen como base un principio político: la Iglesia de un Estado.
Hay que ignorar tanto los fundamentos canónicos como la historia de la Iglesia de Oriente para arriesgarse a semejantes generalizaciones. La opinión que quiere fundar la unidad de una iglesia local en un principio político, étnico o cultural está reputada por la Iglesia ortodoxa como herejía especialmente designada por el nombre de filetismo. Es el territorio eclesiástico, la tierra consagrada por la tradición más o menos antigua del cristianismo, lo que constituye la base de una provincia metropolitana, administrada por un arzobispo o metropolitano, con obispos para cada diócesis, que se reúnen en sínodo de cuando en cuando. Si bien las provincias metropolitanas se congregan en grupos y forman iglesias locales bajo la jurisdicción de un obispo que lleva a menudo el título de patriarca, es la propia comunidad de tradición local y de destino histórico, así como la comodidad para convocar un concilio de varias provincias, lo que dirige la formación de esos grandes círculos jurisdiccionales, cuyo territorio no corresponde necesariamente a los limites políticos de un Estado.
El Patriarca de Constantinopla goza de cierta primacía de honor, haciéndose a veces árbitro en las diferencias, sin ejercer una jurisdicción sobre el conjunto de la Iglesia ecuménica. Las iglesias locales de Oriente tenían más o menos la misma actitud con respecto al patriarcado apostólico de Roma, primera sede de la Iglesia antes de la separación, símbolo de su unidad. La ortodoxia no admite un jefe visible de la Iglesia. La unidad de ésta se expresa mediante la comunión de los jefes de las iglesias locales, por el acuerdo de todas las iglesias respecto a un concilio local y que adquiere, por eso mismo, un valor universal; por último, en casos excepcionales, puede manifestarse por un concilio general. La catolicidad de la Iglesia, lejos de ser privilegio de una sede o centro determinado, se realiza más bien en la riqueza y multiplicidad de las tradiciones locales, que dan testimonio unánime de una sola verdad: lo que es guardado siempre, en todo lugar y por todos. Siendo católica la Iglesia en todas sus partes, cada uno de sus miembros -no solamente el clero, sino también cada laico- es llamado a confesar y defender la verdad de la tradición, oponiéndose aun a los obispos si caen en la herejía. Un cristiano que haya recibido el don del Espíritu Santo en el sacramento del santo crisma no puede ser inconsciente en su fe; para la Iglesia es siempre responsable. De ahí el carácter agitado y a veces turbado de la vida eclesiástica en Bizancio, en Rusia y en otros países del mundo ortodoxo. Pero ése es el precio de una vitalidad religiosa, de una intensidad de vida espiritual que penetra al pueblo de los creyentes, unido por la conciencia de formar un solo cuerpo con la jerarquía de la Iglesia. De ahí también esa fuerza invencible que permite a la Ortodoxia atravesar todas las adversidades, todos los cataclismos y trastornos adaptándose siempre a la nueva realidad histórica, mostrándose más fuerte que las condiciones exteriores. Las persecuciones contra la fe en Rusia, cuya furia metódica no ha podido destruir a la Iglesia, son el mejor testimonio de esa fuerza que no es de este mundo.
La Iglesia ortodoxa, aunque es llamada comúnmente la Iglesia de Oriente, no deja de considerarse sin embargo como la Iglesia ecuménica. Y esto es verdad en el sentido de que no está limitada por un tipo de cultura determinada, por la herencia de una civilización, helenística u otra, por formas culturales estrictamente orientales. Por otra parte, "oriental" quiere decir demasiadas cosas a la vez: El Oriente es menos homogéneo, desde el punto de vista cultural, que Occidente. ¿Qué hay de común entre el helenismo y la cultura rusa, a pesar de los orígenes bizantinos del cristianismo en Rusia? La Ortodoxia ha sido la levadura de demasiadas culturas diferentes, para ser considerada como una forma cultural del cristianismo oriental: estas formas son diversas, la fe es una. A las culturas nacionales no ha opuesto jamás una cultura que se repute de específicamente ortodoxa. Por eso la obra de la misión pudo desarrollarse tan prodigiosamente : la cristianización de Rusia en los siglos X y XI y, más tarde, la predicación del Evangelio a través de toda el Asia. Hacia el fin del siglo XVIII la misión ortodoxa llegó a las islas Aleutianas y Alaska, pasó a continuación a América del Norte, creando nuevas diócesis de la Iglesia rusa fuera de Rusia, propagándose en la China y en el Japón. Las variedades antropológicas y culturales, desde Grecia basta las extremidades del Asia, desde Egipto hasta el océano Glacial, no destruyen el carácter homogéneo de esta familia de espiritualidad, muy diferente de la del Occidente cristiano.
La vida espiritual en la Ortodoxia conoce una gran riqueza de formas, de entre las cuales el monacato permanece la más clásica. Sin embargo, contrariamente al monacato occidental, el de Oriente no comprende una multiplicidad de diferentes órdenes. Esto se explica por el concepto mismo de la vida monástica, cuyo fin no puede ser sino la unión con Dios en el renunciamiento total a la vida de este siglo. Si el clero secular (sacerdotes y diáconos casados) o las cofradías de laicos pueden ocuparse de obras sociales o dedicarse a otras actividades exteriores, ocurre de otro modo con los monjes. Toman el hábito ante todo para consagrarse a la oración, la obra interior, en un claustro o un eremitorio. Entre un monasterio de vida común y la soledad del anacoreta que continúa las tradiciones de los padres del desierto, hay varios tipos intermedios de instituciones monásticas. Se podría decir, en general, que el monacato oriental es exclusivamente contemplativo, si la distinción entre las dos vías, contemplativa y activa, tuviese el mismo sentido en Oriente que en Occidente. En realidad, ambas vías son inseparables para los espirituales orientales: la una no puede ejercerse sin la otra, puesto que la maestría ascética, la escuela de la oración interior, reciben el nombre de actividad espiritual. Si bien los monjes ejercen a veces trabajos físicos, es sobre todo con un fin ascético, para mejor conseguir romper la naturaleza rebelde; también para evitar la ociosidad, enemiga de la vida espiritual. Para alcanzar la unión con Dios, en la medida en que ésta es realizable aquí abajo, es preciso un esfuerzo continuo o, más precisamente, velar incesantemente por que la integridad del hombre interior, "la unión del corazón y el espíritu" (para emplear la expresión ascética ortodoxa) resista todos los embates del enemigo, todos los movimientos no razonados de la naturaleza caída. La naturaleza humana debe cambiar, debe ser transfigurada cada vez más por la gracia, en el camino de la santificación que tiene un alcance no solamente espiritual sino también corporal y, de este modo, cósmico. La obra espiritual de un cenobita o de un anacoreta que vive retirado del mundo, aun cuando quede inadvertida para todos, conserva todo su valor para el universo entero. Por eso las instituciones monásticas han gozado siempre de una gran veneración en todos los países del mundo ortodoxo.
El papel de los grandes focos de espiritualidad fue muy considerable no solamente en la vida eclesiástica, sino también en el terreno cultural y político. Los monasterios del monte Sinaí; de Studion, cerca de Constantinopla; la "república monástica" del monte Athos, que reunía a los religiosos de todas las naciones (incluidos monjes latinos antes de la separación); otros grandes centros fuera del Imperio como el monasterio de Tirnovo en Bulgaria y las grandes abadías (lavra) de Rusia -Pechen, en Kiev, Santísima Trinidad, cerca de Moscú- fueron ciudadelas de la Ortodoxia, escuelas de vida espiritual cuya influencia religiosa y moral fue de primerísimo orden en la formación cristiana de los pueblos nuevos. Pero si el ideal del monacato tenía tan grande influencia en las almas, no era, sin embargo, la única forma de vida espiritual que la Iglesia proponía a los fieles. La vía de la unión con Dios puede seguirse fuera de los claustros, en todas las condiciones de la vida humana. Las formas exteriores pueden cambiar, los monasterios pueden desaparecer, como han desaparecido hoy en Rusia, pero la vida espiritual continúa con la misma intensidad encontrando nuevos modos de expresión.
La hagiografía oriental, sumamente rica, muestra junto a los santos monjes varios ejemplos de perfección espiritual adquirida en el mundo por simples laicos, por personas casadas. Conoce también vías de santificación extrañas e insólitas, como la de los "locos en Cristo" que cometían actos extravagantes para ocultar sus dones espirituales a la otra gente, bajo la apariencia horrenda de la locura, o mejor dicho para liberarse de los lazos de este mundo en su expresión más íntima y más molesta para el espíritu, la de nuestro "yo" social. La unión con Dios se manifiesta algunas veces por los dones carismáticos, como por ejemplo el de la dirección espiritual ejercida por los startzy o "ancianos". La mayor parte de las veces son monjes que han pasado muchos años de su vida en oración, cerrados a todo contacto con el mundo y que, al final de su vida, abren ampliamente las puertas de su celda a todos. Poseen el don de penetrar en las profundidades insondables de las conciencias; revelar los pecados y dificultades interiores que, las más de las veces, nos son todavía desconocidos; enderezar las almas abrumadas; dirigir a los hombres no solamente en su vía espiritual, sino también en todas las peripecias de su vida en el siglo.
La experiencia individual de los grandes místicos de la Iglesia ortodoxa nos sigue siendo desconocida las más de las veces. Salvo algunas raras excepciones, la literatura espiritual del Oriente cristiano apenas posee relatos autobiográficos en lo que toca a la vida interior, como los de santa Angela de Foligno, Enrique Suso, o como "La historia de un alma" de santa Teresa de Lisieux. La vida de la unión mística es casi siempre un secreto de Dios y del alma, que no se confía al exterior si no es al confesor o a algunos discípulos. Lo que se hace público son los frutos de la unión: la sabiduría, el conocimiento de los misterios divinos que se expresa en una enseñanza teológica o moral, en consejos que deben edificar a los hermanos. En cuanto al lado íntimo y personal de la experiencia mística, permanece oculto de la vista de todos. Hay que reconocer que el individualismo místico aparece en la literatura occidental bastante tarde, hacia el siglo XIII. San Bernardo no habla directamente de su experiencia personal sino muy raramente, una sola vez en los "Sermones sobre el Cantar de los Cantares", y aún así con una especie de pudor, a ejemplo de san Pablo. Hizo falta que se produjera una cierta escisión entre la experiencia personal y la fe común, entre la vía indirecta y la vía de la Iglesia para que la espiritualidad y el dogma, la mística y la teología se hicieran dos terrenos distintos, para que las almas, al no encontrar ya alimento suficiente en las sumas teológicas, se pusieran a buscar con avidez los relatos de las experiencias místicas individuales, a fin de introducirse de nuevo en una atmósfera de espiritualidad. El individualismo místico permaneció ajeno a la espiritualidad de la Iglesia de Oriente.
El padre Congar tiene razón cuando dice: "Nos hemos vuelto hombres diferentes. Tenemos el mismo Dios, pero somos ante él hombres diferentes y no podemos convenir en la naturaleza de la relación entre nosotros y Él". Pero para juzgar bien esta diferencia espiritual habría que examinarla en sus más perfectas expresiones, en los tipos diferentes de los santos de Occidente y de Oriente después de la separación. Podríamos entonces darnos cuenta del estrecho vínculo que existe siempre entre el dogma confesado por la Iglesia y los frutos espirituales que produce, porque la experiencia interior de un cristiano se lleva a cabo en el círculo trazado por la enseñanza de la Iglesia, encuadrado en el dogma que modela su persona. Si ya una doctrina política profesada por los miembros de un partido puede formar las mentalidades, hasta producir tipos de hombres que se distinguen de los demás por ciertos signos morales y psíquicos, con mayor razón el dogma religioso logra transformar la mente misma de los que lo confiesan: son hombres diferentes de los demás, de los que han sido formados por otro concepto dogmático. Nunca se comprendería una espiritualidad si no se tuviera en cuenta el dogma que está en su base. Hay que aceptar las cosas tal como son y no tratar de explicar la diferencia entre las espiritualidades de Occidente y Oriente por causas de orden étnico o cultural, cuando una causa mayor, una causa dogmática, está en juego. Tampoco hay que decirse que la cuestión de la procesión del Espíritu Santo o de la naturaleza de la gracia carecen de gran importancia en el conjunto de la doctrina cristiana, que sigue siendo más o menos idéntica en los católicos romanos y los ortodoxos. En los dogmas tan fundamentales, este "más o menos" es lo importante, porque presta un acento diferente a toda la doctrina, la presenta bajo otra apariencia, es decir, da lugar a otra espiritualidad.
No queremos hacer "teología comparada" ni, menos aún, resucitar las polémicas confesionales. Nos limitamos aquí a hacer constar el hecho de una diferencia dogmática entre el Oriente y el Occidente cristianos, antes de examinar algunos elementos de teología que están en la base de la espiritualidad oriental. Corresponderá a nuestros lectores juzgar en qué medida estos aspectos teológicos de la mística ortodoxa pueden ser útiles para la comprensión de una espiritualidad ajena a la cristiandad occidental. Si permaneciendo fieles a nuestras actitudes dogmáticas pudiésemos llegar a conocernos mutuamente -y de especial manera en lo que nos hace diferentes-, sería con certeza una vía hacia la unión, más segura que aquella que hiciese poco caso de las diferencias. Porque, por citar la frase de Karl Barth, "la unión de las iglesias no se hace, sino que se descubre".





 Tomado de "El sentido de la historia", Nikolai Berdiaev 

1. En nuestra época, no hay tema más apremiante en el ámbito del conocimiento y en el de la vida que el de la cultura y de la civilización, de su correlación y de las diferencias existentes entre ambas. Es el tema del destino que nos aguarda, y nada sacude al hombre con tanta fuerza como su destino. El extraordinario éxito del libro de Spengler sobre la decadencia de Europa se explica por el hecho de haber planteado con tanta energía a la humanidad culta la cuestión de su destino. En los momentos de transición, en las épocas de crisis y de catástrofes, conviene meditar seriamente sobre el destino histórico de los pueblos y de las culturas. El reloj de la historia universal señala la hora fatal de la decadencia inminente; es tiempo de encender las lámparas y de prepararse para la noche. Spengler afirma que la civilización es el destino fatal de toda cultura. Y la civilización desemboca en la muerte. No se trata de un tema nuevo para nosotros. Este tema resulta particularmente familiar para el pensamiento ruso y para la filosofía rusa de la historia. Los pensadores rusos más notables han descubierto hace tiempo la diferencia entre cultura y civilización y han ligado este tema al de las relaciones recíprocas entre Rusia y Europa. Toda nuestra conciencia eslavófila ha experimentado siempre una gran aversión no por la cultura, sino por la civilización europea. La tesis según la cual «Occidente perece» significaba justamente que la gran cultura europea se aproxima a su fin, y comienza a triunfar la civilización europea, desprovista de alma y de todo principio superior. Chomiakov, Dostoievski y Leontiev sentían verdadero entusiasmo por el gran pasado europeo, por esta «tierra de los santos milagros», por [183] sus monumentos sagrados, por sus piedras venerables. Pero la vieja Europa ha traicionado su pasado, ha abdicado de él. La civilización irreligiosa burguesa ha triunfado sobre la vieja cultura sagrada. La lucha entre Rusia y Europa, entre Oriente y Occidente, era interpreta­da como una lucha del espíritu contra el indiferentismo, de la religio­sidad de la cultura contra la irreligiosidad que lleva consigo la civiliza­ción; deseaban que Rusia no emprendiera el camino de la civilización, que hubiera seguido su propio camino, que hubiera tenido su destino propio; pensaban que en Rusia todavía era posible una cultura sobre bases religiosas, una cultura auténticamente espiritual. La conciencia se planteó este tema con verdadera pasión.
Ahora bien, ¿puede afirmarse que este tema es extraño a la concien­cia occidental, que el pensamiento europeo no ha llegado a planteárse­lo, y que ha sido afrontado por primera vez por Spengler? El fenóme­no Nietzsche está ligado a una aguda toma de conciencia de este tema, tan dramático para la cultura occidental. La nostalgia de Nietzsche por la cultura trágica, dionisíaca, es una nostalgia que nace en la época en que comienza el triunfo de la civilización. Los espíritus más elevados de Occidente experimentaron este disgusto mortal ante el triunfo del «mammonismo» en la vieja europa, ante la extinción de la cultura espiritual (caracterizada por su dimensión sagrada y simbólica) y la aparición de la civilización técnica y sin alma. Todos los románticos de Occidente son personas vulneradas, casi mortalmente, por la civiliza­ción triunfante, tan ajena a su espíritu. Con ímpetu profético, Carlyle se rebelaba contra la civilización, que asfixia al espíritu. La rebelión encendida de Léon Bloy contra el «burgués» en sus geniales estudios sobre la sabiduría «burguesa» fue una rebelión contra la civilización. Todos los católicos franceses, simbolistas y románticos, se refugiaron en el medioevo, en la lejana patria del espíritu, para salvarse del tedio mortal que la civilización triunfante llevaba consigo. La inclinación de los occidentales por las épocas culturales pretéritas o por las culturas exóticas de Oriente significa una rebelión del espíritu contra el tránsito definitivo de la cultura a la civilización, pero es la rebeldía de un espíritu demasiado refinado, decadente, debilitado. Los hombres de una vieja cultura decadente no tienen la fuerza necesaria para escapar del monstruo de la civilización y pasar a otra dimensión, a la de la plenitud del ser, a la del ser eterno; se salvan refugiándose en el lejano pasado, que ya no es posible resucitar, o bien en los mundos culturales fosilizados de Oriente, que les son completamente ajenos. [184]
Así quedan gravemente dañados los fundamentos de la superficial teoría del progreso, en virtud de la cual se creía que el futuro sería siempre más perfecto que el pasado, que la humanidad avanzaba en línea recta hacia formas superiores de existencia. La cultura no puede desarrollarse indefinidamente. Ella lleva en sí el germen de la muerte y contiene principios que la arrastran irreversiblemente hacia la civili­zación. Ahora bien, la civilización es la muerte del espíritu de la cultura, es un fenómeno de un tipo completamente diverso y mons­truoso. Pero hay que comprender este fenómeno, que resulta tan característico para la filosofía de la historia, para entender el proceso histórico. Spengler no nos ofrece ninguna explicación profunda de este protofenómeno de la historia.
2. En toda cultura, el momento del florecimiento, de la compleji­dad y del refinamiento va seguido de un agotamiento de las energías creadoras, de una disipación y extinción del espíritu, de una pérdida del mismo. La orientación global de la cultura cambia para volverse hacia la realización práctica del poder, hacia la organización práctica de la vida, es decir, se vuelve cada vez más superficial. El florecimiento «de las ciencias y de las artes», la profundización y agudización del pensamiento, los vuelos de la creación artística, las contemplaciones de los genios y de los santos dejan de entusiasmar a los hombres y ya no forman parte de la «vida» auténtica y real. Nace una voluntad espas­módica de «vivir», que está orientada hacia la praxis «vital», hacia el poder de la «vida», hacia el goce de ella, hacia el dominio sobre ella. Y esta voluntad espasmódica de «vivir» destruye la cultura, lleva consigo la muerte de ésta... En las épocas de decadencia de la cultura existe una voluntad desenfrenada de «vivir», de construir, de organizar la «vida». Por el contrario, las épocas de florecimiento cultural presu­ponen la limitación de esta voluntad de «vivir», un espíritu de sacrifi­cio que controla el ansia de vivir. Cuando en las masas humanas aumenta desmesuradamente el ansia de «vivir», la cultura espiritual superior, que es siempre aristocrática, es decir, cualitativa y no cuanti­tativa, deja de ser la finalidad última. Este objetivo último se sitúa en la «vida» misma, en su praxis, en su fuerza y felicidad. La cultura deja de ser un valor en sí misma, y por eso muere la voluntad de cultura. Ya no existe una voluntad de genialidad; los genios desaparecen. Ya no hay el menor interés por la contemplación, el conocimiento y la actividad desinteresadas. En estas circunstancias, la cultura empieza a perder altura y decae necesariamente, pues carece ya de la fuerza para [185] mantener su elevada calidad, y el principio cuantitativo va apoderándo­se de ella. Comienza un proceso de entropía social, de dispersión de la energía creadora de la cultura; ésta se desintegra y entra en un proceso de decadencia, pues no puede durar eternamente, al no realizar las metas y los objetivos para los que había sido creada.
La cultura no tiene por finalidad la creación de una nueva vida, de un nuevo ser, sino la realización de nuevos valores. Todas las conquis­tas de la cultura son simbólicas, no reales. La cultura no es una realización de la verdad, del bien, de la belleza, del poder, de la divinidad en la vida; ella sólo realiza la verdad a través del conocimien­to y de las obras filosóficas y científicas; el bien, a través de las costumbres, los usos y las instituciones sociales; la belleza, en las obras poéticas, en los cuadros, en las esculturas, en la arquitectura, en los conciertos y en las representaciones teatrales; lo divino, a través del culto y del simbolismo religioso. Todo acto operativo de la cultura la arrastra hacia abajo, la degrada. La vida nueva, el ser superior vienen dados únicamente en imágenes, en figuras, en símbolos. El acto crea­dor del conocimiento produce un libro científico, el acto creador artístico da lugar a costumbres e instituciones sociales; en el ámbito religioso, el acto creador da origen al culto, a los dogmas y a un ordenamiento eclesiástico simbólico, que sólo constituye una analogía de la jerarquía celeste. Pero, ¿en dónde está la «vida»?. Parece como si a través de la cultura no pudiese conseguirse una transfiguración real. Y el dinamismo encerrado en la cultura y en sus formas cristaliza­das arrastra irresistiblemente a salir del marco de aquélla y a entrar en el ámbito de la «vida», de la praxis, de la fuerza. De este modo se realiza el paso de la cultura a la civilización.
En Alemania constatamos el máximo impulso y florecimiento de la cultura a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando se la celebraba como la patria «de los poetas y de los filósofos». Es difícil encontrar otra época que pueda compararse a ésta en lo que podríamos llamar voluntad de genialidad. En pocos decenios, el mundo pudo contemplar las figuras de Lessing y Herder, Goethe y Schiller, Kant y Fichte, Hegel y Schelling, Schleiermacher y Schopenhauer, Novalis y todos los románticos. Las épocas sucesivas recordarán con envidia este período. El filósofo de la decandencia cultural, Windelband, recuerda esta época de integridad y de genialidad del espíritu como un paraíso perdido. Pero en la época de Goethe y Kant, de Hegel y Novalis, ¿ha existido verdaderamente una «vida» superior? Todos los hombres de [186] este maravilloso período atestiguan que, en la Alemania de entonces, la «vida» era pobre, mezquina, desconsolada. El estado alemán era débil, mísero, dividido en pequeños fragmentos; en ninguna parte se realizaba una «vida» plena, el florecimiento cultural sólo tenía lugar en las cimas del pueblo alemán, que, globalmente considerado, permane­cía a un nivel bastante bajo. Y durante el Ranacimiento, una época de inaudito impulso creador, ¿existió realmente una verdadera «vida» superior? A pesar de que el romántico Nietzsche, inmerso en una civilización a la que odiaba, se sintió amorosamente atraído por la época renacentista, que, en su opinión, había tenido una «vida» plena y genuina, el Ranacimiento no conoció tal cosa, sino una «vida» terrible, perversa, desprovista de toda belleza. Las vidas de Leonardo y de Miguel Ángel fueron realmente trágicas y estuvieron llenas de amargura. Siempre ha sido así: la cultura ha llevado siempre consigo un fracaso de la vida. Existe como una contraposición entre cultura y «vida». La civilización trata de realizar la «vida», crea el poderoso estado germánico, el capitalismo y el socialismo (que son inseparables), lleva a la práctica la voluntad de dominio y de organización a escala mundial; pero esta poderosa Alemania imperialista y socialista no posee ya ningún Goethe, ninguna gran figura en el campo del idealis­mo, del romanticismo, de la filosofía o del arte: todo se ha vuelto técnica, incluido el pensamiento filosófico (como podemos verlo en las corrientes gnoseológicas). La actitud dominante y conquistadora ante la realidad prevalece sobre la experiencia intuitivo-integral del ser. En la poderosa civilización del Imperio británico ya no son posibles un Shakespeare o un Byron. En Italia, en donde se ha construido el monumento a Vittorio Emanuele, que rompe la armonía de Roma, en la Italia del movimiento socialista, ya no son posibles un Dante o un Miguel Ángel. Aquí radica la tragedia de la cultura y de la civilización.
3. En toda cultura, a un cierto nivel de su desarrollo, comienzan a manifestarse principios que minan sus fundamentos espirituales. La cultura está ligada al culto, se desarrolla a partir del culto religioso, es el resultado de su diferenciación y de su expansión en distintas direc­ciones. El pensamiento filosófico, el conocimiento científico, la arqui­tectura, la pintura, la escultura, la música, la poesía, la moral, todo está incluido de una manera orgánica e integral en el culto eclesiástico, si bien de un modo aún no diferenciado. La más antigua de las culturas, la egipcia, comenzó en los templos, y sus primeros creadores fueron los sacerdotes. La cultura está ligada al culto de los antepasados, a la [187] tradición y a la transmisión, está llena de simbolismo sagrado y nos ofrece imágenes y signos de una realidad diversa, espiritual. Toda cultura (incluso la materialista) es cultura del espíritu y tiene un fundamento espiritual, es el producto de la actividad creadora del espíritu sobre los elementos de la naturaleza. Pero en la cultura misma se manifiestan factores que tienden a disolver sus fundamentos religio­sos y espirituales y a rechazar su simbolismo. Tanto la cultura antigua como la de la Europa occidental sufren el proceso de la «Ilustración», en el que se produce un alejamiento de los fundamentos religiosos de la cultura y se destruye el simbolismo que ésta encierra. En esto consiste la trágica dialéctica de la cultura, la cual, llegada a un cierto estadio, comienza a poner en cuestión sus fundamentos y a minarlos. Ella misma prepara su propia ruina al alejarse de sus fuentes vitales. La cultura se agota espiritualmente y disipa su propia energía, pasando así del estadio «integral» al «crítico».
Para comprender el destino de la cultura es necesario considerarla en su dinámica y penetrar en su trágica dialéctica. La cultura es un proceso vivo, es el destino viviente de los pueblos, y, por consiguiente, no puede mantenerse siempre a la altura que alcanzó en sus momentos de esplendor, ni su estabilidad es eterna. En todo tipo de cultura que se ha desarrollado a lo largo de la historia hay como un corte, un descenso, un tránsito inexorable a un estadio que ya no puede recibir el nombre de «cultura». En el seno de la cultura comienza a manifes­tarse una desenfrenada voluntad de «vivir», una voluntad de poder, de praxis, de felicidad y de goce. La voluntad desmesurada de poder tiende a transformar la cultura en civilización. La cultura se desinteresa de sus conquistas supremas; por el contrario, la civilización es esencial­mente interesada. Cuando la razón «iluminada» barre los obstáculos espirituales para disfrutar y gozar de la «vida», cuando la voluntad de poder y de posesión organizada de la «vida» alcanza su máxima tensión, la cultura muere, y da comienzo la civilización. Este es el paso de la cultura, de la contemplación, de la actividad creadora de valores, a la «vida», una búsqueda de la «vida», un abandonarse a su curso desen­frenado, una organización de la «vida», un embriagarse de sus energías. En la cultura viene a flote una tendencia práctico-utilitarista, típica de la civilización; las grandes creaciones de la filosofía y del arte pierden todo valor, al igual que el simbolismo religioso; tales cosas ya no son consideradas como algo «vital», y las máximas conquistas culturales quedan invalidadas ante el tribunal de la «vida». Mediante diferentes [188] métodos se pone en evidencia el carácter no sagrado y no simbólico de la cultura. Ante el tribunal de la «vida» real, la cultura espiritual es condenada como algo ilusorio, como el autoengaño de una conciencia todavía no liberada y autónoma, como fruto de la desorganización social; una técnica y una organización de la vida liberarán definitivamen­te a la humanidad del fraude de la cultura y crearán una civilización plenamente «realista». Las ilusiones espirituales de la cultura han sido engendradas por la desorganización de la vida y por la debilidad de la técnica; tales ilusiones deben desaparecer, serán superadas cuando la civilización se sirva de la técnica para crear una perfecta organización de la vida. El materialismo económico es una filosofía muy caracterís­tica y típica de la época de la civilización. Esta teoría traiciona el secreto de la civilización y pone de manifiesto su pathos interior. No fue el materialismo económico el que inventó el predominio del economismo, ni el que trajo la decadencia de la vida espiritual: el materialismo se limitó a poner de manifiesto un estado de cosas, a saber, que la cultura espiritual se había convertido en una «superestruc­tura» y todos los valores se habían disuelto; todo esto había ocurrido ya antes de que el materialismo económico lo reflejase en su teoría. La ideología del materialismo económico se limita, por consiguiente, a reflejar la realidad; es la ideología característica de la época de la civilización, la ideología más radical de esta época. En la civilización domina necesariamente el economismo, la civilización es, por su mis­ma naturaleza, técnica, y, en ella, toda cultura espiritual, todo ideal, es simplemente superestructura, ilusión, irrealidad. La civilización denun­cia el carácter ilusorio de todo ideal y de toda espiritualidad, y se centra en la «vida», en la organización del poder, en la técnica como realización genuina de esta «vida». En contraposición a la cultura, la civilización es irreligiosa ya en sus mismos fundamentos, y representa el triunfo de la razón «ilustrada», una razón que ya no es abstracta, sino puramente pragmática. Al contrario que la cultura, la civilización no es simbólica, ni jerárquica, ni orgánica, sino realista, democrática, mecanicista. Ella no desea conquistas simbólicas, sino «reales», su único interés es la vida misma, y no los signos, figuras o símbolos de otros mundos. En la civilización, tanto capitalista como socialista, el trabajo colectivo elimina la creatividad individual. La civilización des­personaliza, la presunta liberación de la persona que ella habría debido traernos es mortal para la originalidad individual. El principio persona­lista sólo pudo desarrollarse en el ámbito de la cultura. La voluntad de [189] poder  destruye   a  la  persona.   Tal   es   la  paradoja  de   la  historia.
4. El paso de la cultura a la civilización se debe a un cambio radical en las relaciones del hombre con la naturaleza. En efecto, todos los cambios sociales ocurridos a lo largo de la historia van unidos a transformaciones de este tipo. El materialismo económico ha puesto de relieve esta verdad y la ha hecho accesible para la conciencia de la civilización. La era de la civilización ha comenzado con la entrada triunfal de la máquina en la existencia humana. La existencia deja de ser orgánica y pierde su vinculación con el ritmo de la naturaleza; entre ésta y el hombre se interponen los instrumentos con los cuales se intenta someterla. Aquí se manifiesta la voluntad de poder, de explo­tación real de la vida, en contraposición a la conciencia ascética del medioevo. El hombre pasa de una actitud de resignación y contempla­ción a una dominación de la naturaleza, a un intento de organizar la vida, de potenciar las energías interiores de ésta. Esto no contribuye precisamente a aproximar al hombre a la naturaleza, a la vida interior y al alma misma. El hombre se aleja definitivamente de la naturaleza al poner en marcha el proceso técnico de explotación organizada de sus reservas y energías con vistas a aumentar el propio poder. La organiza­ción asesta un golpe mortal a la organicidad. La vida se tecnifica cada vez más, la máquina deja su impronta sobre el espíritu del hombre, sobre todos los aspectos de su actividad. La civilización no tiene un fundamento natural ni espiritual, sino mecánico, es, sobre todo, técni­ca, y consagra el triunfo de la técnica sobre el espíritu, sobre la organicidad. En la civilización, hasta el mismo pensamiento se vuelve técnico, y toda actividad creadora y todo arte adquieren un carácter cada vez más técnico. El arte futurista es tan característico de la civilización como el arte simbólico de la cultura. También es típico de la civilización el predominio del gnoseologismo, del metodologismo, o sea, del pragmatismo. La misma idea de filosofía «científica» es un producto de la voluntad de poder de la civilización, del deseo de apoderarse de un método que acreciente la propia fuerza. En la civili­zación triunfa el principio de la especialización y falta la integridad espiritual de la cultura; todo es hecho por especialistas y a todos se les exige una especialización.
La máquina y la técnica fueron un resultado del movimiento espiri­tual que lleva consigo la cultura y de sus grandes descubrimientos, pero conmueven sus fundamentos orgánicos y destruyen su espíritu. El alma de la cultura muere, y ésta se  transforma en civilización.  El [190] espíritu pierde altura y la calidad es sustituida por la cantidad. La humanidad espiritual, al afirmar su voluntad de «vida», de poder, de organización, de felicidad, entra en decadencia, pues una vida espiritual superior no es posible sin una actitud ascética y una cierta resignación. Esta es la tragedia de los destinos históricos, ésta es su fatalidad. El conocimiento, la ciencia, se transforman en un instrumento al servicio de la voluntad de poder y de la felicidad, en un medio para implantar la tecnificación de la vida, para gozar de todo lo que ella lleva consigo. El arte pasa a ser un instrumento al servicio de esta tecnificación y queda convertido en un simple ornamento. Toda la belleza de la cultura, encarnada en los templos, en los palacios y en las villas, emigra a los museos, que se llenan de algo así como cadáveres artísticos. El único vínculo que la civilización mantiene con el pasado es justamente el de los museos. El culto a la vida comienza así a prescindir del sentido de ésta: nada posee ya un valor propio y autónomo, ninguna experiencia vital, ningún instante de la vida posee profundidad ni comunica con la eternidad. Cada instante, cada experiencia, es sólo un medio para acelerar los procesos vitales, lanzados hacia la perversa infinidad; cada instante está vuelto hacia el vampiro insaciable del futuro, del poder y de la felicidad venideros. El ritmo veloz y cada vez más acelerado de la civilización sólo mira hacia el futuro. La civilización es futurista, mientras que, por el contrario, la cultura ha tratado siempre de contemplar la eternidad. Esta aceleración, esta tensión exclusiva hacia el futuro, han sido producidas por la máquina y por la técnica. La vida del organismo es más ponderada y su ritmo no es tan precipitado. En la civilización, la vida se exterioriza, sale a la superficie. La civilización desplaza a segundo término la cuestión de los objetivos y del sentido de la vida y se centra en los medios e instrumentos al servicio de la vida; los fines son considerados como algo ilusorio, sólo los medios son reales. La técnica, las organizaciones, el proceso produc­tivo, son cosas reales; la cultura espiritual no lo es. La cultura es considerada tan sólo como un instrumento al servicio de la vida. La relación entre los medios y los fines queda deformada: todo es para la «vida», está al servicio de su creciente poder, de su organización, del goce de la misma. Pero la vida misma, ¿tiene algún sentido o alguna finalidad? Así va muriendo el alma de la cultura y ésta deja de tener significado. La máquina ha adquirido un poder mágico sobre el hombre y lo ha envuelto en una red de corrientes mágicas. Con todo, el rechazo romántico de la máquina y de la civilización como momento [191] del destino humano y como experiencia instructiva para el espíritu no conducen a nada. Una simple restauración de la cultura es imposible. En una época de civilización, la cultura es siempre romántica, siempre está vuelta hacia épocas orgánico-religiosas pasadas; es ley de vida. Una cultura de estilo clásico es imposible en medio de la civilización, y los máximos personajes de la cultura del XIX fueron románticos. Ahora bien, el único método para hacer triunfar la cultura es la transfigura­ción religiosa.
5. La civilización es «burguesa» por naturaleza, en el sentido más profundo y espiritual del vocablo. El «burguesismo» es justamente el reino civilizado de este mundo, la voluntad de poder organizado y de goce de la vida. El espíritu de la civilización es un espíritu burgués, que se apega a las cosas corruptibles y pasajeras y no ama la eternidad. El burguesismo es un vivir esclavizado por lo efímero y un odio a todo lo que es eterno. La civilización de Europa y de América, que es la más perfecta del mundo, ha creado el sistema capitalista-industrial, el cual no sólo es un fenómeno económico de enorme envergadura, sino también espiritual, o, mejor dicho, un fenómeno que lleva consigo la aniquilación de toda dimensión espiritual. El capitalismo industrial creado por la civilización destruyó toda idea de eternidad y de lo sagrado. La civilización capitalista de la época más reciente suprimió a Dios y es la más atea de cuantas han existido; ella es mucho más responsable del delito de deicidio que el socialismo revolucionario, que, al fin y al cabo, se limitó a hacer suyo el espíritu de la civilización «burguesa» y recogió su herencia negativa. Es verdad que la civiliza­ción capitalista-industrial no rechazó completamente la religión, pero esta actitud sólo fue motivada por razones utilitaristas y pragmáticas. En la cultura, la religión se movía en una dimensión simbólica; en la civilización, ella se vuelve pragmática. Incluso la religión puede ser útil y eficaz para organizar la vida y aumentar su poder. En efecto, la civilización es, ante todo, pragmática, y no en vano el pragmatismo es tan popular en América, el país de la civilización por antonomasia. El socialismo ha rechazado esta pragmaticidad de la religión, pues piensa que el ateísmo es más adecuado para el desarrollo del poder y del goce de la vida por parte de grandes masas de la humanidad. La actitud pragmático-utilitarista hacia la religión en el mundo capitalista fue lo que realmente dio origen al ateísmo y al saqueo espiritual. Un Dios que es útil y eficaz para el desarrollo del capitalismo industrial y favorece sus objetivos no puede ser el verdadero Dios; resulta fácil [192] desenmascararlo. El socialismo, en la medida en que se limita a consta­tar un hecho, tiene razón. El Dios de las revelaciones religiosas, de la cultura (que es simbólica), ha abandonado hace tiempo a la civilización capitalista, y ésta le ha abandonado a él. La civilización capitalista-indus­trial se ha apartado hace tiempo de todo lo que es ontológico; es antiontológica, mecánica, ha creado un reino puramente funcional. La mecanicidad, el tecnicismo y el maquinismo de esta civilización se contraponen radicalmente a la organicidad, cosmicidad y espiritualidad de todo ser. La economía no es algo meramente mecánico y ficticio, posee fundamentos morales, divinos, y el hombre tiene el deber de desarrollarse en el plano económico; pero cuando se disocia la econo­mía del espíritu, cuando se la eleva a principio supremo de la vida, cuando se destruye la organicidad de la vida para dar paso al imperio de la técnica, la economía se transforma en un ámbito puramente mecánico y ficticio. El materialismo que está en la base de la civiliza­ción capitalista crea un reino mecánico y artificial; el sistema capitalis­ta-industrial de la civilización destruye los fundamentos espirituales de la economía, y, con esto, prepara su ruina. El trabajo deja de tener un sentido y una justificación espirituales y se rebela contra todo el sistema. La civilización capitalista encuentra su merecido castigo en el socialismo, pero también éste continúa la obra de la civilización; en definitiva, es un aspecto más de la civilización «burguesa» y se esfuerza por continuar el desarrollo de ésta sin aportar ningún espíritu nuevo. El industrialismo de la civilización, que sólo engendra ficciones y sombras, mina inexorablemente la disciplina y la motivación espiritua­les del trabajo, preparando así su propio fracaso.
La civilización no es capaz de realizar su sueño: el de un poder universal que se acrecienta indefinidamente. La torre de Babel no podrá ser construida. En la guerra mundial hemos visto ya la decaden­cia de la civilización europea, el derrumbamiento del sistema industrial, el desenmascaramiento de las ficciones de las que ha vivido el mundo «burgués»: ésta es la trágica dialéctica del destino histórico, de la cultura y de la civilización. Nada puede ser entendido desde una perspectiva estática; es necesario contemplarlo todo desde un punto de vista dinámico, pues sólo así descubriremos que, en el destino históri­co, todo tiende a transformarse en su contrario, todo está lleno de contradicciones internas y lleva en sí mismo el germen de su propia ruina. El imperialismo es un producto técnico de la civilización. El imperialismo no es cultura, es voluntad notoria de poder universal, de [193] organización de la vida a escala mundial; el imperialismo «burgués» de los siglos XIX y XX (tanto el inglés como el alemán) está ligado al sistema capitalista e industrial, es técnico por naturaleza. Hay que distinguirlo, pues, del imperialismo de tiempos pretéritos, por ejem­plo, del sacro imperio romano o del sacro imperio bizantino, los cuales se sitúan en un plano simbólico y pertenecen a la cultura, no a la civilización. En el imperialismo se manifiesta la dialéctica inexorable del destino histórico: a través de la voluntad imperialista de poder universal se disuelven y pulverizan los cuerpos históricos de los esta­dos nacionales, que pertenecen a la época de la cultura. El Imperio británico significa el final de Inglaterra como estado nacional. La voraz voluntad imperialista lleva en sí el germen de la muerte; el imperialis­mo, a través de su evolución irresistible, mina sus-propios fundamen­tos y prepara su transformación en socialismo, el cual está obsesionado a su vez por la voluntad de poder y de organización universales y representa tan sólo un momento ulterior de la civilización, otro aspec­to de la misma. El imperialismo y el socialismo, tan semejantes entre sí, representan una crisis profunda de la cultura. En la época capitalis­ta-industrial del imperialismo en disolución y del socialismo naciente triunfa la civilización, y la cultura entra en decadencia. Esta decadencia no significa su muerte, pues, en un sentido más profundo, la cultura es eterna. La cultura antigua entró en decadencia y, aparentemente, mu­rió, pero continúa viviendo en nosotros, constituye un estrato profun­do de nuestro ser. En la época de la civilización, la cultura se retira a las profundidades; sólo conserva su aspecto cualitativo, no el cuantita­tivo. En la civilización comienzan a manifestarse procesos de barbarie, de envilecimiento, de pérdida de las formas perfectas elaboradas por la cultura. Esta barbarie puede adoptar diferentes formas. Después de la cultura griega, después de la civilización universal romana, comenzó una época de barbarie, la del primer medioevo. Se trataba de una barbarie ligada a los elementos de la naturaleza, derivada del aflujo de nuevas masas humanas que traían sangre joven y llevaban en sí el olor de las selvas septentrionales. La barbarie que puede despuntar en el apogeo de la civilización europea y mundial no es de este tipo; será una barbarie procedente de la civilización misma, del olor de las máquinas, una barbarie que la técnica misma de la civilización lleva en germen. Esta es la dialéctica de la civilización. En la civilización se agota la energía espiritual y se extingue el espíritu, que es la fuente de la cultura; entonces comienzan a dominar sobre las masas humanas no [194] las fuerzas naturales, bárbaras (en el sentido más noble del término), sino las fuerzas del reino del maquinismo y de la mecanicidad, que reemplazan al ser auténtico. La civilización nació del deseo del hombre de vivir una vida «real», adquirir un poder y una felicidad «reales», en contraposición al carácter simbólico y contemplativo de la cultura. Este es uno de los caminos que llevan de la cultura a la «vida», que conducen a una transformación técnica de la vida. Era necesario que el hombre recorriese este camino hasta el final y descubriese el alcance de las energías técnicas; ahora bien, por esta vía no se alcanza una existencia auténtica y la imagen del hombre queda destruida.
6. Pero a partir de la cultura es posible el nacimiento de una voluntad de «vivir» diferente, de una voluntad de transfigurar la «vida»; la civilización no es el único camino para pasar de la cultura (con su trágica contraposición a la «vida») a la transfiguración de la «vida» misma. Existe también el camino de la transfiguración religiosa de la vida, de la realización del ser auténtico. En el destino histórico de la humanidad podemos distinguir cuatro épocas o estadios: la barbarie, la cultura, la civilización y la transfiguración religiosa. Estas épocas no hay que entenderlas únicamente como sucesivas, pues pueden coexis­tir, ya que son tendencias del espíritu humano; ahora bien, si conside­ramos un período determinado de la historia, predominará en él uno de tales estadios. En la época helenística, en la época de la civilización universal romana, había de surgir de las profundidades la voluntad de transfiguración religiosa, y entonces apareció en el mundo el cristianis­mo. Y apareció, sobre todo, como transfiguración de la vida, circunda­do del milagro y operando milagros: el anhelo de lo milagroso va ligado siempre a una voluntad de transfiguración real de la vida. Pero el cristianismo, a lo largo de la historia, pasó por los estadios de la barbarie, de la cultura y de la civilización. No en todos los períodos de su destino fue transfiguración religiosa. Durante el estadio cultural, el cristianismo fue, ante todo, simbólico, ofreció solamente imágenes, signos y analogías de lo que es la transfiguración de la vida; durante la época de la civilización se volvió, sobre todo, pragmático, se transfor­mó en un instrumento eficaz para potenciar la vida, en técnica de disciplina espiritual, pero el anhelo de lo milagroso se debilitó y comenzó a extinguirse en el apogeo de la civilización. Los cristianos de la época de la civilización continúan profesando una fe tibia en los milagros del pasado, pero ya no los esperan en el presente, ni poseen una voluntad creyente en el milagro de la transfiguración de la vida. [195] No obstante, es preciso que surja una fe en la transfiguración de la vida, en una transfiguración que no es técnico-mecánica, sino espiritual-orgánica; sólo así se abrirá un camino desde la cultura en decaden­cia a la «vida» misma, un camino diferente del que ha recorrido la civilización. La religión no puede ser un aspecto secundario de la vida, ha de lograr la transformación ontológica de la vida, a diferencia de la cultura, que sólo realiza esta transformación de un modo simbólico, y de la civilización, que sólo la lleva a cabo en el plano técnico. Pero quizá hemos de pasar todavía por un período en el que dominará una civilización de la pura apariencia.

Rusia es un país enigmático, cuyo destino resulta todavía incom­prensible, un país en el que se ocultaba el sueño apasionado de una transfiguración religiosa de la vida. Entre nosotros, la voluntad de cultura estuvo siempre limitada por una voluntad de «vida», la cual se movía en dos direcciones distintas que, a menudo, se entremezclan: hacia la transformación social de la vida a través de la civilización y hacia la transfiguración religiosa, hacia el advenimiento del milagro en la vida de la sociedad humana, en la vida del pueblo. Nosotros los rusos hemos comenzado a experimentar la crisis de la cultura sin haber conocido a fondo la cultura misma; siempre hemos estado insatisfechos de la cultura, nunca nos hemos decidido a crear una cultura propiamen­te dicha. El apogeo de la cultura rusa es Pushkin y la época de Alejandro I, pero la gran literatura y el pensamiento rusos posteriores a Pushkin ya no fueron cultura, aspiraron a la transfiguración religiosa de la vida. En este marco hay que contemplar las creaciones de Gogol, Tolstoi, Dostoievski, Soloviév, Leontiev, Fedorov, así como las corrien­tes filosófico-religiosas más recientes. Entre nosotros, las tradiciones culturales siempre fueron demasiado débiles y el elemento bárbaro, demasiado fuerte. Por lo que respecta a nuestra voluntad de transfigu­ración religiosa, hay que decir que llevaba en sí una cierta inclinación hacia lo fantástico, hacia lo extravagante. Pero a la conciencia rusa le fue dado comprender la crisis de la cultura y la tragedia del destino histórico de un modo mucho más agudo y profundo que a los pueblos occidentales, más prósperos. Quizá el alma rusa posee una mayor aptitud para expresar el anhelo de la transfiguración religiosa de la vida. Nuestro pueblo tiene necesidad de la cultura, al igual que todos los demás, y hemos de recorrer el camino de la civilización; no obstan­te, nosotros nunca seremos tan prisioneros de la cultura y del pragma­tismo de la civilización como los pueblos de Occidente. La voluntad [196] del pueblo  ruso  tiene  necesidad  de  purificarse  y  de robustecerse, nuestro pueblo ha de hacer penitencia; sólo así su voluntad de transfi­guración de la vida le dará derecho a definir su propia vocación en el mundo. [197] 

  Η ΕΛΑΦΡΙΑ ΠΝΕΥΜΑΤΙΚΟΤΗΤΑ ΤΗΣ ΕΝΣΥΝΕΙΔΗΤΟΤΗΤΑΣ   Μετά από μερικούς αιώνες προοδευτικής εκκοσμίκευσης, ταχύτατης προσαρμογής των περισσό...