1/02/2016

La tragedia de la fe: Siete causas por las cuales la fe se agota y muere
San Nicolás Velimirovich


La primera razón por la que experimentamos la pérdida de la fe reside en que nos acostumbramos a este mundo y a la vida tal como transcurre en él. Cuánto más nos parezca nuevo e inusual este mundo, nuestra fe en Dios es más intensa. Pero el día en que este mundo nos parezca meramente lo bastante viejo y lo suficiente común, la fe se extinguirá dentro de nosotros. Cuanto más “vivimos”, tanto más tendemos a acostumbrarnos a la realidad de este mundo. Y cuanto más nos acostumbramos a este mundo, más nos alejamos de la inmensa y sublime impresión que éste nos dejó en el principio de los tiempos. Quien alguna vez escale los Alpes, quedará deslumbrado por la única e inesperada visión de todo cuanto podríamos ver desde sus alturas. Aunque quien haya vivido diez años en los Alpes, no sólo ya no quedaría deslumbrado por el maravilloso espectáculo de la Naturaleza frente a sus ojos, sino que puede experimentar un aburrimiento indecible. El astrónomo que por primera vez aprende sobre el tamaño de los astros y la innúmera multitud de las estrellas, sobre la distancia entre ellos y su flujo ininterrumpido, permanece embriagado por la magia del Universo. Sin embargo, si durante algunos años siempre ve el mismo estelar espectáculo, aun con la ayuda de la tecnología más sofisticada, le parecerá en algún momento todo lo que había visto “algo más de lo mismo”; y de la primera fascinación que había experimentado no habrá quedado ni siquiera la sombra. Hemos visto por mucho tiempo el teatro del mundo, y su maravillosa y rica puesta en escena no puede ya proporcionarnos un nuevo interés hasta el final. Quizás, es mucho tiempo el que hemos vivido, para no empezar a bostezar de aburrimiento. Como de aburrimiento bostezaban los hombres también en la cima de los Alpes, en la bahía de la maravillosa ciudad de Neápolis, o bajo la estrellada bóveda del cielo de la India. Sin embargo, donde reine la sensación de tedio en relación con este mundo, allí la fe en Dios se esfuma. Y allí donde la fe en Dios se ha esfumado, se marcharán juntamente con ella también el profundo deseo que habita en el alma y también la serenidad.

Los que se han acostumbrado a este mundo se parecen a hombres rústicos que acaban de sentarse a la mesa real. Con temor y asombro, pues, estos rústicos seres se han acercado a la mesa real. Ninguno de ellos, ciertamente, duda de la presencia del rey y de la dignidad real de la mesa. Luego se sientan, empiezan a comer y beber; pero al haber comenzado desde los postres y las bebidas, se abruman con brevedad, y pierden de delante de sus ojos tanto al rey como a la dignidad real de la mesa. Comienzan a trincar los alimentos y las bebidas; se empujan, se golpean, hacen volteretas, gritan, riñen entre ellos sobre quien realmente posee la mesa y quien se sienta en el centro y, finalmente, bostezan. La hospitalidad en el palacio real se les ha tornado tediosa. Y entonces comienzan de una a quejarse y a desesperarse, convirtiendo la mesa real en dormitorio, y el dormitorio en establo. Hasta que todo lo que comparece ahora ante sus ojos ha perdido ya su majestad real, y la rusticidad y la vulgaridad comienzan a reinar por todas partes; incluso en los pensamientos, las palabras y las obras de los otros huéspedes. El rey-anfitrión, incólume, observa y ordena volver a llenar con manjares y bebidas la mesa real una y otra vez. El alma magnánima, por su parte, siente la presencia del rey y se avergüenza profundamente de la conducta de sus ignorantes co-huéspedes.

El alma magnánima se siente en medio de este mundo siempre como si estuviese en medio del templo más santo y sagrado. Y, cuanto más tiempo semejante alma se encuentra de pie en medio de este templo, tanto más el templo a su vista no pierde ni una pizca de su sacralidad. Por el contrario, cada vez más su alma percibe la inefable belleza y la terrible majestad del Templo en el cual sus pies descansan.

La segunda causa del debilitamiento y el acabamiento de la fe en nosotros es la sobrecarga del espíritu con múlpiles y pequeños conocimientos, donde simultáneamente falta el saber esencial. Este saber esencial se trata no más que del conocimiento sobre Dios. Los otros saberes, grandes y pequeños, se refieren a las obras de Dios, al hogar de la Naturaleza y a sus componentes. La ingente cantidad de conocimiento producida en nuestra época es mucho mayor que la que pudo existir en cualquier otro momento de la historia. En la época actual los seres humanos corren para adquirir más conocimiento. Sin embargo, respecto a la calidad del saber son pocos aquellos que realmente le prestan atención. En nuestra cabeza se crea un vasto almacén de conocimientos sobre química, física, astronomía, tecnología, sociología, el arte de la danza y de cocina, de música y el flirteo. Muchos cerebros hoy día son simultáneamente como laboratorios químicos enteros y jardines zoológicos y repertorios musicales vivientes. Muchas mentes son realmente enciclopédicas. Sin embargo, por esta misma razón en la mayoría de las cabezas humanas no hay ningún lugar para Dios, para el mayor saber de todos los saberes.

En los tiempos antiguos y más simples los seres humanos no contenían en su espíritu tantos saberes tecnológicos, como los de nuestro tiempo, pero el conocimiento por excelencia estaba siempre vivo y siempre ocupaba una posición central. Y en los tiempos modernos, en las épocas de los desarrollos científicos y técnicos, los hombres de espíritu fuerte no se dejan sobrecargar y abrumar por las inmensas cantidades de saberes que la época le otorga, al tiempo que estos saberes no podían eclipsar este saber esencial.

Para aquellos que comprenden, todos los hechos aparecen con lucidez, y de este modo, a través de todos los eventos son capaces de ver el evento principal en toda la ecumene. Pueden entrever las sutilezas dentro de cada forma que reviste a cada una de las criaturas; perciben así lo esencial y la dinámica fundamental de cada cosa. Nunca los poderosos fueron más poderosos, y nunca los sabios fueron más sabios, como en la época que nos ha tocado vivir. Y por esta misma razón, nunca los débiles fueron más débiles, y los miopes tuvieron más miopía, y los vulgares se hicieron tan vulgares, como en nuestro tiempo. En los magnánimos y en los sabios la fe en Dios continuamente se eleva por encima de todo conocimiento, de todas las circunstancias y de todos los acontecimientos; situándose siempre en torno a ellos cual una atmósfera luminosa que engloba a un cuerpo celeste. A partir de esta atmósfera todos los eventos cobran verdadera vida y movimiento. Sin este ámbito de iluminación todos los eventos se congelan y se cubren con la sombra de la muerte. ¿Tiene la Luna atmósfera? Con certeza, no es todavía conocido, pero si realmente no la tiene, entonces ella representa una imagen de lo que significa el conocimiento sin la fe. Existen en su corteza metales y minerales, elevaciones y cráteres, pero ninguna de estas cosas respira. Es por eso que la luna es atraída por planetas que viven, respiran y viven, como un sarcófago funerario que brilla. Tal es el conocimiento sin fe. Este conocimiento se asemeja a un sarcófago funerario, el cual habita dentro de nosotros. Y cuanto mayor sea nuestro conocimiento, pero sin fe, tanta más densidad de muerte yacerá en nuestra alma. Ciertamente con amplitud y elegancia será revestido este sarcófago de conocimiento, pero siempre tras el signo de la muerte. Pero hay más: Debajo de este sarcófago de muerte, se encuentra de nuevo la fe, aunque reprimida y asfixiada. Ésta, después de una batalla inútil por levantarse y envolver el metálico sarcófago mortuorio del vano conocimiento, con su frescura y vigor; después de todos sus vanos heroicos esfuerzos, se encuentra ella misma de nuevo a la sombra de la muerte. La tragedia es total. Y dentro de la tragedia del alma, yacerá también nuestra propia tragedia, la de nuestra felicidad, nuestra paz y nuestro optimismo.

La tercera razón por la cual sufre y es destruida nuestra fe, se debe a nuestra incesante dedicación a las obras humanas.  El trabajo nos acorta la visión, y nosotros solo detenemos nuestra vista en estas obras y no somos capaces de ver más allá. Observamos las obras logradas por las ciencias, los inmensos logros de la mente humana, hasta el punto que nuestros ojos lagrimean frente a la multitud de estas obras, de modo que luego se vuelven incapaces de ver un horizonte más amplio y luminoso. Vemos las grandes ciudades, obra de nuestras manos; pero las obras de Dios pasan desapercibidas ante nosotros. Nuestra cultura posee en mayor medida el dominio de nuestra visión que la propia naturaleza, una vez que ésta última ha desaparecido prácticamente de la superficie de las ciudades. El ser humano como creador de los artefactos culturales de momento comparece como el único creador en el universo. Los rascacielos ya no nos permiten ver la Casa Amplísima de Dios. Debido al polvo que se levanta en forma de rascacielos en los nichos metropolitanos que el hombre ha creado se nos hizo casi imposible divisar el Cielo. Con frecuencia, en medio de nuestra indolencia, apreciamos más la obra y menos al obrero. Observamos con admiración la majestad de una catedral medieval, al tiempo que observamos desde su altura con desprecio a los propios hombres. Como si fuese la catedral de mucho más valor, y digna de mayor admiración, que aquellos que la construyeron: los seres humanos.

Del mismo modo, solemos admirar a la naturaleza, pero a su creador ni siquiera le recordamos. ¡Cómo si la materia fuese de mayor valor que su creador! O vemos al ser humano quien desempeña su papel en el mundo y lo admiramos mucho más que a Aquél quien lo puso en este lugar del Universo. De este engaño proviene la terrible tragedia de la fe en nuestras almas.

La fe constituye siempre una observación austera del creador sobre su creación y del trabajador sobre su obra. La fe mantiene siempre su valor absoluto frente a todo aquello que los ojos puedan ver, los oídos escuchar y las manos crear. Por esta razón la fe se mantiene en rivalidad con todas las fuerzas del mundo, las cuales quieren dar a algo que es relativo el valor de lo absoluto. La más grande y terrible tragedia de la vida nace allí; donde vencida la fe, ésta muere.

La cuarta causa de la tragedia de la fe que hoy viven muchas personas, y esta la subrayo por su relevancia, constituyen los engaños que perpetran los propios representantes de la fe. Cada persona valora la semilla según el fruto que genera. Si el fruto es amargo, ¿quién pudiese deleitar el fruto? Aquellos que pusieron toda su vida al servicio de la fe deberían ser los mejores frutos que la semilla de la fe pudiese dar.

La fe es la semilla, el ser humano es su huerto de cultivo. Cuando cultivamos las mismas semillas en diferentes huertos, diferentes calidades de frutos cosechamos.

La fe es la semilla, el sacerdote es el ser humano. ¿Cómo la misma semilla en diferentes terrenos traerá diferentes frutos?  Realmente, cada quien espera que el sacerdote que profesa una fe sea el mejor fruto que pueda dar esa fe, y según la calidad del fruto, valora la semilla. No obstante, el mundo entero puede ser burlado por semejante valoración. Puesto que en muchas ocasiones vemos que el sacerdote es el peor fruto que ha podido salir del campo de la fe a la cual sirve. De la misma semilla crece en un campo una flor, y en el otro sólo crece la cizaña. Debe valorarse la semilla según la mejor calidad de fruto que aquella pueda dar. Cuando la mejor semilla cae entre las espinas, las espinas la ahogan. Sólo la buena semilla en buen terreno puede retribuir buenos frutos, en forma centuplicada, según las palabras de Cristo. La fe cristiana, cultivada en buen terreno, da los mejores frutos que puede dar esta fe. Sin embargo, la fe cristiana, fue también esparcida entre espinas y piedras, cerca de la cizaña y en el camino, donde no puede crecer, o si crece, no puede dar fruto, y, si da fruto este es amargo.

La fe cristiana se reveló en grandes hombres y mujeres, titanes de la virtud y del espíritu; sin embargo, se encontró también como injerto malogrado en acres y espinosas plantas. Es como la perla que fue arrojada frente a los seres humanos y los cerdos. Los seres humanos recogieron la perla y la custodiaron con todo su brillo. Los cerdos mezclaron la perla con el maíz, se comieron el maíz, mientras que la perla la pisotearon en el barro y con su hocico la arrojaron como una cosa que no se come. Son tontos aquellos que pisotean la perla dentro del barro. Sin embargo, más tontos son aquellos que viendo la perla delante de los cerdos, manchada por el barro, y creen que se trata de arena, cuando en realidad es una perla. Cada profesión tiene sus Judas. Cada trabajo tiene aquellos que son su vergüenza.

No obstante, no son muchos los que piensan con tal lógica. Muchos son los que ven un sacerdote impío y su fe dentro de ellos muere. Muchos ven un a un confesor que es cínico, y su fe titila, próxima a apagarse, como la llama de la vela delante del viento. Muchos escuchan sobre el comportamiento impío de los altos representantes de la fe cristiana, y la vacilante llama de la fe en sus almas finalmente muere. Y cuando en medio de la batalla con el viento frío a contramarea se extinga la llama, la tragedia de la fe entonces es total.

La quinta causa la constituye la pseudo-ciencia y la pseudo-teología. La pseudo-ciencia construye engaños en contra de la fe, y la pseudo-teología construye engaños en contra de la ciencia. La pseudo-ciencia hace uso de las primitivas y manipulables formas de la fe, y las generaliza como la única forma de fe posible; sobre estas formas ejerce su crítica y su negación. La pseudo-teología, de la misma manera, sólo tiene ojos para los excesos de los descubrimientos y desarrollos científicos, hace una generalización de tales excesos y de nuevo regresa a la negación. 

En el siglo XX se desarrollaron de manera relevantes las ciencias físicas y tecnológicas. Los sabios y sensatos utilizaron tal desarrollo para profundizar y crecer, mientras los imprudentes e insensatos solo para hacer más vulgar y tediosa sus  propias vidas. A causa de este enriquecimiento de la ciencia los sensatos se volvieron más sensatos, y los insensatos más insensatos. Los hombres sabios no ven la verdad partida en dos de manera irreconciliable: una parte en la ciencia, y otra en la fe; sino que perciben la unidad y la armonía entre la ciencia y la fe. Los insensatos disfrutan de las peleas innecesarias con artimañas y subterfugios; haciendo siempre en pequeñas astucias discursivas frente a cualquier exposición lógica. Ellos, producen vanamente méritos sólo para sí mismos en la insensata discusión de si la ciencia se opone a la fe o, por el contrario, de si la fe se opone a la ciencia.

La verdadera fe no se opone nunca a la verdadera ciencia, como tampoco la verdadera ciencia nunca niega la verdadera fe. Sólo las manifestaciones enfermizas de la una y la otra resultan lo exagerado y lo desmedido.  Mi fe en Dios no me impide reconocer la totalidad de la verdadera ciencia de principio a fin. Al contrario, la ciencia, adquiere mayor claridad y exhaustividad, con el impulso de la iluminación y el vigor de la verdadera fe. Que sepáis: cuando un científico, se levanta en contra la fe en el nombre de la ciencia, en realidad se rebela contra las peores formas de la fe en el nombre de la verdadera ciencia. Y cuando un teólogo se rebela contra la ciencia en nombre de la fe, en realidad se levanta contra los excesos y las formas perjudiciales con que se utiliza la ciencia en el nombre de la verdadera fe. La verdadera ciencia, es aquella que se encuentra en perfecta armonía con la verdadera fe. Puesto que los sabios nunca se pelean, es por eso que los sabios se comprenden y se aman. Los míseros de alma, todo el tiempo disputan y se fagocitan entre ellos, e incluso llegan a disfrutar con la disputa por el más insignificante roce. Sin embargo, estas pequeñas disputas y pequeñas fricciones de la pseudo-ciencia y la pseudo-teología son capaces de hacer vacilar muchas almas sencillas de la fe. Y cuando ocurre tal vacilación, sus almas luchan por sobrevivir. A menudo esta batalla termina con la pérdida de la fe. La derrota de la fe, de este modo, marca el triunfo de la oscuridad y el mal dentro de los seres humanos.

La sexta razón, por la cual fe es derrotada, es la injusticia social. El hombre cuando mira la cúpula celeste adornada con luces brillantes, su fe brilla y calienta como una llama. Pero cuando éste observa la injusticia que ejerce un ser humano sobre otro, su fe languidece como la llama del fuego bajo un torrente de lluvia. Algunos movimientos de los trabajadores en el mundo, en su protesta contra el reparto injusto de los bienes y de la riqueza de la tierra, encuentran necesario incluso protestar en contra de la fe. Esta protesta de los trabajadores contra la fe, en cierta medida se justifica. Se justifica en tanto se refiere a las formas distorsionadas de la fe, a aquellas que se ponen al humillante servicio del capitalismo y las cuales apoyan flagrantemente la injusticia económica, a causa de la cual sufren y mueren miles y millones de personas. Sin embargo, esta protesta no sólo es injustificada, sino también resulta una tontería cuando se refiere a la fe en general. Es injustificada porque es injusto y simplista, porque de este modo el mejor amigo es convertido en enemigo. El mejor amigo de los pobres y oprimidos en este mundo es la fe. Si los pobres y oprimidos en este mundo desean emprender una exitosa lucha en contra de sus opresores, deben hacerlo en el nombre y la justicia de Dios. Una cosa se convierte realmente en grande y monumental, cuando Dios es la piedra angular. Invocar el sentido de la fraternidad y de la humanidad en la lucha por la justicia, sin creer en Dios, sólo pueden hacerlo aquellos que han sido engañados o aquellos en los que no existe una correlación entre mente y lenguaje. El no creer que exista una justicia cósmica en el Universo que nos trasciende, y al mismo tiempo demandar justicia terrenal entre los hombres, es como no creer que el sol puede iluminar la tierra y demandarle a una simple piedra que la ilumine.

La injusticia social nos afecta a todos nosotros, nos provoca dolor, nos expone a oscuros pensamientos, corroe nuestro optimismo y nos enturbia nuestra mirada hacia lo Alto. Y sólo un simple pensamiento sobre la injusticia social, bajo la cual una vida humana se encuentra en estado de sufrimiento, puede tener el poder del viento del desierto, frente al cual todo lo vivo se marchita. Frente a este viento desértico que sopla desde la injusticia social, nuestra fe también se marchita. Como la hierba verde que, bajo la guadaña a la hora de la siega, se seca y se ennegrece, así mismo, frente al hecho de la injusticia social. nuestra fe yace en el lecho de muerte y muere.

¿Por qué aquel que trabaja debe morir de hambre? ¿Por qué la vida de la mayoría tiene que ser un prolongado martirio, mientras la vida de una minoría es una celebración prolongada? ¿Por qué sufren los justos? ¿Por qué el sabio es humillado y relegado al ostracismo frente al mediocre y al tonto? ¿Por qué el que hace el bien sólo experimenta ingratitud de los otros? ¿Por qué los humildes tienen que vivir siempre a la sombra de los soberbios? ¿Por qué el pródigo tiene que tener dos casas grandes y majestuosas, mientras al virtuoso se le hace la vida más difícil dentro de los talleres de carpintería de Nazaret y en sus estrechas chozas? ¿Por qué el valeroso es empujado con los codos por los temerosos, cuando su lugar reside en estar al frente? Y, ¿por qué todo esto, si hay un Dios justo?

Bajo el peso de estas preguntas el valor moral de los muchos se desvanece, y, allí donde no hay valor, tampoco desde luego hay fe. Cuando disminuye el valor, la fe declina; cuando el coraje muere, con el muere también la fe. El valor y la fe siempre son enterrados en la misma tumba.

Por último, la séptima causa por la cual la fe declina en nosotros es la felicidad. Sólo las almas grandes y fuertes son capaces de mantener la felicidad con el rostro de cara a Dios. En las almas ignorantes la felicidad es la deidad suprema a la cual adoran. Las almas ignorantes sólo en la felicidad son ateas. Pero en la desdicha nadie se vuelve más devota que éstas mismas almas. Sin embargo, también un alma fuerte en la fe, puede dejarse arrastrar cuando se encuentra en medio de la felicidad. Excelentes personas pueden cambiar tanto con la felicidad que ni siquiera pueden ser reconocidas por sus propios amigos. Una persona que siempre estuvo colmada de alegría, de repente gana mucho dinero con la lotería que acaba de ganar, y así no más se vuelve una persona triste y de mal humor. Una pobre chica se casa con un hombre de noble cuna, y así no más, ésta se vuelve orgullosa y comienza a despreciar a sus antiguas amigas. Un amigo nuestro querido toma un cargo en el poder, y de pronto éste enloquece. Un artista con la fama apenas alcanzada, de repente se convierte en un charlatán.  Realemnte, aquello que en nuestra lengua humana nombramos como felicidad, con mucha frecuencia se convierte en la mayor fuente de desdicha para el ser humano. La felicidad terrenal toma posesión de muchas almas y endurece el corazón de la mayoría. Entonces ¿Puede haber una desdicha mayor que aquello a lo que llamamos "felicidad"? Debemos tener valor en la hora que la felicidad nos viene, al igual que la tenemos en medio de las dificultades. Se necesita mucho valor para no rendirnos ni en medio de la felicidad ni en medio de la desdicha. Para quien la felicidad se haya convertido en un ídolo, para éste Dios ha cesado de ser Dios. Al ofrecer incienso a este ídolo de la felicidad, - alimentando así su bienestar y felicidad para sí mismo al tiempo que es indiferente para con el bienestar y la felicidad de los otros-, no ofrece ningún sacrificio a Dios. Quien crea que los cuatros puntos cardinales del planeta se restringen al horizonte individual de su felicidad, está abrazando con sus manos no más que una vana ilusión. Cualquiera que crea celebrar su felicidad fuera del horizonte de Dios, y sin Dios, está sin saberlo experimentando el plúmbeo silencio antes de la catástrofe, y riendo con una risa que pronto se convertirá en hielo. Porque, cuanto la felicidad resida dentro de la casa, tanto la desdicha se encuentra frente a la puerta de la casa, esperando su turno. No hay hogar en el mundo en el cual la desdicha no pudiese entrar para mostrar su rostro al descubierto.

Estas siete razones mencionadas aquí, son capaces, cada una o en conjunto, provocar la tragedia de la fe. Cuando siete arbustos con espinas brotan alrededor de un lirio noble, y tejen sus ramas por encima de éste, de modo que le ocultan el sol y le envenenan el aire, entonces el lirio se pudre en la humedad y se ahoga en la oscuridad. El Dios del cielo ve como muchos hermosos lirios se pudren y se ahogan en la tierra. Y Dios desde lo Alto, ve cuántas almas se transforman en espinas y sin lirios a su alrededor. Efectivamente, Dios, hasta las espinas utiliza para el bien, pero ¡ay de aquél que es espina! Primero, ¡ay de aquél que es espina!; y luego, ¡ay de aquéllos que le rodean! La vida sin fe es la más oscura de todas las tragedias. Frente a esta tragedia, la tragedia del Calvario es luminosa. Aquel que viviendo con fe en su alma sufre y está próximo a ser destruido, incluso encima de la cruz de su martirio, se asemeja al marino en medio de la tormenta; el cual, a través de las dificultades y la oscuridad, continúa divisando la estrella del norte, por lo que no que pierde su orientación. Por contrario, aquel que no tiene fe y en la misma situación se encuentra, no ve un rayo de luz en la oscuridad, no ve nada a su alrededor, y ni siquiera se ve a sí mismo. Refriega sus ojos para ver, pero cuanto más refriega sus ojos, tanta más densa se vuelve la oscuridad, y más desgasta su garganta de tanto gritar. Sin embargo, ni siquiera el mismo se encuentra en lugar para escuchar su propia voz, del estruendoso ruido que impera alrededor suyo. La desesperación del incrédulo es el acontecimiento más horrible de todos los tiempos. Esta desesperación es escondida con cinismo, de modo que no resulta visible a simple vista. Si todos los no creyentes justos supieran de las confesiones de todos los infieles que han sacado de su alma en el lecho de la muerte, se apresurarían todos a desarraigar las cizañas y las espinas de su alma y dejar que el caído lirio que habita en su interior se levantase para crecer y crear regocijo en sus almas dándole color y aroma. Sin esta alegría de la fe, las almas incrédulas son incoloras e inodoras. Las piedras preciosas y cristalinas son más agraciadas a la vista que estas almas incrédulas. Y cada una de estas piedras es más digna de condolencia que cualquiera de estas almas. ¿Qué clase de grandes planes podría soñar un incrédulo? Todos sus planes son vanos: El incrédulo realmente debería cada noche confesarse a sí mismo cómo tales planes no son que una gran farsa. Delante de los otros seres humanos, quizás, debería llevar una máscara por esta gran farsa, pero frente a sí mismo no. Todos los grandes proyectos, ya sean personales, nacionales o globales, si no se fundan en la base pétrea y sagrada de la fe, se fundan sobre la cera. Que, en cuanto el sol la calienta, la cera se derrite y entonces la gran torre se desploma sobre la tierra.

Danos, oh Dios, fuerza en nuestra mente, de modo que lo que construimos en la fe, en Ti lo construimos. Puesto que la fe en Ti, nos da el valor para cada obra y nos brinda luz en el camino. Danos tu luz para emprender nuestro peregrinar en este mundo. Cualquier otra luz, salvo la que proviene de Ti, confunde nuestros pensamientos y congela nuestros corazones. Fuente de cálida y vivificadora Luz, no nos abandones a nosotros, los cansados ​​y sedientos viajeros. Tú, que resucita a los cuerpos y almas de los muertos, echa un vistazo a nuestro propio sarcófago. Qué se calcinen todas las mortíferas cizañas que habitan en nuestro interior y, qué en su lugar, resucite la vivificadora fe en Ti. De modo que nosotros también seamos dignos obreros en Tu gran taller, dignos invitados en Tu gran mesa en este mundo, dignos de Tu nombre, nuestro Creador, orgullosos de Tu paternidad, nuestro Padre. Amén.

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