Cultura y tradición: apuntes sobre el concepto de
historia
(…) la
Historia sólo puede aprehenderse a través de sus efectos, y
nunca directamente como alguna fuerza cosificada. Este es, en efecto, el
sentido último en que la
Historia en cuanto cimiento y horizonte intrascendible no
necesita ninguna justificación teórica particular: podemos estar seguros de que
sus necesidades enajenantes no nos olvidarán, por mucho que prefiramos no
hacerles caso.
Fredric Jameson
Introito
Para quien se interroga por el sentido y el poder de las cosas desde sus
maneras más sencillas, pero desde una perspectiva en profundidad –y en lo hondo
de aquellas cosas que procura y les preocupa-, pudiera experimentar entonces lo
que en la tradición rabínica hebrea se nombra con el cavar: la penetración cada vez más honda en el espacio dinámico de
la totalidad concreta, que interroga a la existencia bajo un cuestionamiento
radical de nuestra condición y situación en el mundo. Un penetrar allí donde
las grietas abran una ruta para encontrar los manantiales que aún fluyen en el
subsuelo de la historia, una excavación donde a los muertos se le abrirán los
sepulcros y sus palabras serán expuestas en la escena de la historia. Un cavar
que puede pensarse desde la mística cabalística, en la cual el concepto mismo
de tradición –como recibir, donde la recepción es ya actividad vital por
excelencia- comienza a mostrarse en su contenido de verdad. Ella aquí puede ser
apropiada desde una perspectiva crítica, en tanto que la señala como un
movimiento de dentro hacia fuera
sobre la base de la historicidad de una praxis vital rectificable. Supone
comprender el mundo histórico en su total dinamismo, la cultura misma emplazada
como mina y horizonte. Pero no como una mina- depósito en la que se sacarán
tesoros y botines al modo del geólogo al concebir los hechos culturales como
yacimientos.
Es el penetrar en profundidad del pensamiento que aparece en las
alegorías socráticas del torpedo, la comadrona y el insoportable tábano. Que
también figura imaginativamente en el tropo shakesperiano en el que se articula
la figura espectral de la sombra paterna de un pretérito que se resiste a ser
preterido, con la figura subterránea del topo que mina el presente histórico
con el reclamo de justicia ante el crimen cometido: ¡Bien has escarbado, viejo topo!... Pero
¿cómo puedes taladrar con tal prontitud
los senos de la tierra diestro minador?[1]
La exclamación del príncipe escucha la voz de aquel
que ha vuelto de las sombras para redimir los escombros que han quedado de una
realidad truncada.
El cavar se convierte en una cifra alegórica que también atraviesa el
pensamiento hegeliano y marxiano -y el horizonte de tradiciones que abren tales
epistemes cosmovisivas en las últimas dos centurias- bajo la figura
inquisitiva, laboriosa y diestra del topo hamletiano. En un principio, es el
Espíritu del Mundo hegeliano, en el que la filosofía como saber busca
incesantemente la reconciliación del pensamiento con la vida que se ausenta; la
autoconciliación del espíritu esforzándose y marchando hacia un mundo que se
hace cada vez más concreto. Hegel dice en sus Lecciones de historia de la filosofía:
Lo que nuestra mirada abarca rápidamente en el recuerdo, tardó largos
siglos en realizarse. En la realidad, el concepto del espíritu aspira a una evolución totalmente concreta, a
plasmarse en una existencia externa, en toda su riqueza, a desarrollar esta y a
brotar de ella. Avanza sin cesar, pues sólo el espíritu es progreso. A veces,
parece como si se perdiese y olvidase; pero, contraponiéndose interiormente, se
desarrolla sin cesar interiormente -como Hamlet dice del espíritu de su padre: “¡Bien has trabajado, inteligente topo!-“,
hasta que, por fin, fortalecido dentro de sí, rompe la corteza terrestre que la
separaba de su sol, de su concepto. Es estas épocas en que la corteza terrestre
se desmorona como un edificio podrido y sin alma, y el espíritu se revela revestido de nueva juventud, calza las
botas de las siete leguas. (HEGEL apud ARENDT, p. 125)
El canon de la dialéctica hegeliana pensado desde este tropo, nos
trasladaría hacia un paisaje en el que las Ideas se autoconcilian a través de
una magia sintética en el que la mise en
scene del mundo es ya su propio desenlace plausiblemente resuelto por un
espíritu inteligente. Este canon reza de este modo: todo lo racional es real y todo lo real es racional. La
dialéctica especulativa como movimiento real y método racional del espíritu
emplazado en la historia conceptúa su pretensión de realización en el hecho de
que la contradicción ilumina, el concepto consuma la existencia y el cielo
brilla ante la especulación de las antítesis: estas conquistan un nuevo
porvenir para la historia. Una dialéctica triunfal que pierde de vista en la
brillantez de los ojos de Minerva, la negatividad de un mundo que ha sido
excluido de un emplazamiento en la existencia histórica, de una multitud que ha
quedado obliterada en el muladar de la Historia.
Pero estaríamos allí en la constelación luminar y aséptica en la que
sólo Dios se angustia porque su Luz no llega a todos los hombres de este mundo,
victoria confirmada del gnosticismo y sus secuelas: el escepticismo y el agnosticismo.
En el devenir fenomenológico del espíritu que piensa el mundo como historia de
las Ideas, sólo un proceso de encarnación y dramatización –descongelando tanto
orgullo y optimismo asumido por el Espíritu del Mundo- nos exiliaría del
espacio uránico hacia el mundo onírico en el que lo fantasmal y lo ficcional,
constituyendo así los instantes de absolución de una realidad escindida. La
actualización de tales instantes en el momento del despertar vivifica la
historia del mundo no como un mundo meramente inteligente, sino como historia
sufriente que ha caído en el fracaso. Haría falta una visión más escrutadora y
sospechosa, una mirada más intensiva y patética, que perciba las intenciones
ocultas de la historia al mismo tiempo que haga hablar a los acontecimientos
que enmudecieron una y otra vez bajo la mira petrificante y cegadora del búho
de Minerva.
Sería preciso una visión menos empática y glorificante, en la que los
acontecimientos ya no se contemplarían como los triunfos del espíritu
cosechados en el mundo de las Ideas, una visión menos expansiva y velocípeda.
Es decir, el régimen de la percepción condiciona el modo de conocer. Si nuestra
mirada no es capaz de inclinarse hacia lo grande y lo pequeño con el mismo
espíritu de búsqueda e interés, continuará reproduciendo una lógica de
pensamiento dominada por el monumento. Una mirada omniabarcante, cuya meta es
el descubrimiento de una historicidad progresiva del espíritu en la plasmación
concreta de las formas, muchas veces no se detiene ni padece el objeto de su
mirada. Su avance no se da más que en la progresión geométrica de un espíritu
victorioso, que ha vencido al mundo con su aplastante, inequívoca y odiseica
astucia. Para Hegel, la recordación no es sino un acto del Espíritu a propósito
de su cumplimiento, una rememoración sintética que descubre las figuras de la
conciencia a posteriori: el camino
hacia la madurez de un sujeto que siempre ha tenido la posibilidad de renacer y
crecer gracias a la resurrección. Pero hay un momento que persiste en el brillo
de esta mirada arqueológica, que unifica las piedras esparcidas de una
civilización perdida, mas sólo para comprenderla como unidad monumental y
homogénea en sí misma.
La ardua tarea de pensar solamente se hace justicia a sí misma si lleva
sobre su consideración el cuerpo raquítico de la humanidad fisurada; si es
capaz de dignificarlo, pero no en el esplendor de una interioridad cultivada
bajo el signo de un espiritualismo o un intelectualismo cansino y acomodaticio;
sino bajo la conciencia de que esperanza significa en primera instancia,
resurrección del cuerpo y de la cosa, más acá del despertar del alma. El temor
de la hecatombe que a cada momento nos acecha, en sus miles de formas sutiles y
despiadadas, y frente a la cual no hemos creado los suficientes poderes para
contrarrestarla en los límites de nuestra condición mortal, se multiplica en la
misma medida que el pensamiento asiste cada día a su propia humillación.
La desesperación es la válvula con la que el pensamiento deserta de su
elemento, y allí el cuerpo no sólo se raquitiza, se consume, si no muere en
vida. ¿Cómo es posible, entonces, hablar de un constelación utópica que logra
su despliegue y espacio realizativo en el reino de este mundo, en lo Real? ¿Que
noción de felicidad se vislumbra en nuestra existencia, con la proximidad que
exige el Otro (los otros), y en la ausencia de toda guerra y resentimiento?
El pensamiento aparece no sólo como exigencia ante el cometido de una
vida que se ausenta; sino también para evitar la sombra que se despliega bajo
la cortina plomiza de centurias que aparecen ante nosotros con su invisible
hechizo. Las incrustaciones de la violencia más burda y de la guerra más sutil
que se le puede hacer al hombre inocente, radican en el espacio obturado y
obliterado de su inconsciente histórico- cultural colectivo: el silencio y la
bruma cubren ese espacio. Sin embargo la inocencia no es un estado
indiferenciado en que se encuentra la persona, sino que aquí se piensa como el
rostro utópico de un pasado revocable, que clama por hacer justicia a sus
interrupciones y distopías. No es la candidez panglossiana que paraliza la
historia, sino la inocencia como reclamo de justicia. La inocencia no se opone
a la culpabilidad, sino que es el resguardo y el rostro auténtico de
lamentación que la humanidad tiene para luchar contra el crimen, contra la
impunidad, que ya es crimen.
El pensar, contenido secular y objetivo de la filosofía, parte del
impulso por intuir y concebir una existencia que salte la materialidad
absolutamente inerte y empezar a vivir como sujeto vivo en la historia
cultural. Consiste en tener juicio autónomo, como el paseante que reconfigura
el trazado de una ciudad que no se reconoce a sí misma. Tiene una implicación
profunda en la existencia social del sujeto histórico, en tanto que los
contenidos se proyectan sobre la praxis, en tanto que acepta la humilde
condición de su docta ignorantia y su
potencial existencial y político como autoconciencia práctica. En la que se
ubica no sólo en el horizonte de la concreción como espacio realizativo de la
praxis intrahistórica, sino también en el de la redención.
El pensamiento es una tarea y una responsabilidad global, constituye un
esfuerzo que se ejerce en el horizonte de la autoconciencia práctica y
vinculante de todos los hombres. La sobresaturación que se puede notar en todos
los ámbitos de la sociedad contemporánea respecto de la unidad de teoría y la
praxis en su solidaridad dialéctica, se bifurca y confunde en los espacios de
la alta teoría y el pragmatismo que se desarrolla en la comunidad académica. La
condición de gran parte de la teoría social contemporánea evidencia su
situación de crisis en la desconexión de un debate esotérico pujante e
histérico con la realidad histórica de miles de millones de sujetos históricos;
donde los conceptos y los problemas conceptuales no emergen de una praxis
social discutida críticamente, sino que padece la enfermedad del nicho y la
intolerancia. El pragmatismo consiste en la negación del pensamiento crítico;
pues el pensamiento que reflexiona la práctica social ya es prescindible. Pero
esto no concluye aquí, ambas posiciones, que no se contraponen sino que ambas
configuran las caras de la misma moneda, se basan en presupuestos peculiarmente
producidos y establecidos como norma de vida en la sociedad contemporánea y,
cuyas condiciones de posibilidad se remontan también a los principios
constitutivos de la modernidad.
En este instante y en este lugar, en el hic et nunc que siempre reclama un presente verdaderamente
histórico, sólo podemos sostener, en favor de una existencia auténticamente
lograda, un pensamiento como el que reclama Adorno de cara a un mundo
desesperanzado. Se trata de un pensar que no se envanece en el mundo de la
instrucción más letrada y el concierto continuo de un universo autorreferencial
donde no existe conexión histórica con las múltiples subjetividades, sino que
en todo caso perciba su desconcierto con la realidad estatuida. Como no
advierte Levinas: La esencia crítica de
la razón no consiste en asegurar al hombre fundamentos y poderes, sino en
cuestionarlo e invitarlo a la justicia. (1987, p.112).El único saber que
hoy se puede ejercer y practicar frente a todo un horizonte de escepticismo,
desconfianza, decepción y resentimiento es aquel que procede y se proyecta
desde y hacia una praxis liberadora.
Frente a la desesperanza suscitada por las lenguas temblorosas que hoy
marginan cualquier posibilidad para un pensamiento que vislumbre la redención
desde el horizonte de la utopía y la crítica, puesto que la utopía ha sido
condenada como ficción, y la crítica ha sido relegada a los predios de la
publicidad, es preciso la constitución de un saber emancipatorio en posesión de
un sujeto de saber. Sería el intento de
contemplar las cosas como ellas se verían desde el punto de la redención. El
conocimiento no tiene otra luz que aquella que arroja la salvación sobre el
mundo.
La esperanza, en vistas de un mundo histórico en crisis y de la
catástrofe que aparece como fuerza jalonante en la historia, no puede ser más
que el imperativo de nuestra razón práctica, y de toda razón existencial por la
que vivimos. Si Kant hizo bien en suspender la carga de las ideas especulativas
y regulativas en la esfera de la razón práctica, pecó en suspender al mismo
tiempo ésta en un imperativo categórico moral, que neutraliza al sujeto
encarnado que vive en el corpus de una cultura, en la interioridad más íntima y
en la pasividad y deseabilidad que le confiere su persistencia y arrogancia de
continuar la vida, en el cuerpo materializado de su psique estructurada y
condicionada como sensibilidad. La esperanza como el topos en que reside nuestra noción de redención como felicidad, es
lucha contra la desesperación, la desesperanza y la ilusión; contra el peligro
de cosificar la propia noción de redención que vibra en nuestra existencia como
duda y como deuda. También consiste en tener el tino de saber que es lo que no
podemos esperar, y la valentía para que lo inesperado no se precipite en el
embudo de la adivinanza y el cálculo planificado.
La esperanza, como expresa el filósofo de la liberación, Paulo Freire,
radica en la inconclusión de los hombres;
constituye un punto de partida, no un punto de llegada. No es esperar en un
banco, a que las cosas caigan del cielo, posición anodina, antidialéctica y,
por tanto, antihistórica. Es el punto de partida siempre actuante desde el cual
nuestra existencia se situaría en una comprensión peculiar de lo histórico.
Esta comprensión se hace efectiva sólo desde una noción de futuro que esté
agarrada a la esperanza y, al mismo tiempo, constituya anticipación de la
utopía como momento de jalonamiento de lo real que hace que el presente no sea
lo actual normalizado y garantizado por una condición temporal de la historia
figurada en el fatal precipitado del reloj solar.
La esperanza aplaza porque espera, no desplaza porque ante todo
significa lucha. Frente a la historia hecha cosa, y su desesperante inutilidad
porque ha dejado de significar, se aplaza una y otra vez el momento de la
muerte. En Esperando a Godot,
Vladimiro y Estragon, emprenden una espera en el horizonte de un mundo dominado
por el absurdo. De hecho el absurdo se
patentiza en el sin-sentido de la espera, la espera de un ser que quizás no
existe, pero que si viene ¡nos habremos
salvado! La nihilidad como ausencia de un mundo sin sentido, no implica su
ausencia absoluta, sino precisamente señala el momento de descalabro en el que
acontece la crisis de sentido, explícita en la posibilidad siempre abierta del
suicidio y en la economía minimalista propia de la dramaturgia beckettiana. La
nihilidad acontece aquí como mala finitud y el hastío de una existencia que
agoniza el momento de la decisión porque la libertad ya no es un concepto
operativo para la vida, pero aun así la acción misma estremece el sentido que
la espera puede tener un sentido. Vladimiro, ante la situación de caída de
Pozzo, (y de su caída en el pozo) exclama – y reclama- a Estragon:
No perdamos tiempo en discusiones inútiles. Hagamos algo, ahora que se
nos presenta la ocasión. No siempre nos necesitan. La verdad es que no se nos
necesita. Otros lo harían igual que nosotros, si no mejor. La llamada que
acabamos de escuchar va dirigida a toda la Humanidad. Pero en
este lugar, en este momento, nosotros somos la Humanidad. Aprovechemos
la ocasión antes que sea tarde. Representemos dignamente por una vez la escoria
en que la desgracia nos ha sumido. ¿Qué te parece?[2]
(BECKETT, 1975)
El punto de vista de la redención no se articula en una pura subjetividad tan suelta como una hoja en
el viento, ni en una densa objetividad
que yace impasible ante nuestros ojos: es una responsabilidad integral que nos
remite a un horizonte de globalidad. El intento que realice el pensamiento
desde este punto de partida, de posicionamiento, semeja a la aparición de Jesús
entre los judíos con la fe de un hombre inspirado por Dios. Apareció
públicamente de modo inusitado y cortante, con plena autonomía y absolutamente
inesperado: el mundo delante de él era en su mirada tal como debió ser después
de la transformación y la primera relación que entabló con ese mundo fue
intimarlo a que cambiara. La praxis histórica concebida en una mirada
ligada a una relación de apropiación crítica a favor de la transformación de la
realidad es la piedra de toque del escándalo de la revolución. La aparición
pública de Jesús entre los judíos es el acontecimiento mesiánico por
excelencia; pudiera verse como el escándalo público más insoportable de la
historia; él aparece como encarnación para dar testimonio del Espíritu en la
escena intrahistórica de un mundo necesitado de redención: el escándalo del logos encarnado.
El impulso de la trascendencia -la resistencia del sujeto a ser
absorbido y borrado completamente de las páginas de la historia- que asoma aquí
llega a convertirse en una idea constitutiva de la razón práctica, esto es, una
exigencia básica de nuestro tiempo, en tanto que plantea la misma interrogante
que acusa al nihilismo como espíritu de nuestro siglo y que contraataca el
teólogo judío, Franz Rosenzweig, en La
estrella de la redención: ¿Cómo el
mundo puede ser contingente, si no me queda más remedio que pensarlo como
necesario? ( HABERMAS, 2001, p.16) Este impulso es el mismo que convoca
Adorno en su Teoría estética al
dilucidar desde una hermenéutica filosófica de la reconciliación una totalidad
cultural que resucite a los muertos. El impulso práctico de la trascendencia
nos hace pensar en una dialéctica orgánica de inmanencia- trascendencia que,
sostenida en la experiencia de la subjetividad, sólo puede demandar una concepción
de la historia con un interés esencialmente emancipatorio. Nos dice Adorno:
Toda conciencia que se dedique a hacer el inventario del pasado
artístico es falsa. Sólo cuando la humanidad esté liberada y reconciliada podrá
contemplar quizá el arte del pasado sin avergonzarse, sin que en esa
contemplación haya un mal deseo de venganza contra el arte contemporáneo, y sea
una auténtica satisfacción dada a los muertos. […] El decurso histórico, aun en
lo que se refiere a las obras de mayor significado, tiene que ser cepillado a contrapelo, como dijo
Benjamin; y nadie puede decir que algo importante fue aniquilado en la historia
del arte o tan profundamente olvidado que no pueda ser encontrado de nuevo, ni tan calumniado que no pueda volver a interpelarnos: si bien el poder de la
realidad histórica soporta con dificultad las revisiones aunque sean
espirituales. (ADORNO, 1992, P. 145)
La lucidez y la indiferencia, como expresara Emmanuel Levinas en su
libro Totalidad e infinito, son los
móviles con los que la justicia descubre, como un hecho trascendental e
irrecusable, el descaro de la guerra y la inevitabilidad de la muerte. De
hecho, la guerra misma se presenta ante el rostro de lo humano en toda su
neutralidad como imposición del imperio de una conciencia obcecada, donde hay
ausencia de lucidez y no existe posibilidad de ser más o menos indiferente,
aunque se la pidamos a Dios. La catástrofe, como la señal irremisible de una
realidad que no optimiza los poderes de la historia, acontece en el momento de
la fragmentación y el pesimismo. La catástrofe es el rostro inverso de la
guerra, en el que reluce el mundo histórico en un estado global de crisis y de
decadencia, pero que reivindica el grito profético de la paz bajo la señal de
una humanidad redimida.
El sentido de la historia
Hoy, cualquier meditación que realicemos respecto al pasado, sea este
tan remoto como las cuevas de Altamira, o tan reciente como la caída del Muro
de Berlín o de la
Torres Gemelas entraña el concepto de la historia y, por
tanto, el modo de habernos con ella. Y una meditación en la historia, implica
ya la capacidad de cuestionarnos cómo asumiremos ese pasado, cómo
estableceremos ese diálogo permanentemente abierto que se da entre mundos
recién descubiertos, con civilizaciones a las que se les ha pulido con el
Cepillo de la Historia ,
o se les ha ocultado bajo las piedras de nuevas construcciones. Entraña la
posibilidad de encontrar linajes y castillos a lo largo de toda una singladura;
sus leyendas y ruinas que acechan cada momento del presente; como quien
quisiera escuchar de nuevo hablar a los muertos. Esta es la meditación que
exige nuestro aquí y ahora; como si
la historia fuera el campo expandido de lo posible y lo probable. Más bien
considerándola una ciencia del presente, que pretende ser no mera presencia
sino recuperación y reconstrucción.
Puede ser muy edificante contemplar la hermosura y grandeza de los
tiempos dorados; pero solo meritorio si al mismo tiempo nos detenemos frente a
los infinitos y espesos detalles que aparecen como síntomas de la caducidad en
la visión histórica. Sin dudas, lo menos que se puede sentir en una época como
la nuestra es el arduo pero largo camino que se ha recorrido; como quien puede
torcer el cuello y mirar en lontananza con la certeza de que gracias a una
mirada de larga distancia podrá divisar el paisaje de los tiempos recientes y
remotos; calarlos en su justa medida.
Pero una meditación profunda sobre esta cuestión, implicaría traspasar
la simple definición de la historia como una ciencia. Nos posibilitaría
pensarla como un espacio dinámico, en la cual se proporciona todo un conjunto
de fuerzas que van constituyendo al sujeto histórico. Sería un craso error o,
por lo menos, un errar por los laberintos del Minotauro sin el hilo de Ariadna
-lo cual nos reportaría la posibilidad de no encontrarnos a nosotros mismos y
ser puestos en la escena del peligro-, no darnos cuenta que habitamos
fundamentalmente en un mundo histórico, y que por esto, compete volvernos hacia
esto que llamamos sociedad, mundo y nuestra propia existencia como vida, desde
esta perspectiva y conciencia de lo histórico.
Este es uno de los presupuestos de la autoconciencia moderna,
precisamente porque más acá de todo etnocentrismo cultivado por los unos y los
otros, hay una matriz mental de configuración del sujeto en su modernidad, a
saber, el cronocentrismo. Partimos de la convicción, más allá de nuestra
situación geopolítica en el mundo, de que estamos en el centro de los tiempos,
en la artesa de los siglos, en el vórtice de un huracán donde la suerte de
nuestro destino se decide por la capacidad lograda en las acciones que
ejecutamos. Acaso esta matriz ideológica sea más compleja de analizar en sus
condiciones de posibilidad y de existencia, en sus efectos y consecuencias, que
el etnocentrismo y el antropocentrismo.
Más acá de sus interrupciones y capciosidades; más allá de la dormidera
de las cosas y la fragilidad de la finitud de nuestra propia existencia, la
historia consiste ser el espacio dinámico donde se temporaliza el acontecer de
toda verdad que nos compete, y donde persiste el hombre como posibilidad y
proyecto. De modo que hoy nos podemos colocar de vuelta y retorno para volver
la mirada y enfocar nuestra vista, y nuestro pensar, no en un acontecimiento
singular o en un recuerdo de nuestro pasado más reciente, sino en el espesor y
la anchura de un horizonte que vibra y nos marca desde el pasado: el plexo de
tradiciones que en su complejo trazado confiere al presente como tarea.
El divisar las nebulosas y claros, las luces y sombras corporeizadas en
la historia cultural, costaría un gran esfuerzo al alzarnos sobre tales
tradiciones. De hecho, las que sean y cuales sean, pues aquí se parte de la
subversión de una dialéctica purificatoria basada en la subsunción y la eliminación
en pos de una dialéctica de apropiación y traducción que se consuma en el
momento de la asunción y la transformación. Más allá del purismo y el
estatismo, esta dialéctica indaga en los enlaces, con una ligereza que le
permita el treparse sobre los muros que obstaculizan la mirada. Aquí también se
intenta salir de la ingenuidad de creer en la dureza inconmovible de las
identidades y la mentalidad biologicista que funda los valores en el hombre
considerado como una materia cuasi-inerte, azotada por los instintos básicos, a
la manera de una demonología semejante a la practicada por el calvinismo
fundamentalista.
Esta dialéctica histórica se clarifica a sí misma como una dinámica de
articulación que entrevé la posibilidad de alzarse sobre la tradición penetrando
en ella a partir de una serie de prácticas que, de conjunto, configuran la
cultura como una estructura compleja. Esta se produce en una órbita de
doble centro, en el mundo de la complejidad y la diversidad de las prácticas de
los sujetos y en el espejismo objetivo que surge de una relación entre, por lo
menos, dos grupos. Es decir que ningún grupo “tiene” una cultura sólo por sí
mismo: la cultura es el nimbo que percibe un grupo cuando entra en contacto con
otro y lo observa.
Lo extraño y lo otro -en el núcleo del sí mismo- ya nos constituye; y el
hombre, si es un proyecto corporeizado en la cultura, lo es precisamente porque
lo hace también apropiándose de lo extraño y en el recibimiento del otro,
porque lo hace inventándose en su identidad, aun desde esa extrañeza que
provoca la condición de pertenecer a otro mundo. Nos constituimos en la
complejidad dialógica de la praxis histórica. Creo que un principio para
empezar a tener una consideración básica de nuestra fundación histórica y de la
significatividad de la tradición como cuerpo orgánico de la historia, sería
abandonar la ingenuidad de un pensamiento sustancialista que apuesta por la
naturalidad dada del mundo histórico y fundarnos en una temporalidad histórica
dinámica.
El pensar ingenuo es aquel que considera todo elemento de la historia
como algo natural; aquí el espacio histórico aparece como un bloque macizo
donde toda cosa hace presencia como un dato o como algo incrustado sin luces ni
sombras. Allí el sol no ilumina ni la luna deslumbra; peor situación para el
ser que piensa, ni en la caverna platónica. Aquellos al menos podían ver las
sombras en el mundo cavernario. El mundo entonces no era traslúcido, y Prometeo
ya no venía como una promesa cumplida para traer en sacrificio bello la antorcha
de la libertad a la humanidad en ascuas y en cueros. En la caverna platónica,
la visión prometeica exigía una negociación y un esfuerzo del hombre: en ella
se definió la condición moral y cognitiva del hombre griego y occidental.
Platón –con los servicios prestados por Sócrates y la máquina crítica desatada
contra la tragedia- nos lleva a esta nueva condición: convirtiendo la
dialéctica y la conciencia en el fundamento inteligible de la experiencia.
La ingenuidad nos descubre en un estado de candidez donde se ha
eliminado la diferencia como diferencia real, y donde ya es imposible cualquier
salto. Por el contrario, la conciencia, opuesta a la ingenuidad, en su
dimensión histórico-moral, en tanto conciencia de nuestra existencia en el
mundo apropiándonos del ser de las cosas para acciones concretas y posibles en
circunstancias específicas, irrumpe como fuerza, y, sólo allí, donde el tiempo
corre como reto y proyecto, como peligro y riesgo. El sujeto histórico existe
como alguien que vive en el recuerdo y la esperanza, es decir como proyecto y
riesgo, como un proceso dinámico de anticipación y rememoración. El hombre no
encuentra su condición histórica esencial en la conciencia teorética, sino en
posibilidad de su apertura a una praxis concreta, en la realización de su
sensibilidad y su moralidad.
He aquí una consideraci{on en torno al tiempo en la historia: el pasado
en esta conciencia que se comprende como
una fuerza política en un mundo en transformación, solo tiene validez en su
poder-ser. Donde el presente no es el pellizcar inexorable del pasado
precipitado con un futuro indeterminado, sino el lugar de la actuación y la
mediación de ese poder ser que fue truncado y cuyo cometido es la realización
de las posibilidades de una praxis liberadora.
La tradición y la crítica, puntos de partida para
pensar la historia
La consideración acerca de las premisas metodológicas y epistemológicas
en torno a la tradición como problema filosófico y político, aparece en el
centro de lo que llamamos sin más el contexto de la modernidad y su conexión
específica desde la dimensión geopolítica que incorporan los saberes de esta
constelación histórica.
La tradición no es una cuestión de herencia e influencia, con beneficios
de inventario, sino de apropiación y aplicación, con beneficios para el sujeto
histórico de conocimiento. Ella no radica simplemente en la conciencia de la
recepción y la aplicación, sin la conciencia previa que sólo esta relación
puede hacerse orgánica desde la transmisión y la traducción. Todo sesgo y toda
posibilidad se efectúa también en tales intervalos, donde, sin dudas, la
historia puede interrumpirse o dejarse al servicio de lo siempre continuo. Dicho esto así, lo primero que evitamos es la
actitud engañosa de transmitir un saber que no se sabe a sí mismo, es decir,
concretamente es aquella actitud en la que Alguien despacha a algunos o a ninguno un discurso, como un bodeguero puede hacer en la bodega al
distribuir el pan nuestro de cada día, al enunciar un título o consigna
cualquiera sin anclaje en lo real, y decir simplemente que esto es aquello, y
con esto saldamos la cuenta.
Esto sucede por una cuestión de una envergadura política insospechada
para la mayoría de los interesados dentro del campo intelectual, puesto que
gran parte de la capacidad de competencia y compromiso del intelectual de
nuestro tiempo ha sido desplazada hacia los predios del silencio, del choteo y
el resentimiento de una conciencia despolitizada en su dimensión pública. Aquí
la memoria, convocada a convertir el pasado en una constelación imaginaria
dinámica que configura realidades más vastas para un mundo en expansión –el
cosmos como campo expandido de lo histórico-, se convierte en un embudo, en un
precipitado de contenidos vacíos de sentido para la acción y para la vida. Aquí
la esperanza, concentrada en convertir las probabilidades de una imaginación
crítica y utópica en contenidos concretos para la realización de lo posible, en
desbancar el bloque macizo de la
historia, para convertirla en historia de las posibilidades de una praxis
realizable, se convierte en desesperación y cinismo, abandono del hombre como
proyecto y como riesgo.
Desde esta perspectiva la historia debe concebirse como un espacio donde
no se pretende brindar meros contenidos vacíos de sentido para la vida y para la acción que fuésemos a verter en recipientes
cristalinos; sino convertir el contenido –la imagen posible/ la palabra
pronunciada- en punto de partida para el cuestionamiento. Concebir, entonces,
la cultura como un diálogo aperturante donde la pregunta es síntoma de
inquietud y una puerta para la búsqueda, y como condición para una apropiación
dinámica de nuestra realidad social.
Pues bien, estas son las interrogantes iniciales, que nacen de un
cuestionamiento al mismo tema de este ensayo de ideas; por tanto, del contenido
que pretendemos exponer: ¿Qué es lo que nosotros comprendemos por <<tradición>>? ¿Qué relación tiene
este concepto con la situación del encuentro? ¿Cuál es el verdadero encuentro
al que convoca el diálogo con la tradición?
Confieso que el concepto de tradición resulta problemático para comenzar
cualquier discusión en la que este en juego el modo en que nos apropiamos del
pasado en función constructiva de un presente que pretenda ser dramáticamente
interruptivo y actuante. La tradición se comprende entonces, a fuerza de ser
discutido, como un contexto que pretende ser vinculante en tanto se constituye
como horizonte de formación y desarrollo de una comunidad de sentido.
La tradición ha de constituirse entonces como una cantera y una
constelación problemática, donde uno devenga excavador y constructor; allí las
fuerzas están concentradas y, declarar el estado de emergencia en que una vez
han estado los acontecimientos y el estado de excepción que uno debe provocar
una vez excavados los dominios de la tradición que se recibe como herencia.
Sería convertir la tradición en lo que es: una condición histórica de
posibilidad para la constitución de nuestra praxis.
La tradición configura, a través de los contenidos de experiencias y las
pretensiones de realizaciones que se objetivan en las prácticas humanas, a la cultura como el espacio dinámico en el que
el hombre como ser histórico dota de sentido a la vida, le da continuidad y la
convierte en una trama multiforme, pletórica de sentidos.
El encuentro es la experiencia básica de la tradición como contexto
dinámico, en la que ella se constituye como tradición viva, y en la cual
nosotros nos situamos en el mundo abierto por el lenguaje. El lenguaje no sólo
aparece en nuestros labios, sino que constituye el cuerpo mismo de nuestro
espíritu y nuestro pensamiento. El lenguaje es la condición originaria de
posibilidad para el encuentro intersubjetivo,
por tanto para el diálogo: la discusión y la diatriba, el disenso y el
consenso sobre cosas de nuestro mundo.
Pero ningún encuentro sería auténticamente dialógico en la historia si
la motivación originaria no radicase sino en el comprendernos. Una comprensión
dinámica en la que antes de consentir o disentir habría que sentirse en el
espesor de la cultura como unidad viva y total. Es aquí donde cualquier
argumento a favor de una prognosis, una advertencia, un proyecto en lontananza,
podría hacernos caer de la cuerda muelle con que se tensa la historia. Hay dos
potencias que hacen que esa densidad del mundo interpretado en el que
habitamos, pueda transfigurarse con claridad en los sitiales de la epifanía y
del discurso: el símbolo y la crítica. Aquí hablaremos sólo de la crítica.
¿Qué es lo que entendemos por crítica? ¿Es posible hablar de la crítica
como una herramienta sin saber lo que ella puede hacer para el mundo que
queremos construir y en el que podemos vivir? La crítica sólo puede
comprenderse como una fuerza motriz en el marco de unas condiciones
epistemológicas vinculadas al diálogo. Una manera de disponer de nuestro
conocimiento como una tarea de la autoconciencia práctica, convocada al
desarrollo de una praxis transformadora, donde la crítica misma no se exhiba
como mera mortificación, ni como queja y lamento provocado por el
resentimiento. Ella debe proporcionarnos, por tanto, una doble mirada donde el
espacio de lo real aparezca en su plena complejidad y donde no haga se haga
caso omiso de aquello que desde el pasado aún nos sigue hablando.
La crítica es ante todo capacidad de practicar la complejidad dinámica
de una realidad que nos compete cada vez más de un modo perentorio y
definitivo; de reconocer que no estamos sumidos per se en el anonimato del murmullo y la caverna. La crítica
significa reconocernos en la capacidad de utilizar para nuestra vida y nuestra
acción en este mundo nuestra facultad de juicio, de poder emitir y transmitir
un juicio bajo la responsabilidad del pronunciamiento de la palabra, y en ella
la justificación de un contenido de sentido.
Sin dudas, nos abrimos a la experiencia de la crítica en el espacio
propio de una hermenéutica profunda. Su contenido epistemológico se encuentra
en una dimensión negativa y dimensión positiva en tanto ella se conceptúa cono
análisis de las condiciones de posibilidad y de existencia. La negación y el
reconocimiento de contenidos a discutir que constituyen presupuestos de un
saber son propios de la posición crítica. Sí, porque la crítica es una
posición, y una posición intersticial, liminar y de límite; ella misma surgió
como poder de cuestionamiento, y cuestionamiento de los fundamentos y poderes
que el hombre instituía en garantías y jerarquías. Ella no es ciencia ni filosofía propiamente dichas, sino ese espacio
intermedio entre la certidumbre que optimiza la existencia en la fundación de
poderes y la incertidumbre de que aun los fenómenos continúan la búsqueda de su
esencia; pero deonde el sujeto mantiene en vilo las preguntas básicas de la
existencia. Esta negatividad y positividad de la crítica la entiendo en el
marco de una hermenéutica profunda, que sospeche sobre lo impensado al tiempo que pronuncie lo que
hasta entonces era imposible. Esta hermenéutica no como mera techné del filólogo y exégesis del
esotérico, la encuentro expresada de un modo certero y sugerente en estas
palabras del fenomenólogo francés Paul Ricoeur, en su texto Freud y la filosofía:
En un polo, la hermenéutica se entiende como la manifestación y
restauración de un significado dirigido a mí bajo la forma de un mensaje, una
proclamación, o como se dice a veces, un kerigma: según el otro polo, se la
entiende como una desmitificación, como una reducción de la ilusión... La
situación en que se encuentra hoy el lenguaje comprende hoy esta doble
posibilidad, esta doble solicitación y urgencia: por un lado, purificar el
discurso de sus excrecencias, liquidar los ídolos, ir de la embriaguez a la
sobriedad, percatarnos de nuestro estado de pobreza de una vez y por todas; por
otro lado utilizar el movimiento más <<nihilista>>, destructivo,
iconoclástico, de manera que se deje hablar a lo que una vez fue dicho, cuando
el sentido apareció por primera vez, cuando el significado estaba en su mayor
plenitud. La hermenéutica me parece animada por esta doble motivación: voluntad
de sospecha, voluntad de obediencia. En nuestros tiempos no hemos acabado de
librarnos de los ídolos y apenas hemos empezado a escuchar los símbolos.
(HABERMAS, 2001, p.32)
La dimensión epistemológica de la crítica se patentiza en su carácter de
superación e inversión. Una superación que en vez de aniquilar el mundo pretende
curar la existencia de la cosas de sus excrecencias y guardar su contenido de
verdad potenciándolo en una nueva actualización y actuación en el mundo. Una
inversión epistemológica en el que se reconoce el movimiento y la contradicción
de los fenómenos, las cosas y las mismas posiciones en el seno de una totalidad
que también es dinámico. Donde la inversión construye al mundo a través de la
ironía y otros recursos. La crítica no sólo basa su fuerza en la dimensión
epistemológica, sino también en la dimensión ética. Por eso, la crítica también
es subversión y lucha. Significa la subversión de un orden incrustado en la
exterioridad de las cosas, como la rémora en la naturaleza activa, cuya vida
parasitaria ha de ser eliminada. La crítica es lucha por la autonomía. Ella se
vale del grito de justicia ante las cosas que siguen siendo así y dicen no
poder ser de otra manera.
Aquí no puede ser olvidado que la crítica enfatiza el contenido
explicativo de los hechos: consiste en el cuestionamiento mismo de los hechos
como fenómenos en el seno de una totalidad dinámica. Los hechos aquí aparecen
en su interrelación en el seno de la praxis histórica concreta. Ellos dejan de
mentir cuando renuncian a hablar por sí mismos, cuando renuncian a esa fuerza
de la autoridad positiva conferida por la noción de un pretérito congelado, por
aquello de lo que que pasó pasó, y nada más. La crítica no es un fin en sí
mismo, sino es un instrumental epistemológico y ético de análisis de
condiciones de posibilidad y de existencia de nuestra situación histórica, una
herramienta de lucha por la instauración de una praxis liberadora.
Conclusiones
La comprensión es esencialmente histórica, reflexiva y creativa, con
capacidad de integración de la experiencia del lenguaje, de los símbolos, del
sentido que descubrimos a cada paso en nuestro mundo, a la praxis vital. Como
punto de partida para el concepto de tradición, podemos hablar de la crítica como una de las fuerzas motrices de
la apropiación comprensiva y de la comprensión hermenéutica. Constituye el modo
en que toda tradición aparece como tradición viva, digna de ser actualizada e
interrumpida como continuum que
sedimenta contenidos que no han sido tocados por la interrogación. Esto se
realiza a partir de los procesos de socialización, llevados a cabo por los
esfuerzos interpretativos de la traducción y la explicación en la que cada
fragmento de tal tradición se socializa en una nueva aplicación orientada a la
praxis.
La cuestión que interroga por el sentido de la historia, que surge desde
las condiciones de posibilidad y de existencia de lo cultural, como un ámbito
elástico e interferencial–aunque
constituido por fuerzas plásticas logradas a su vez por una sutil conciencia
del límite- que remite a un horizonte de experiencia, puede constituir un
impulso que al mismo tiempo cuestione la situación y la condición de nuestro
ser histórico y de cómo nos las habemos con el mundo.
El nexo vinculante entre cultura, tradición e historia implica la
pregunta por el sentido que tiene para nosotros ejercer el saber en el espacio
público. El saber no como un arma a blandir en defensa del patrimonio sólido
que cada día y cada vez más atesoran los banqueros del poder y del saber, sino
como un instrumental de liberación de la condiciones humillantes y alienantes
que aparecen como incrustaciones en el espacio cósico y habitual de la praxis
histórica. Nos invita a pensar en el relieve que tiene el conocimiento como
saber socializado en el espacio de la cultura. Al mismo tiempo que nos
convierte en menos inocentes, inocencia que la adultez paga con creces en el
recinto de la estupidez cotidianizada por la miopía y la bizquera, cuando se
apaga el preguntar mortificante pero comprensivo, la impertinencia de nuestra
mirada, y lo oportuno de la astucia más acechante.
En un texto programático sobre la reformulación en clave crítica de los Estudios Culturales Santiago Castro
Gómez sentencia: <<no se trata de
comprar nuevos odres y desechar los viejos, ni de echar el vino nuevo en odres
viejos, se trata más bien, de reconstruir los viejos odres para que puedan
contener el nuevo vino>>.(CASTRO-GÓMEZ, s/d, p..168) Re-fundar una
teoría crítica de la sociedad en el marco de la teoría social de la sociedad en
la que nos ha tocado vivir, implica re-pensar los conceptos fundamentales de la
historia, aquellos conceptos de los que hablaba Nietzsche en sus Consideraciones Intempestivas. Desde su
inconmensurabilidad para aún así alcanzar la praxis finita y a veces fallida de
los sujetos, desde su vitalidad en su ligazón con una vida histórica fundada en
anticipaciones y rememoraciones para accionar el presente, y desde las
resistencias que operan y se abren en el espacio polidimensional y multiforme
de la cultura. Se trata de recuperar este nexo nunca aniquilado de la imaginación
teórica y política y la doble mirada del sujeto de conocimiento en el espacio
de la imagen participando en la
historia (LEZAMA LIMA, s/d, p.213).
REFERÊNCIAS:
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estética. España: Taurus Humanidades, 1992.
BECKETT, Samuel. Esperando a Godoy.
In: Teatro francés contemporáneo.
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CASTRO-GÓMES, Santiago. Ciencias
Sociales, violencia epistémica y el problema de la invención del otro. In: La colonialidad del saber: eurocentrismo
y ciencias sociales. La Habana-Cuba: Editorial Ciencias Sociales, 2005.
HABERMAS,
Jürgen. Israel o Atenas. Ensayos
sobre religión, teología y racionalidad. Barcelona: Editorial Trotta, 2001
HEGEL apud ARENDT, Hannah
Arendt. La vida en el espíritu. s/d.
JAMESON,
Fredric Jameson. El inconsciente político.
La narrativa como acto socialmente simbólico. Madrid: Visor, 1989.
LEVINAS,
Emmanuel.
Totalidad e infinito. Salamanca: Ediciones
Sígueme, 1987.
LEZAMA LIMA, José. Mito y cansancio clásicos.
Confluencias. La Habana, Cuba: Editorial
Letras Cubanas, 1991.
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