9/27/2011


Cultura y tradición: apuntes sobre el concepto de historia

(…) la Historia sólo puede aprehenderse a través de sus efectos, y nunca directamente como alguna fuerza cosificada. Este es, en efecto, el sentido último en que la Historia en cuanto cimiento y horizonte intrascendible no necesita ninguna justificación teórica particular: podemos estar seguros de que sus necesidades enajenantes no nos olvidarán, por mucho que prefiramos no hacerles caso.
 Fredric Jameson


Introito

Para quien se interroga por el sentido y el poder de las cosas desde sus maneras más sencillas, pero desde una perspectiva en profundidad –y en lo hondo de aquellas cosas que procura y les preocupa-, pudiera experimentar entonces lo que en la tradición rabínica hebrea se nombra con el cavar: la penetración cada vez más honda en el espacio dinámico de la totalidad concreta, que interroga a la existencia bajo un cuestionamiento radical de nuestra condición y situación en el mundo. Un penetrar allí donde las grietas abran una ruta para encontrar los manantiales que aún fluyen en el subsuelo de la historia, una excavación donde a los muertos se le abrirán los sepulcros y sus palabras serán expuestas en la escena de la historia. Un cavar que puede pensarse desde la mística cabalística, en la cual el concepto mismo de tradición –como recibir, donde la recepción es ya actividad vital por excelencia- comienza a mostrarse en su contenido de verdad. Ella aquí puede ser apropiada desde una perspectiva crítica, en tanto que la señala como un movimiento de dentro hacia fuera sobre la base de la historicidad de una praxis vital rectificable. Supone comprender el mundo histórico en su total dinamismo, la cultura misma emplazada como mina y horizonte. Pero no como una mina- depósito en la que se sacarán tesoros y botines al modo del geólogo al concebir los hechos culturales como yacimientos.
Es el penetrar en profundidad del pensamiento que aparece en las alegorías socráticas del torpedo, la comadrona y el insoportable tábano. Que también figura imaginativamente en el tropo shakesperiano en el que se articula la figura espectral de la sombra paterna de un pretérito que se resiste a ser preterido, con la figura subterránea del topo que mina el presente histórico con el reclamo de justicia ante el crimen cometido: ¡Bien has escarbado, viejo topo!... Pero ¿cómo  puedes taladrar con tal prontitud los senos de la tierra diestro minador?[1] La exclamación del príncipe escucha la voz de aquel que ha vuelto de las sombras para redimir los escombros que han quedado de una realidad truncada.
El cavar se convierte en una cifra alegórica que también atraviesa el pensamiento hegeliano y marxiano -y el horizonte de tradiciones que abren tales epistemes cosmovisivas en las últimas dos centurias- bajo la figura inquisitiva, laboriosa y diestra del topo hamletiano. En un principio, es el Espíritu del Mundo hegeliano, en el que la filosofía como saber busca incesantemente la reconciliación del pensamiento con la vida que se ausenta; la autoconciliación del espíritu esforzándose y marchando hacia un mundo que se hace cada vez más concreto. Hegel dice en sus Lecciones de historia de la filosofía:
Lo que nuestra mirada abarca rápidamente en el recuerdo, tardó largos siglos en realizarse. En la realidad, el concepto del espíritu aspira  a una evolución totalmente concreta, a plasmarse en una existencia externa, en toda su riqueza, a desarrollar esta y a brotar de ella. Avanza sin cesar, pues sólo el espíritu es progreso. A veces, parece como si se perdiese y olvidase; pero, contraponiéndose interiormente, se desarrolla sin cesar interiormente -como Hamlet dice del espíritu de su padre: “¡Bien has trabajado, inteligente topo!-“, hasta que, por fin, fortalecido dentro de sí, rompe la corteza terrestre que la separaba de su sol, de su concepto. Es estas épocas en que la corteza terrestre se desmorona como un edificio podrido y sin alma, y el espíritu se  revela revestido de nueva juventud, calza las botas de las siete leguas. (HEGEL apud ARENDT, p. 125)

El canon de la dialéctica hegeliana pensado desde este tropo, nos trasladaría hacia un paisaje en el que las Ideas se autoconcilian a través de una magia sintética en el que la mise en scene del mundo es ya su propio desenlace plausiblemente resuelto por un espíritu inteligente. Este canon reza de este modo: todo lo racional es real y todo lo real es racional. La dialéctica especulativa como movimiento real y método racional del espíritu emplazado en la historia conceptúa su pretensión de realización en el hecho de que la contradicción ilumina, el concepto consuma la existencia y el cielo brilla ante la especulación de las antítesis: estas conquistan un nuevo porvenir para la historia. Una dialéctica triunfal que pierde de vista en la brillantez de los ojos de Minerva, la negatividad de un mundo que ha sido excluido de un emplazamiento en la existencia histórica, de una multitud que ha quedado obliterada en el muladar de la Historia.
Pero estaríamos allí en la constelación luminar y aséptica en la que sólo Dios se angustia porque su Luz no llega a todos los hombres de este mundo, victoria confirmada del gnosticismo y sus secuelas: el escepticismo y el agnosticismo. En el devenir fenomenológico del espíritu que piensa el mundo como historia de las Ideas, sólo un proceso de encarnación y dramatización –descongelando tanto orgullo y optimismo asumido por el Espíritu del Mundo- nos exiliaría del espacio uránico hacia el mundo onírico en el que lo fantasmal y lo ficcional, constituyendo así los instantes de absolución de una realidad escindida. La actualización de tales instantes en el momento del despertar vivifica la historia del mundo no como un mundo meramente inteligente, sino como historia sufriente que ha caído en el fracaso. Haría falta una visión más escrutadora y sospechosa, una mirada más intensiva y patética, que perciba las intenciones ocultas de la historia al mismo tiempo que haga hablar a los acontecimientos que enmudecieron una y otra vez bajo la mira petrificante y cegadora del búho de Minerva.
Sería preciso una visión menos empática y glorificante, en la que los acontecimientos ya no se contemplarían como los triunfos del espíritu cosechados en el mundo de las Ideas, una visión menos expansiva y velocípeda. Es decir, el régimen de la percepción condiciona el modo de conocer. Si nuestra mirada no es capaz de inclinarse hacia lo grande y lo pequeño con el mismo espíritu de búsqueda e interés, continuará reproduciendo una lógica de pensamiento dominada por el monumento. Una mirada omniabarcante, cuya meta es el descubrimiento de una historicidad progresiva del espíritu en la plasmación concreta de las formas, muchas veces no se detiene ni padece el objeto de su mirada. Su avance no se da más que en la progresión geométrica de un espíritu victorioso, que ha vencido al mundo con su aplastante, inequívoca y odiseica astucia. Para Hegel, la recordación no es sino un acto del Espíritu a propósito de su cumplimiento, una rememoración sintética que descubre las figuras de la conciencia a posteriori: el camino hacia la madurez de un sujeto que siempre ha tenido la posibilidad de renacer y crecer gracias a la resurrección. Pero hay un momento que persiste en el brillo de esta mirada arqueológica, que unifica las piedras esparcidas de una civilización perdida, mas sólo para comprenderla como unidad monumental y homogénea en sí misma.
La ardua tarea de pensar solamente se hace justicia a sí misma si lleva sobre su consideración el cuerpo raquítico de la humanidad fisurada; si es capaz de dignificarlo, pero no en el esplendor de una interioridad cultivada bajo el signo de un espiritualismo o un intelectualismo cansino y acomodaticio; sino bajo la conciencia de que esperanza significa en primera instancia, resurrección del cuerpo y de la cosa, más acá del despertar del alma. El temor de la hecatombe que a cada momento nos acecha, en sus miles de formas sutiles y despiadadas, y frente a la cual no hemos creado los suficientes poderes para contrarrestarla en los límites de nuestra condición mortal, se multiplica en la misma medida que el pensamiento asiste cada día a su propia humillación.
La desesperación es la válvula con la que el pensamiento deserta de su elemento, y allí el cuerpo no sólo se raquitiza, se consume, si no muere en vida. ¿Cómo es posible, entonces, hablar de un constelación utópica que logra su despliegue y espacio realizativo en el reino de este mundo, en lo Real? ¿Que noción de felicidad se vislumbra en nuestra existencia, con la proximidad que exige el Otro (los otros), y en la ausencia de toda guerra y resentimiento?
El pensamiento aparece no sólo como exigencia ante el cometido de una vida que se ausenta; sino también para evitar la sombra que se despliega bajo la cortina plomiza de centurias que aparecen ante nosotros con su invisible hechizo. Las incrustaciones de la violencia más burda y de la guerra más sutil que se le puede hacer al hombre inocente, radican en el espacio obturado y obliterado de su inconsciente histórico- cultural colectivo: el silencio y la bruma cubren ese espacio. Sin embargo la inocencia no es un estado indiferenciado en que se encuentra la persona, sino que aquí se piensa como el rostro utópico de un pasado revocable, que clama por hacer justicia a sus interrupciones y distopías. No es la candidez panglossiana que paraliza la historia, sino la inocencia como reclamo de justicia. La inocencia no se opone a la culpabilidad, sino que es el resguardo y el rostro auténtico de lamentación que la humanidad tiene para luchar contra el crimen, contra la impunidad, que ya es crimen.
El pensar, contenido secular y objetivo de la filosofía, parte del impulso por intuir y concebir una existencia que salte la materialidad absolutamente inerte y empezar a vivir como sujeto vivo en la historia cultural. Consiste en tener juicio autónomo, como el paseante que reconfigura el trazado de una ciudad que no se reconoce a sí misma. Tiene una implicación profunda en la existencia social del sujeto histórico, en tanto que los contenidos se proyectan sobre la praxis, en tanto que acepta la humilde condición de su docta ignorantia y su potencial existencial y político como autoconciencia práctica. En la que se ubica no sólo en el horizonte de la concreción como espacio realizativo de la praxis intrahistórica, sino también en el de la redención. 
El pensamiento es una tarea y una responsabilidad global, constituye un esfuerzo que se ejerce en el horizonte de la autoconciencia práctica y vinculante de todos los hombres. La sobresaturación que se puede notar en todos los ámbitos de la sociedad contemporánea respecto de la unidad de teoría y la praxis en su solidaridad dialéctica, se bifurca y confunde en los espacios de la alta teoría y el pragmatismo que se desarrolla en la comunidad académica. La condición de gran parte de la teoría social contemporánea evidencia su situación de crisis en la desconexión de un debate esotérico pujante e histérico con la realidad histórica de miles de millones de sujetos históricos; donde los conceptos y los problemas conceptuales no emergen de una praxis social discutida críticamente, sino que padece la enfermedad del nicho y la intolerancia. El pragmatismo consiste en la negación del pensamiento crítico; pues el pensamiento que reflexiona la práctica social ya es prescindible. Pero esto no concluye aquí, ambas posiciones, que no se contraponen sino que ambas configuran las caras de la misma moneda, se basan en presupuestos peculiarmente producidos y establecidos como norma de vida en la sociedad contemporánea y, cuyas condiciones de posibilidad se remontan también a los principios constitutivos de la modernidad.
En este instante y en este lugar, en el hic et nunc que siempre reclama un presente verdaderamente histórico, sólo podemos sostener, en favor de una existencia auténticamente lograda, un pensamiento como el que reclama Adorno de cara a un mundo desesperanzado. Se trata de un pensar que no se envanece en el mundo de la instrucción más letrada y el concierto continuo de un universo autorreferencial donde no existe conexión histórica con las múltiples subjetividades, sino que en todo caso perciba su desconcierto con la realidad estatuida. Como no advierte Levinas: La esencia crítica de la razón no consiste en asegurar al hombre fundamentos y poderes, sino en cuestionarlo e invitarlo a la justicia. (1987, p.112).El único saber que hoy se puede ejercer y practicar frente a todo un horizonte de escepticismo, desconfianza, decepción y resentimiento es aquel que procede y se proyecta desde y hacia una praxis liberadora.
Frente a la desesperanza suscitada por las lenguas temblorosas que hoy marginan cualquier posibilidad para un pensamiento que vislumbre la redención desde el horizonte de la utopía y la crítica, puesto que la utopía ha sido condenada como ficción, y la crítica ha sido relegada a los predios de la publicidad, es preciso la constitución de un saber emancipatorio en posesión de un sujeto de saber. Sería el intento de contemplar las cosas como ellas se verían desde el punto de la redención. El conocimiento no tiene otra luz que aquella que arroja la salvación sobre el mundo.
La esperanza, en vistas de un mundo histórico en crisis y de la catástrofe que aparece como fuerza jalonante en la historia, no puede ser más que el imperativo de nuestra razón práctica, y de toda razón existencial por la que vivimos. Si Kant hizo bien en suspender la carga de las ideas especulativas y regulativas en la esfera de la razón práctica, pecó en suspender al mismo tiempo ésta en un imperativo categórico moral, que neutraliza al sujeto encarnado que vive en el corpus de una cultura, en la interioridad más íntima y en la pasividad y deseabilidad que le confiere su persistencia y arrogancia de continuar la vida, en el cuerpo materializado de su psique estructurada y condicionada como sensibilidad. La esperanza como el topos en que reside nuestra noción de redención como felicidad, es lucha contra la desesperación, la desesperanza y la ilusión; contra el peligro de cosificar la propia noción de redención que vibra en nuestra existencia como duda y como deuda. También consiste en tener el tino de saber que es lo que no podemos esperar, y la valentía para que lo inesperado no se precipite en el embudo de la adivinanza y el cálculo planificado.
La esperanza, como expresa el filósofo de la liberación, Paulo Freire, radica en la inconclusión de los hombres; constituye un punto de partida, no un punto de llegada. No es esperar en un banco, a que las cosas caigan del cielo, posición anodina, antidialéctica y, por tanto, antihistórica. Es el punto de partida siempre actuante desde el cual nuestra existencia se situaría en una comprensión peculiar de lo histórico. Esta comprensión se hace efectiva sólo desde una noción de futuro que esté agarrada a la esperanza y, al mismo tiempo, constituya anticipación de la utopía como momento de jalonamiento de lo real que hace que el presente no sea lo actual normalizado y garantizado por una condición temporal de la historia figurada en el fatal precipitado del reloj solar.
La esperanza aplaza porque espera, no desplaza porque ante todo significa lucha. Frente a la historia hecha cosa, y su desesperante inutilidad porque ha dejado de significar, se aplaza una y otra vez el momento de la muerte. En Esperando a Godot, Vladimiro y Estragon, emprenden una espera en el horizonte de un mundo dominado por el absurdo.  De hecho el absurdo se patentiza en el sin-sentido de la espera, la espera de un ser que quizás no existe, pero que si viene ¡nos habremos salvado! La nihilidad como ausencia de un mundo sin sentido, no implica su ausencia absoluta, sino precisamente señala el momento de descalabro en el que acontece la crisis de sentido, explícita en la posibilidad siempre abierta del suicidio y en la economía minimalista propia de la dramaturgia beckettiana. La nihilidad acontece aquí como mala finitud y el hastío de una existencia que agoniza el momento de la decisión porque la libertad ya no es un concepto operativo para la vida, pero aun así la acción misma estremece el sentido que la espera puede tener un sentido. Vladimiro, ante la situación de caída de Pozzo, (y de su caída en el pozo) exclama – y reclama- a Estragon:
No perdamos tiempo en discusiones inútiles. Hagamos algo, ahora que se nos presenta la ocasión. No siempre nos necesitan. La verdad es que no se nos necesita. Otros lo harían igual que nosotros, si no mejor. La llamada que acabamos de escuchar va dirigida a toda la Humanidad. Pero en este lugar, en este momento, nosotros somos la Humanidad. Aprovechemos la ocasión antes que sea tarde. Representemos dignamente por una vez la escoria en que la desgracia nos ha sumido. ¿Qué te parece?[2] (BECKETT, 1975)

El punto de vista de la redención no se articula en una pura subjetividad tan suelta como una hoja en el viento, ni en una densa objetividad que yace impasible ante nuestros ojos: es una responsabilidad integral que nos remite a un horizonte de globalidad. El intento que realice el pensamiento desde este punto de partida, de posicionamiento, semeja a la aparición de Jesús entre los judíos con la fe de un hombre inspirado por Dios. Apareció públicamente de modo inusitado y cortante, con plena autonomía y absolutamente inesperado: el mundo delante de él  era en su mirada tal como debió ser después de la transformación y la primera relación que entabló con ese mundo fue intimarlo a que cambiara. La praxis histórica concebida en una mirada ligada a una relación de apropiación crítica a favor de la transformación de la realidad es la piedra de toque del escándalo de la revolución. La aparición pública de Jesús entre los judíos es el acontecimiento mesiánico por excelencia; pudiera verse como el escándalo público más insoportable de la historia; él aparece como encarnación para dar testimonio del Espíritu en la escena intrahistórica de un mundo necesitado de redención: el escándalo del logos encarnado.
El impulso de la trascendencia -la resistencia del sujeto a ser absorbido y borrado completamente de las páginas de la historia- que asoma aquí llega a convertirse en una idea constitutiva de la razón práctica, esto es, una exigencia básica de nuestro tiempo, en tanto que plantea la misma interrogante que acusa al nihilismo como espíritu de nuestro siglo y que contraataca el teólogo judío, Franz Rosenzweig, en La estrella de la redención: ¿Cómo el mundo puede ser contingente, si no me queda más remedio que pensarlo como necesario? ( HABERMAS, 2001, p.16) Este impulso es el mismo que convoca Adorno en su Teoría estética al dilucidar desde una hermenéutica filosófica de la reconciliación una totalidad cultural que resucite a los muertos. El impulso práctico de la trascendencia nos hace pensar en una dialéctica orgánica de inmanencia- trascendencia que, sostenida en la experiencia de la subjetividad, sólo puede demandar una concepción de la historia con un interés esencialmente emancipatorio. Nos dice Adorno:

Toda conciencia que se dedique a hacer el inventario del pasado artístico es falsa. Sólo cuando la humanidad esté liberada y reconciliada podrá contemplar quizá el arte del pasado sin avergonzarse, sin que en esa contemplación haya un mal deseo de venganza contra el arte contemporáneo, y sea una auténtica satisfacción dada a los muertos. […] El decurso histórico, aun en lo que se refiere a las obras de mayor significado, tiene que ser cepillado a contrapelo, como dijo Benjamin; y nadie puede decir que algo importante fue aniquilado en la historia del arte o tan profundamente olvidado que no pueda ser encontrado de nuevo, ni tan calumniado que no pueda volver a interpelarnos: si bien el poder de la realidad histórica soporta con dificultad las revisiones aunque sean espirituales. (ADORNO, 1992, P. 145)

La lucidez y la indiferencia, como expresara Emmanuel Levinas en su libro Totalidad e infinito, son los móviles con los que la justicia descubre, como un hecho trascendental e irrecusable, el descaro de la guerra y la inevitabilidad de la muerte. De hecho, la guerra misma se presenta ante el rostro de lo humano en toda su neutralidad como imposición del imperio de una conciencia obcecada, donde hay ausencia de lucidez y no existe posibilidad de ser más o menos indiferente, aunque se la pidamos a Dios. La catástrofe, como la señal irremisible de una realidad que no optimiza los poderes de la historia, acontece en el momento de la fragmentación y el pesimismo. La catástrofe es el rostro inverso de la guerra, en el que reluce el mundo histórico en un estado global de crisis y de decadencia, pero que reivindica el grito profético de la paz bajo la señal de una humanidad redimida.

El sentido de la historia

Hoy, cualquier meditación que realicemos respecto al pasado, sea este tan remoto como las cuevas de Altamira, o tan reciente como la caída del Muro de Berlín o de la Torres Gemelas entraña el concepto de la historia y, por tanto, el modo de habernos con ella. Y una meditación en la historia, implica ya la capacidad de cuestionarnos cómo asumiremos ese pasado, cómo estableceremos ese diálogo permanentemente abierto que se da entre mundos recién descubiertos, con civilizaciones a las que se les ha pulido con el Cepillo de la Historia, o se les ha ocultado bajo las piedras de nuevas construcciones. Entraña la posibilidad de encontrar linajes y castillos a lo largo de toda una singladura; sus leyendas y ruinas que acechan cada momento del presente; como quien quisiera escuchar de nuevo hablar a los muertos. Esta es la meditación que exige nuestro aquí y ahora; como si la historia fuera el campo expandido de lo posible y lo probable. Más bien considerándola una ciencia del presente, que pretende ser no mera presencia sino recuperación y reconstrucción.
Puede ser muy edificante contemplar la hermosura y grandeza de los tiempos dorados; pero solo meritorio si al mismo tiempo nos detenemos frente a los infinitos y espesos detalles que aparecen como síntomas de la caducidad en la visión histórica. Sin dudas, lo menos que se puede sentir en una época como la nuestra es el arduo pero largo camino que se ha recorrido; como quien puede torcer el cuello y mirar en lontananza con la certeza de que gracias a una mirada de larga distancia podrá divisar el paisaje de los tiempos recientes y remotos; calarlos en su justa medida.
Pero una meditación profunda sobre esta cuestión, implicaría traspasar la simple definición de la historia como una ciencia. Nos posibilitaría pensarla como un espacio dinámico, en la cual se proporciona todo un conjunto de fuerzas que van constituyendo al sujeto histórico. Sería un craso error o, por lo menos, un errar por los laberintos del Minotauro sin el hilo de Ariadna -lo cual nos reportaría la posibilidad de no encontrarnos a nosotros mismos y ser puestos en la escena del peligro-, no darnos cuenta que habitamos fundamentalmente en un mundo histórico, y que por esto, compete volvernos hacia esto que llamamos sociedad, mundo y nuestra propia existencia como vida, desde esta perspectiva y conciencia de lo histórico.
Este es uno de los presupuestos de la autoconciencia moderna, precisamente porque más acá de todo etnocentrismo cultivado por los unos y los otros, hay una matriz mental de configuración del sujeto en su modernidad, a saber, el cronocentrismo. Partimos de la convicción, más allá de nuestra situación geopolítica en el mundo, de que estamos en el centro de los tiempos, en la artesa de los siglos, en el vórtice de un huracán donde la suerte de nuestro destino se decide por la capacidad lograda en las acciones que ejecutamos. Acaso esta matriz ideológica sea más compleja de analizar en sus condiciones de posibilidad y de existencia, en sus efectos y consecuencias, que el etnocentrismo y el antropocentrismo.
Más acá de sus interrupciones y capciosidades; más allá de la dormidera de las cosas y la fragilidad de la finitud de nuestra propia existencia, la historia consiste ser el espacio dinámico donde se temporaliza el acontecer de toda verdad que nos compete, y donde persiste el hombre como posibilidad y proyecto. De modo que hoy nos podemos colocar de vuelta y retorno para volver la mirada y enfocar nuestra vista, y nuestro pensar, no en un acontecimiento singular o en un recuerdo de nuestro pasado más reciente, sino en el espesor y la anchura de un horizonte que vibra y nos marca desde el pasado: el plexo de tradiciones que en su complejo trazado confiere al presente como tarea.
El divisar las nebulosas y claros, las luces y sombras corporeizadas en la historia cultural, costaría un gran esfuerzo al alzarnos sobre tales tradiciones. De hecho, las que sean y cuales sean, pues aquí se parte de la subversión de una dialéctica purificatoria basada en la subsunción y la eliminación en pos de una dialéctica de apropiación y traducción que se consuma en el momento de la asunción y la transformación. Más allá del purismo y el estatismo, esta dialéctica indaga en los enlaces, con una ligereza que le permita el treparse sobre los muros que obstaculizan la mirada. Aquí también se intenta salir de la ingenuidad de creer en la dureza inconmovible de las identidades y la mentalidad biologicista que funda los valores en el hombre considerado como una materia cuasi-inerte, azotada por los instintos básicos, a la manera de una demonología semejante a la practicada por el calvinismo fundamentalista.
Esta dialéctica histórica se clarifica a sí misma como una dinámica de articulación que entrevé la posibilidad de alzarse sobre la tradición penetrando en ella a partir de una serie de prácticas que, de conjunto, configuran la cultura como una estructura compleja. Esta se produce en una órbita de doble centro, en el mundo de la complejidad y la diversidad de las prácticas de los sujetos y en el espejismo objetivo que surge de una relación entre, por lo menos, dos grupos. Es decir que ningún grupo “tiene” una cultura sólo por sí mismo: la cultura es el nimbo que percibe un grupo cuando entra en contacto con otro y lo observa.
Lo extraño y lo otro -en el núcleo del sí mismo- ya nos constituye; y el hombre, si es un proyecto corporeizado en la cultura, lo es precisamente porque lo hace también apropiándose de lo extraño y en el recibimiento del otro, porque lo hace inventándose en su identidad, aun desde esa extrañeza que provoca la condición de pertenecer a otro mundo. Nos constituimos en la complejidad dialógica de la praxis histórica. Creo que un principio para empezar a tener una consideración básica de nuestra fundación histórica y de la significatividad de la tradición como cuerpo orgánico de la historia, sería abandonar la ingenuidad de un pensamiento sustancialista que apuesta por la naturalidad dada del mundo histórico y fundarnos en una temporalidad histórica dinámica.
El pensar ingenuo es aquel que considera todo elemento de la historia como algo natural; aquí el espacio histórico aparece como un bloque macizo donde toda cosa hace presencia como un dato o como algo incrustado sin luces ni sombras. Allí el sol no ilumina ni la luna deslumbra; peor situación para el ser que piensa, ni en la caverna platónica. Aquellos al menos podían ver las sombras en el mundo cavernario. El mundo entonces no era traslúcido, y Prometeo ya no venía como una promesa cumplida para traer en sacrificio bello la antorcha de la libertad a la humanidad en ascuas y en cueros. En la caverna platónica, la visión prometeica exigía una negociación y un esfuerzo del hombre: en ella se definió la condición moral y cognitiva del hombre griego y occidental. Platón –con los servicios prestados por Sócrates y la máquina crítica desatada contra la tragedia- nos lleva a esta nueva condición: convirtiendo la dialéctica y la conciencia en el fundamento inteligible de la experiencia.
La ingenuidad nos descubre en un estado de candidez donde se ha eliminado la diferencia como diferencia real, y donde ya es imposible cualquier salto. Por el contrario, la conciencia, opuesta a la ingenuidad, en su dimensión histórico-moral, en tanto conciencia de nuestra existencia en el mundo apropiándonos del ser de las cosas para acciones concretas y posibles en circunstancias específicas, irrumpe como fuerza, y, sólo allí, donde el tiempo corre como reto y proyecto, como peligro y riesgo. El sujeto histórico existe como alguien que vive en el recuerdo y la esperanza, es decir como proyecto y riesgo, como un proceso dinámico de anticipación y rememoración. El hombre no encuentra su condición histórica esencial en la conciencia teorética, sino en posibilidad de su apertura a una praxis concreta, en la realización de su sensibilidad y su moralidad.
He aquí una consideraci{on en torno al tiempo en la historia: el pasado en esta conciencia  que se comprende como una fuerza política en un mundo en transformación, solo tiene validez en su poder-ser. Donde el presente no es el pellizcar inexorable del pasado precipitado con un futuro indeterminado, sino el lugar de la actuación y la mediación de ese poder ser que fue truncado y cuyo cometido es la realización de las posibilidades de una praxis liberadora.

La tradición y la crítica, puntos de partida para pensar la historia

La consideración acerca de las premisas metodológicas y epistemológicas en torno a la tradición como problema filosófico y político, aparece en el centro de lo que llamamos sin más el contexto de la modernidad y su conexión específica desde la dimensión geopolítica que incorporan los saberes de esta constelación histórica.
La tradición no es una cuestión de herencia e influencia, con beneficios de inventario, sino de apropiación y aplicación, con beneficios para el sujeto histórico de conocimiento. Ella no radica simplemente en la conciencia de la recepción y la aplicación, sin la conciencia previa que sólo esta relación puede hacerse orgánica desde la transmisión y la traducción. Todo sesgo y toda posibilidad se efectúa también en tales intervalos, donde, sin dudas, la historia puede interrumpirse o dejarse al servicio de lo siempre continuo. Dicho esto así, lo primero que evitamos es la actitud engañosa de transmitir un saber que no se sabe a sí mismo, es decir, concretamente es aquella actitud en la que Alguien despacha a algunos o a ninguno un discurso, como un bodeguero puede hacer en la bodega al distribuir el pan nuestro de cada día, al enunciar un título o consigna cualquiera sin anclaje en lo real, y decir simplemente que esto es aquello, y con esto saldamos la cuenta.
Esto sucede por una cuestión de una envergadura política insospechada para la mayoría de los interesados dentro del campo intelectual, puesto que gran parte de la capacidad de competencia y compromiso del intelectual de nuestro tiempo ha sido desplazada hacia los predios del silencio, del choteo y el resentimiento de una conciencia despolitizada en su dimensión pública. Aquí la memoria, convocada a convertir el pasado en una constelación imaginaria dinámica que configura realidades más vastas para un mundo en expansión –el cosmos como campo expandido de lo histórico-, se convierte en un embudo, en un precipitado de contenidos vacíos de sentido para la acción y para la vida. Aquí la esperanza, concentrada en convertir las probabilidades de una imaginación crítica y utópica en contenidos concretos para la realización de lo posible, en desbancar el bloque macizo de la historia, para convertirla en historia de las posibilidades de una praxis realizable, se convierte en desesperación y cinismo, abandono del hombre como proyecto y como riesgo.
Desde esta perspectiva la historia debe concebirse como un espacio donde no se pretende brindar meros contenidos vacíos de sentido para la vida y para la acción que fuésemos a verter en recipientes cristalinos; sino convertir el contenido –la imagen posible/ la palabra pronunciada- en punto de partida para el cuestionamiento. Concebir, entonces, la cultura como un diálogo aperturante donde la pregunta es síntoma de inquietud y una puerta para la búsqueda, y como condición para una apropiación dinámica de nuestra realidad social.
Pues bien, estas son las interrogantes iniciales, que nacen de un cuestionamiento al mismo tema de este ensayo de ideas; por tanto, del contenido que pretendemos exponer: ¿Qué es lo que nosotros comprendemos por <<tradición>>? ¿Qué relación tiene este concepto con la situación del encuentro? ¿Cuál es el verdadero encuentro al que convoca el diálogo con la tradición?
Confieso que el concepto de tradición resulta problemático para comenzar cualquier discusión en la que este en juego el modo en que nos apropiamos del pasado en función constructiva de un presente que pretenda ser dramáticamente interruptivo y actuante. La tradición se comprende entonces, a fuerza de ser discutido, como un contexto que pretende ser vinculante en tanto se constituye como horizonte de formación y desarrollo de una comunidad de sentido.
La tradición ha de constituirse entonces como una cantera y una constelación problemática, donde uno devenga excavador y constructor; allí las fuerzas están concentradas y, declarar el estado de emergencia en que una vez han estado los acontecimientos y el estado de excepción que uno debe provocar una vez excavados los dominios de la tradición que se recibe como herencia. Sería convertir la tradición en lo que es: una condición histórica de posibilidad para la constitución de nuestra praxis.
La tradición configura, a través de los contenidos de experiencias y las pretensiones de realizaciones que se objetivan en las prácticas humanas, a la cultura como el espacio dinámico en el que el hombre como ser histórico dota de sentido a la vida, le da continuidad y la convierte en una trama multiforme, pletórica de sentidos.
El encuentro es la experiencia básica de la tradición como contexto dinámico, en la que ella se constituye como tradición viva, y en la cual nosotros nos situamos en el mundo abierto por el lenguaje. El lenguaje no sólo aparece en nuestros labios, sino que constituye el cuerpo mismo de nuestro espíritu y nuestro pensamiento. El lenguaje es la condición originaria de posibilidad para el encuentro intersubjetivo,  por tanto para el diálogo: la discusión y la diatriba, el disenso y el consenso sobre cosas de nuestro mundo.
Pero ningún encuentro sería auténticamente dialógico en la historia si la motivación originaria no radicase sino en el comprendernos. Una comprensión dinámica en la que antes de consentir o disentir habría que sentirse en el espesor de la cultura como unidad viva y total. Es aquí donde cualquier argumento a favor de una prognosis, una advertencia, un proyecto en lontananza, podría hacernos caer de la cuerda muelle con que se tensa la historia. Hay dos potencias que hacen que esa densidad del mundo interpretado en el que habitamos, pueda transfigurarse con claridad en los sitiales de la epifanía y del discurso: el símbolo y la crítica. Aquí hablaremos sólo de la crítica.
¿Qué es lo que entendemos por crítica? ¿Es posible hablar de la crítica como una herramienta sin saber lo que ella puede hacer para el mundo que queremos construir y en el que podemos vivir? La crítica sólo puede comprenderse como una fuerza motriz en el marco de unas condiciones epistemológicas vinculadas al diálogo. Una manera de disponer de nuestro conocimiento como una tarea de la autoconciencia práctica, convocada al desarrollo de una praxis transformadora, donde la crítica misma no se exhiba como mera mortificación, ni como queja y lamento provocado por el resentimiento. Ella debe proporcionarnos, por tanto, una doble mirada donde el espacio de lo real aparezca en su plena complejidad y donde no haga se haga caso omiso de aquello que desde el pasado aún nos sigue hablando.
La crítica es ante todo capacidad de practicar la complejidad dinámica de una realidad que nos compete cada vez más de un modo perentorio y definitivo; de reconocer que no estamos sumidos per se en el anonimato del murmullo y la caverna. La crítica significa reconocernos en la capacidad de utilizar para nuestra vida y nuestra acción en este mundo nuestra facultad de juicio, de poder emitir y transmitir un juicio bajo la responsabilidad del pronunciamiento de la palabra, y en ella la justificación de un contenido de sentido.
Sin dudas, nos abrimos a la experiencia de la crítica en el espacio propio de una hermenéutica profunda. Su contenido epistemológico se encuentra en una dimensión negativa y dimensión positiva en tanto ella se conceptúa cono análisis de las condiciones de posibilidad y de existencia. La negación y el reconocimiento de contenidos a discutir que constituyen presupuestos de un saber son propios de la posición crítica. Sí, porque la crítica es una posición, y una posición intersticial, liminar y de límite; ella misma surgió como poder de cuestionamiento, y cuestionamiento de los fundamentos y poderes que el hombre instituía en garantías y jerarquías. Ella no es ciencia ni filosofía propiamente dichas, sino ese espacio intermedio entre la certidumbre que optimiza la existencia en la fundación de poderes y la incertidumbre de que aun los fenómenos continúan la búsqueda de su esencia; pero deonde el sujeto mantiene en vilo las preguntas básicas de la existencia. Esta negatividad y positividad de la crítica la entiendo en el marco de una hermenéutica profunda, que sospeche sobre lo  impensado al tiempo que pronuncie lo que hasta entonces era imposible. Esta hermenéutica no como mera techné del filólogo y exégesis del esotérico, la encuentro expresada de un modo certero y sugerente en estas palabras del fenomenólogo francés Paul Ricoeur, en su texto Freud y la filosofía:

En un polo, la hermenéutica se entiende como la manifestación y restauración de un significado dirigido a mí bajo la forma de un mensaje, una proclamación, o como se dice a veces, un kerigma: según el otro polo, se la entiende como una desmitificación, como una reducción de la ilusión... La situación en que se encuentra hoy el lenguaje comprende hoy esta doble posibilidad, esta doble solicitación y urgencia: por un lado, purificar el discurso de sus excrecencias, liquidar los ídolos, ir de la embriaguez a la sobriedad, percatarnos de nuestro estado de pobreza de una vez y por todas; por otro lado utilizar el movimiento más <<nihilista>>, destructivo, iconoclástico, de manera que se deje hablar a lo que una vez fue dicho, cuando el sentido apareció por primera vez, cuando el significado estaba en su mayor plenitud. La hermenéutica me parece animada por esta doble motivación: voluntad de sospecha, voluntad de obediencia. En nuestros tiempos no hemos acabado de librarnos de los ídolos y apenas hemos empezado a escuchar los símbolos. (HABERMAS, 2001, p.32)

La dimensión epistemológica de la crítica se patentiza en su carácter de superación e inversión. Una superación que en vez de aniquilar el mundo pretende curar la existencia de la cosas de sus excrecencias y guardar su contenido de verdad potenciándolo en una nueva actualización y actuación en el mundo. Una inversión epistemológica en el que se reconoce el movimiento y la contradicción de los fenómenos, las cosas y las mismas posiciones en el seno de una totalidad que también es dinámico. Donde la inversión construye al mundo a través de la ironía y otros recursos. La crítica no sólo basa su fuerza en la dimensión epistemológica, sino también en la dimensión ética. Por eso, la crítica también es subversión y lucha. Significa la subversión de un orden incrustado en la exterioridad de las cosas, como la rémora en la naturaleza activa, cuya vida parasitaria ha de ser eliminada. La crítica es lucha por la autonomía. Ella se vale del grito de justicia ante las cosas que siguen siendo así y dicen no poder ser de otra manera.
Aquí no puede ser olvidado que la crítica enfatiza el contenido explicativo de los hechos: consiste en el cuestionamiento mismo de los hechos como fenómenos en el seno de una totalidad dinámica. Los hechos aquí aparecen en su interrelación en el seno de la praxis histórica concreta. Ellos dejan de mentir cuando renuncian a hablar por sí mismos, cuando renuncian a esa fuerza de la autoridad positiva conferida por la noción de un pretérito congelado, por aquello de lo que que pasó pasó, y nada más. La crítica no es un fin en sí mismo, sino es un instrumental epistemológico y ético de análisis de condiciones de posibilidad y de existencia de nuestra situación histórica, una herramienta de lucha por la instauración de una praxis liberadora.

Conclusiones

La comprensión es esencialmente histórica, reflexiva y creativa, con capacidad de integración de la experiencia del lenguaje, de los símbolos, del sentido que descubrimos a cada paso en nuestro mundo, a la praxis vital. Como punto de partida para el concepto de tradición, podemos hablar de la  crítica como una de las fuerzas motrices de la apropiación comprensiva y de la comprensión hermenéutica. Constituye el modo en que toda tradición aparece como tradición viva, digna de ser actualizada e interrumpida como continuum que sedimenta contenidos que no han sido tocados por la interrogación. Esto se realiza a partir de los procesos de socialización, llevados a cabo por los esfuerzos interpretativos de la traducción y la explicación en la que cada fragmento de tal tradición se socializa en una nueva aplicación orientada a la praxis.
La cuestión que interroga por el sentido de la historia, que surge desde las condiciones de posibilidad y de existencia de lo cultural, como un ámbito elástico  e interferencial–aunque constituido por fuerzas plásticas logradas a su vez por una sutil conciencia del límite- que remite a un horizonte de experiencia, puede constituir un impulso que al mismo tiempo cuestione la situación y la condición de nuestro ser histórico y de cómo nos las habemos con el mundo.
El nexo vinculante entre cultura, tradición e historia implica la pregunta por el sentido que tiene para nosotros ejercer el saber en el espacio público. El saber no como un arma a blandir en defensa del patrimonio sólido que cada día y cada vez más atesoran los banqueros del poder y del saber, sino como un instrumental de liberación de la condiciones humillantes y alienantes que aparecen como incrustaciones en el espacio cósico y habitual de la praxis histórica. Nos invita a pensar en el relieve que tiene el conocimiento como saber socializado en el espacio de la cultura. Al mismo tiempo que nos convierte en menos inocentes, inocencia que la adultez paga con creces en el recinto de la estupidez cotidianizada por la miopía y la bizquera, cuando se apaga el preguntar mortificante pero comprensivo, la impertinencia de nuestra mirada, y lo oportuno de la astucia más acechante.
En un texto programático sobre la reformulación en clave crítica de los Estudios Culturales Santiago Castro Gómez sentencia: <<no se trata de comprar nuevos odres y desechar los viejos, ni de echar el vino nuevo en odres viejos, se trata más bien, de reconstruir los viejos odres para que puedan contener el nuevo vino>>.(CASTRO-GÓMEZ, s/d, p..168) Re-fundar una teoría crítica de la sociedad en el marco de la teoría social de la sociedad en la que nos ha tocado vivir, implica re-pensar los conceptos fundamentales de la historia, aquellos conceptos de los que hablaba Nietzsche en sus Consideraciones Intempestivas. Desde su inconmensurabilidad para aún así alcanzar la praxis finita y a veces fallida de los sujetos, desde su vitalidad en su ligazón con una vida histórica fundada en anticipaciones y rememoraciones para accionar el presente, y desde las resistencias que operan y se abren en el espacio polidimensional y multiforme de la cultura. Se trata de recuperar este nexo nunca aniquilado de la imaginación teórica y política y la doble mirada del sujeto de conocimiento en el espacio de la imagen participando en la historia (LEZAMA LIMA, s/d, p.213).


REFERÊNCIAS:

ADORNO, Theodor.  Teoría estética. España: Taurus Humanidades, 1992.

BECKETT, Samuel. Esperando a Godoy. In: Teatro francés contemporáneo. Editorial Arte y Literatura, 1975

CASTRO-GÓMES, Santiago. Ciencias Sociales, violencia epistémica y el problema de la invención del otro. In: La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. La Habana-Cuba: Editorial Ciencias Sociales, 2005.

HABERMAS, Jürgen. Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad. Barcelona: Editorial Trotta, 2001

HEGEL apud ARENDT, Hannah Arendt. La vida en el espíritu. s/d.

JAMESON, Fredric Jameson. El inconsciente político. La narrativa como acto socialmente simbólico. Madrid: Visor, 1989.

LEVINAS, Emmanuel. Totalidad e infinito. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1987.

LEZAMA LIMA, José. Mito y cansancio clásicos. Confluencias. La Habana, Cuba: Editorial  Letras Cubanas,  1991.



[1]  Este fragmento del parlamento sostenido por Hamlet frente al fantasma de su padre en la Escena XIII del Acto I de Hamlet. Hamlet, de Shakespeare.
[2] Ciertamente Estragón no estaba a la escucha del kerigma de Vladimiro. 

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