El socialismo y el hombre en Cuba
Sobre el sujeto político y el socialismo en Cuna a inicios del siglo XXI: nuestra generación habla
Sobre el sujeto político y el socialismo en Cuna a inicios del siglo XXI: nuestra generación habla
¿Por qué hoy los jóvenes cubanos hablarían con pasión y razón acerca
del socialismo? Acompañados por la generación de nuestros padres, los cuales atribulados
por la crisis sistémica de una nación “venida a menos”, y por un proyecto de
nación en bancarrota; esperanzados quizás por la única razón de que tienen el tiempo
contado para saber y poder hacer una revolución más pensadora y fluida dentro
de una revolución trabada en el plasma de miles de contradicciones; un socialismo cada vez más participativo y democrático, dentro y
fuera de un socialismo cada vez más estatista; una cultura más
libertaria y descolonizadora que nos permita transformar nuestros
prejuicios y experiencias a favor de ganar la capacidad que tendría cada sujeto
de pensar un poco más por sí mismo, y que a cada cosa se le conceda el derecho a su
existencia histórica.
¿Por qué ahora podría eclosionar en el habla cotidiana, en la
insurgente y difusa opinión pública, un distanciamiento de la simple queja y la
fábula nostálgica al tiempo que un acercamiento cada vez más crítico y
propositivo ante los problemas que enfrentamos como sociedad? Diríamos que tal eclosión tendería a focalizar, localizar
de manera crítica los problemas candentes y apremiantes que enfrentamos en la vida
cotidiana, en la vida pública de la sociedad, y las posibles soluciones a la
situación de crisis que sostiene la Isla. A favor de adoptar una posición
política cada vez más explícita de compromiso con un proyecto social de nación viable. Quizás la razón sea la estricta exigencia histórica, siempre digna
y posible, para cualquiera de los que nacimos dentro de la Revolución, y que
aún no hemos renunciado a vivir en una nación que se ha propuesto que cada
hombre tenga la dignidad de su pan y de su palabra, sin fruncir el ceño, de
vergüenza o resentimiento. Sin embargo, tal propuesta, esos sueños-todavía se nos hace más claro a las generaciones posrevolucionarias y a la generación post-Castro, que se desvaneció prácticamente desde el principio.
¿Por qué hoy clamamos por una generación revolucionaria (despierta), cada vez más
numerosa (más unida que la unión que no hace la fuerza), que se disponga a repensar el modo de hacer sociedad que hemos
heredado? Que, sin dudas, cuente con esa herencia para situarnos en la
encrucijada en la que no habrá más remedio que redefinir nuestra intención y
mostrar la capacidad de realizar el socialismo por el tiempo que nos ha tocado
vivir; que conspire y batalle con las ideas, con una imaginación y paciencia
políticas que nos permita darnos cuenta quiénes son los reales contrincantes del
proyecto socialista y del poder revolucionario; que transpire la confianza que
se nos ha quitado para hacer nuestro trazo en el mapa político- cultural de
este caimán embelesado por miles de cantos de sirenas (que no precisamente vienen de la costa del lado de allá).
Desde hace muchas décadas sabemos que el socialismo resultó un fracaso, nuestra generación debe saber que por la misma razón, tampoco es impostergable. El socialismo democrático, desde luego. No el socialismo stalinista, obrerista, estatista, fidelista, prosoviético, real o realmente existente, autoritario o despótico, de pachanga o caribeño, chovinista o autárquico, totalitario... como quiera que se le llame. La misma pinta llevan todos, y de la misma cosa se trata. De prohibirle al individuo sus libertades con coartadas de todo tipo, de prohibirle a la sociedad organizarse por sí misma.
Desde hace muchas décadas sabemos que el socialismo resultó un fracaso, nuestra generación debe saber que por la misma razón, tampoco es impostergable. El socialismo democrático, desde luego. No el socialismo stalinista, obrerista, estatista, fidelista, prosoviético, real o realmente existente, autoritario o despótico, de pachanga o caribeño, chovinista o autárquico, totalitario... como quiera que se le llame. La misma pinta llevan todos, y de la misma cosa se trata. De prohibirle al individuo sus libertades con coartadas de todo tipo, de prohibirle a la sociedad organizarse por sí misma.
Hablamos de una generación en fase de despertar, que tiene que deconstruir (y aprender a
deconstruir críticamente para construir de acuerdo a las necesidades crecientes
y nuevas que realmente hace falta dentro del proyecto de sociedad que deseamos entre todos): una constelación de prácticas basadas en la pronunciación y apropiación del
mundo sobre la base de la libertad y la dignidad.
Con qué rostro se puede sostener qué es legítimo pillar al Estado y a la sociedad civil, dejando dicho entre líneas que todo se debe a una culpa metafísica signada por el bloqueo del Imperio. Cómo hemos llegado a refrenar nuestra indignación cuando el policía violenta al ciudadano por la sencilla razón de poseer un matiz pronunciado de piel o por su elección sexual. Cómo admitirnos que el delegado del municipio y de la base se conviertan en marionetas que acatan las decisiones que caen en picada, y aguanta las peticiones del pueblo trabajador, de manera tal, que lo que viene de arriba cristalice como inexorable tarea de choque e inmediata y, lo que viene de abajo se acuse como una demanda con solución a largo plazo o insoluble. Hasta que punto y límite es condición de posibilidad para ejercer la libertad personal y la autonomía colectiva; si la cuestión medular de la unidad e identidad nacional, la sostenibilidad de la revolución cubana y el proyecto socialista radica en que sólo se puede ser más revolucionario, más socialista, más cubano y más autónomo, en la medida en que nos lo permita el mismo Imperio. La duda insoportable de que por causa del bloqueo imperial y de las fuerzas malignas del capitalismo transnacional, estemos obligados a reproducir sus propias prácticas imperiales bajo el tamiz de cierto mimetismo colonial que hasta cierto punto nos compromete, y una visión exogenista que de cierta manera hemos producido, en vez construir más alternativas emancipatorias endógenas de cara no sólo al Imperio sino a nosotros mismos, le puede quitar el sueño a más de un revolucionario.
Con qué rostro se puede sostener qué es legítimo pillar al Estado y a la sociedad civil, dejando dicho entre líneas que todo se debe a una culpa metafísica signada por el bloqueo del Imperio. Cómo hemos llegado a refrenar nuestra indignación cuando el policía violenta al ciudadano por la sencilla razón de poseer un matiz pronunciado de piel o por su elección sexual. Cómo admitirnos que el delegado del municipio y de la base se conviertan en marionetas que acatan las decisiones que caen en picada, y aguanta las peticiones del pueblo trabajador, de manera tal, que lo que viene de arriba cristalice como inexorable tarea de choque e inmediata y, lo que viene de abajo se acuse como una demanda con solución a largo plazo o insoluble. Hasta que punto y límite es condición de posibilidad para ejercer la libertad personal y la autonomía colectiva; si la cuestión medular de la unidad e identidad nacional, la sostenibilidad de la revolución cubana y el proyecto socialista radica en que sólo se puede ser más revolucionario, más socialista, más cubano y más autónomo, en la medida en que nos lo permita el mismo Imperio. La duda insoportable de que por causa del bloqueo imperial y de las fuerzas malignas del capitalismo transnacional, estemos obligados a reproducir sus propias prácticas imperiales bajo el tamiz de cierto mimetismo colonial que hasta cierto punto nos compromete, y una visión exogenista que de cierta manera hemos producido, en vez construir más alternativas emancipatorias endógenas de cara no sólo al Imperio sino a nosotros mismos, le puede quitar el sueño a más de un revolucionario.
Cómo soportar que el militante te aco(u)se en una esquina de diversionismo ideológico, como
si se tratase de un enfermo que ha de avergonzarse por pensar de manera
diferente, y él un inquisidor que inocula la moralina que custodia y garantiza
el buen pensar. No existen “problemas ideológicos” más que cuando la ideología
en el campo mismo de la hegemonía se convierte en el problema central de la
praxis política de una revolución contrahegemónica. El problema ideológico no
es estrictamente moral, pero la práctica de la moralidad en la cosa pública e
incluso, de algún modo, en la cosa privada, si puede ser una cuestión
ideológica. De qué otro modo se puede entender que hombres y mujeres de larga
data en la lucha revolucionaria o simplemente en su experiencia de vida dentro
de una revolución socialista que exalta la justicia social y la fraternidad, se
comporten racista, sexista o simplemente despectivamente frente a cualquier
situación humana. Con la consabida implicación social que en nuestra sociedad
puede arrojar, cuando sabemos la correspondencia axiológica que en nuestra
sociedad existe entre la militancia política y la responsabilidad social.
Cómo es posible que en una nación, con una cultura política
revolucionaria consolidada a lo largo de casi doscientos años, se preserve y
potencie una retórica agresiva en la vida cotidiana, en la que los triunfales y
bienpensantes que no se “marcan” son revolucionarios, frente a los que caen en
desgracia por ser disidentes, escoria y gusanos; cuando lo que realmente hacen
–salvo determinadas excepciones y grupos de excepción- es reflexionar y pensar
en colectivo la misma cosa pública, luchando a brazo partido por su propia
vida, puesto que evidentemente no cobran un centavo por ninguna mafia que
compita en el chanchullo político anexionista. Dónde está la capacidad de
distinción que permite que se preserve la dimensión crítica que permita al
socialismo desarrollarse como un proceso que no se interrumpa constantemente
por la sospecha permanente. Entonces, no sería tan difícil darnos cuenta, luego
de una crisis de regresión económica sistemática, cuánto hemos fallado a la
imaginación política y poética para salir de nuestro empobrecimiento material y
espiritual, palpable con cifras y sin ellas en la sociedad realmente existente.
En primer lugar caer en la cuenta que estamos viviendo un proceso en el que
todos hemos sido de algún modo víctimas y victimarios; rehenes de una
estructuración ideológica donde muchos términos se vuelven ambiguos y
sutilmente escandalosos.
Estamos en un punto de inflexión donde vemos salir al país de su peor
debacle económica a través de un espejismo que supone la latencia de
crecimientos desajustados en la reestructuración económica del país y una
creciente deslegitimación y desmotivación en el ámbito de la ideología. La
proyección pública del imaginario político no tiene mucho tiempo para detenerse
en el recuento nostálgico y parvulario, de la merienda escolar de los ochenta o
los largos ayunos y apagones de los noventa. Ni en la fabulación acerca de un
futuro que no nos toca y que realmente no existe. La tarea política inmediata
radica en encontrar en el grado crítico de la praxis política y cultural
nuestra capacidad de supervivencia y de nuestra imaginación colectiva la
posibilidad concreta de apoderarnos de nuestra sociedad en el presente.
Hoy sólo es posible salvar las conquistas del socialismo, si ante todo
se solucionan las contradicciones generadas en el contexto de surgimiento y
desarrollo del socialismo en Cuba; si se toma una visión histórica de larga
lente que de cuenta del socialismo cubano como una variante histórica y
creativa específica del socialismo mundial; y nos adentremos en un horizonte
teórico- práctico de transformación de nuestras premisas, prejuicios,
prácticas, concepciones y estrategias en el contexto sistemático de un debate
real, público, democrático, crítico y sostenido. Hay que conquistar todo el
socialismo de nuevo, sin sacar cuentas predeterminadas en una balanza de logros
y yerros. Esto significa reducir al máximo los vestigios del colonialismo, las
dinámicas liberalistas y neoliberales de la burguesía reacomodada, el
adocenamiento y la hiperinflación de los sectores burocráticos y profesionales,
y el empantanamiento de la acción organizadora del Estado.
Hay sólo una mínima razón para hablar, más de lo que el pensamiento
piensa, lo que la lengua calla y por la que el corazón sufre: el rompimiento de
los ideales no puede paralizarse en una persistencia cansina del ideal por sí
mismo, incontrastable con la dura realidad. Tiene que efectuarse una batalla
campal de redefinición de los ideales sobre la base del reconocimiento de un
mundo escindido, de una sociedad puesta en crisis. Tanta solidez tiene el
conflicto como una tragedia, por lo menos en clave política: la división
macrosocial que generó desigualdades concretas y que han provocado un malestar
insoportable en el conjunto de la sociedad, puede hoy verse sin lentes y
decirse sin dobleces.
La masa social crítica que exige hoy una solución política, económica
y cultural en el contexto del socialismo cubano se las ha de ver con aquellos
que han sido más afectados profundamente en las últimas dos décadas en la saga
histórica de la revolución cubana. Una masa crítica que ningún proyecto
socialista puede solucionar con radicales ni despejes, a fuerza de cesar como
proyecto político y proceso revolucionarios: los que han sido afectados como
sujetos reales dentro de un proyecto socialista de largo alcance, que hoy
cumple medio siglo son estos: los trabajadores, los intelectuales, los
estudiantes, los negros, los orientales, las mujeres y los homosexuales.
Resulta la inmensa mayoría de los que viven hoy en este país: esto significa
que el socialismo y el hombre en Cuba están en plena crisis y es urgente su
reformulación práctico- teórica.
La definición democrática del poder revolucionario que, en los años
60´, se articuló desde el contexto de un nacionalismo revolucionario vinculado
a un socialismo marxista contracolonial, sólo se puede comprender en un
horizonte de formación ideológica y cultural y de transformación social de
larga duración. A esa historia de sobresaltos, revoluciones, sacrificios,
intervenciones y lucidez no se puede renunciar. Hay que reconvertirla en poder
social, relato cotidiano e imaginario
instituyente de nuestra
sociedad. Desde allí, desde ese tiempo de fundación hay unas interrogantes a
nuestro presente: ¿Cómo la concepción básica del patriotismo legada por la
tradición de luchas independentistas y antiimperialistas que cristaliza en la
palabra martiana de Patria es Humanidad, y la concepción básica del socialismo
legada por una tradición de luchas basadas en el internacionalismo y la
democracia hubo de convertirse en lo que presenciamos hoy como resultado de
todo medio siglo de construcción de una nueva sociedad?
El nacionalismo revolucionario, a través de contradicciones agudizadas
y nunca esclarecidas en la esfera pública, sujetas sólo a una indiscutible
dignidad de autodeterminación nacional engendró un autarquismo chovinista, al
tiempo que el socialismo con una larga tradición de múltiples visiones y
conquistas, recaló en un socialismo de Estado obturado por un marxismo
dogmático. El autarquismo chovinista y el marxismo tribunario y dogmático
produjeron una lógica en el espacio de las políticas públicas y el sentido
común que impregnó la base de la sociedad, generando un conjunto de relaciones
entre Estado y sociedad civil, perniciosas para la acumulación y reproducción
socialista de la sociedad. Una lógica de fragmentación y exclusión en la que
cada vez más se reduciría el horizonte de aquellos que podían definir lo
revolucionario y, de paso, definirse como revolucionarios, frente a aquellos que
podían ejercer el poder en la construcción del proyecto de sociedad.
La complejidad que implica comprender la hegemonía socialista parte de
la capacidad real que la sociedad tenga de convertir la relación entre la
capacidad de decir y definir el poder revolucionario y la capacidad de
ejercerlo como poder constituyente en una relación orgánica dentro de la
sociedad; y no en una antinomia suprahistórica en el plano de la abstracción
especulativa. Las disyunciones suprahistóricas de la teoría marxista que hasta
ahora se han preservado no son sólo materialismo-idealismo,
trascendencia-inmanencia: estas a mi juicio un marxista las puede superar con
cierta dignidad teórica en cuestiones de segundos. El problema radica en que
después de 150 años de puesta en práctica de teoría marxista y práctica
socialista aún se estén reproduciendo estas disyunciones sin darles una
solución dialéctica y estructural: socialismo /mercado, reforma/revolución,
propiedad/poder, y otras. La lista es larga y pesa a nivel social en el modo en
que se piensa y se pone en práctica la organización de la sociedad.
Evidentemente, un proyecto como este tiene una constitución política
basada en una combinación dialéctica de principios que lo animan y prácticas
que lo materializan. Los conceptos más caros para cada cubano que le tocó vivir
y nacer bajo este proyecto son tres: Patria,
Revolución y Socialismo. Aquí renace el Logos de la Nación, su Ley, su
Historia y su Meta a partir del Triunfo Revolucionario. Todo delirio y
entusiasmo, toda lucidez y razón de ser, tuvo que renacer con estas caras
palabras, convertidas en conjuros, consignas, imágenes: símbolos máximos en el
orden de lo que se dice y de lo que se puede hacer. La historia de nuestra
nación ha sido un devenir revolucionario hacia la realización de la plena
dignidad y la justicia social para todos los cubanos. Esta combinación
sintáctica y plataforma ideológica se resolvió en un inicio con la ampliación
del poder político en la base a partir de un conjunto de acciones que fueron
asumidas por derecho propio, en el contexto de una nación con patria soberana y
de un socialismo comprometido con las causas del Tercer Mundo.
Pero donde hay luz, hay sombras. También hubo una ruptura del poder
revolucionario. La lógica de fragmentación y exclusión- no es otra que la de la
concentración del poder social de la mayoría en las manos y las mentes de una
minoría- es producto de las contradicciones de la antinomia capitalista
capital/ trabajo. Es decir, la concentración del capital social y su desvirtuación-deformación
en manos de una tecno-burocracia emergente, frente una praxis social
reconducida al cumplimiento de tareas casi siempre asignadas verticalmente y a
la alienación política de su accionar colectivo e individual en una gestión
autónoma y colectiva de la sociedad. El capital social constituye el conjunto
de relaciones simbólicas, ideológicas, económicas y políticas que se produce y
reproduce en la sociedad. Muchas fuerzas -tanto de la estructura sociopolítica
como del imaginario sociocultural instituido- mediaron en el deslizamiento.
La figura apasionada y polémica del revolucionario fue vencida por la
serenidad del funcionario y la intransigencia del “cuadro”. Esto se explica en
el pasaje que va desde una revolución triunfadora y pensadora, en la que se
había otorgado por derecho propio una zona amplia para definir y ejercer el
poder revolucionario en la sociedad, hacia una escisión entre un Estado cada
vez más burocratizado, centralizado y verticalista frente a una sociedad de
multitudes, grupos, movimientos e individuos que aún tendrían suficientes pilas
para mantener encendida la llama de la Revolución.
En esta hora, se asfixiaría toda conciencia crítica en el posible
escenario de la praxis política si hubiese que explicar esta lógica desde la ambivalencia
de un temor libidinal de un inmenso movimiento de masas que tiene el derecho y
la capacidad de decir lo que no está dicho y de una razón de Estado que
visualiza y legitima este silencio compartido, con temor y con temblor, frente
al peligro y la amenaza siempre urgente del imperialismo externo y la
contrarrevolución interna en cada punto del espacio-nación. Pero aun así sería
una ingenuidad creer que la crisis de nuestra nación no pasa por la psique
individual y el imaginario cultural colectivo; que estas instancias no tiene en
absoluto una centralidad en el análisis de nuestra situación: la peculiaridad
de los mecanismos psíquicos de supervivencia, los hábitos perceptivos y la
dinámica culturales en términos de conductas reactivas y preactivas, así
comportamientos residuales y compensatorios.
Esta cuestión psicocultural, vinculada al deseo y a la supervivencia,
no se resuelve con textos eminentes en lengua franca de sociodicea: como decir
que el miedo a la libertad en la era moderna de los totalitarismos…, el choteo
es la negación de la cultura cubana…, cuya posibilidad de salvar es caminando
holgadamente por la rampa etérea hacia el espíritu…, etc. Esta analítica del
deseo y del temor, de la murmuración y la autocensura, de las expectativas y las
añoranzas, hay que darle su posibilidad de decirnos algo más acá de lo que
piensa el cubano frente a la institución social. Es precisamente en los
intersticios de nuestra conciencia lúcida y la imposibilidad de superar nuestro
temor a la vida y a la muerte, que se tejen y cuajan con más fuerza los pactos
invisibles de la sociedad. Es decir, los contratos sociales de los que casi no
se hablan, porque son contratos que nadie escribe, ni firma, a fuerza de caer
en evidencia el cinismo o la vergüenza: el terror máximo de la buena
conciencia.
Los pactos invisibles han tenido una larga historia que sólo ha
tributado a que la lógica del corazón no encuentra una razón social más para
luchar con esperanza: el síndrome de la decepción. El problema central en
términos de psique y deseo, que enfrenta el socialismo como un programa
político de amplia demanda participativa para la objetivación de una nueva
dinámica social basada en la autogestión y planificación colectiva, la
cooperación y la socialización ampliada del poder, la propiedad y los saberes;
como una opción social para hacer praxis política tanto en la dimensión micro
como en la macro, radica en que no se hace sólo con cifras y razonamiento
procedimental, sino que hay contar en cada caso y para cada cosa con lo que realmente siente, quiere y piensa el sujeto: más
razón para comprender la necesidad de una democracia participativa ampliada. No
se trata de una discusión ontológica en el sentido que el proyecto soluciona el
problema de la libertad y la necesidad, o una cuestión romántica en tanto que
el alma aspira a lo Real; sino del socialismo como un programa político que
define a una sociedad de mando democrático y colectivo: de autogobierno y
autoinstitución.
La batalla que hoy enfrenta este pueblo es tanto política como
cultural, en la que se definirá las posibilidades de preservar un nacionalismo
de resistencia. Su premisa de doble hoja, a saber, la definición nacionalista y
poscolonial al luchar contra toda hegemonía imperialista, y la definición
democrática y emancipadora al darle continuidad al proyecto socialista, también
se afirma en la capacidad que los hombres y mujeres de esta patria martiana
tengan de hacer una lectura ética y política de su propia realidad. La
cuestión, por supuesto, no está sólo en hacer una mera lectura de los pasajes
ínfimos de nuestra vida cotidiana, como cuando escuchamos un cuento de Pepito y
sonreímos, o cuando vemos a la nueva clase de los ricos pasearse en sus pulcros
autos y sus hijitas anoréxicas haciendo ruido con sus celulares por los
pasillos de nuestros centros escolares. Sino en la capacidad de narrar nuestra
saga histórica en la multiplicidad de sus procesos y sus acontecimientos, ver
sus efectos de corto, mediano y largo alcance en el devenir de la construcción
de la nación.
La necesidad de la supervivencia de la Revolución Cubana sólo es un
imperativo ético y un ideal constitutivo, si la continuidad del proyecto
socialista es una exigencia política de millones de cubanos que les cabe por
derecho propio la gestión de la sociedad. Por tanto, es clave la revalorización
de este proyecto en el marco del sistema mundial capitalista, y a favor de la
construcción de una sociedad que ha padecido un desgaste sistemático desde hace
casi dos décadas en los aspectos político, económico y cultural. Ya no
somos el pueblo de hojas y servidumbre de hace un centenar de años, que se les
persuade con consignas histéricas y fábulas esópicas. Nunca nos ha pasado por
la mente aceptar la historia como una fábula fruitiva: resuelta desde su principio.
De hecho, la Historia de nuestra Nación se descongela y se vuelve a articular
en la historia de nuestro municipio y de la región, y en la historia del
sistema-mundo capitalista. Ella misma no puede continuar cargando con los
grilletes de la guerra fría y el estanco del tabaco; con la invención
postsocialista de un Gran Hermano y un Enemigo Común, la invención colonial de
una Sociedad de Favores y Lealtades, ni la invención poscapitalista de una
narración centenaria que bascula entre los fantasmas de una República
mediatizada y una Revolución emancipada.
Somos una generación que ha crecido bajo el impulso utópico de las
narraciones que fundaron esta revolución: el relato épico del sujeto heroico,
el evangelio pedagógico del sacrificio y la humildad y el panfleto modernista
del intelectual comprometido y del buen trabajador. Hemos crecido a la sombra y
a la luz del relato romántico del pueblo valiente y aguerrido, uniformado y
combativo. También bajo el relato de la supervivencia histórica de la Revolución
ante las amenazas del Gran Enemigo y de los Enemigos del Pueblo.
Hoy, más que Enemigo Común y los Enemigos del Pueblo, lo que se ha
multiplicado y reacomodado es una constelación de prácticas antisocialistas,
reaccionarias encarnadas en el haber y creer de muchos sujetos e instituciones
fuera, pero sobre todo dentro del país. Cuando esta nación se vuelva sobre la
pertinente y orgánica interrelación de política interna y política externa, a
través de un balance dialogado y consensuado entre los sujetos que se sujetan a
la Constitución de la República con el ejercicio real y efectivo del poder
popular socialista, estaremos en mejores condiciones de saber cuáles son los
verdaderos enemigos de la revolución socialista. En esta vuelta de 180 grados,
también descongelar la figura del Gran Hermano en un conjunto de organizaciones
y naciones que, a través de procesos de cooperación, negociación y asociación
soporten una dinámica de inversión económica, solidaridad política y
cooperación cultural convenientes para nuestra nación sin tener que padecer el
clientelismo y la dependencia neocolonial. Al modelo de la Guerra Fría,
generador de un mimetismo postcolonial, hay que hacerle frente, con una batalla
política, económica y cultural de largo alcance en el contexto latinoamericano
actual, sin obviar para nada el contexto del sistema-mundo capitalista
orquestado por las dinámicas civilizatorias imperiales y regionales. La
Revolución Cubana sólo puede preservar el socialismo si también potencia
efectivamente que cada sujeto partícipe del proyecto social sea miembro
efectivo desde su puesto de debate y combate, de la seguridad del estado
político de la sociedad en su conjunto. De tal modo que no exista una
burocracia protegiendo sus propios intereses desde la capitalización del poder
revolucionario frente a los intereses del pueblo trabajador, ni divida ni
confunda las fuerzas revolucionarias a través de una retórica oportunista y el
cinismo de la mala conciencia.
Hay algo que urge para la reproducción ampliada de una praxis
socialista constituyente en la carne y la sangre de la nación, es precisamente
el rescate de la dimensión ética del socialismo. Recuperar esta dimensión ética
implica repensar un conjunto de prácticas que van desde el inmovilismo y el
cinismo hasta el sexismo y el racismo visceral que ha generado esta acumulación
capitalista en manos de la nueva burguesía y de una burocracia gerencial. La
cual respira y suspira a pulso de manos con una juventud inexperta y afiliada,
por el pulmón de un neoliberalismo fronterizo, articulado a través de una
imaginería electrónico- mediática y un sistema de privilegios sociales
adquiridos e incuestionados. ¿Cómo hacer este rescate sin recurrir a estas
grandes narraciones tal y como se articularon en su origen, y que han padecido
un paulatino y progresivo desgaste simbólico? Repensar la ética en el
socialismo significa partir de las causas que llevaron a la crisis de la
ideología marxista y nacionalista de la Revolución Cubana, a la ruptura de los
ideales, y al vaciamiento de sentido de muchos contenidos específicos de la
hegemonía revolucionaria.
Hoy sabemos que una clase dominante y opresiva no es sólo un grupo
social que defiende sus propios intereses sobre la base de una hegemonía que
cristaliza en la ideología clasista de los grupos dominantes, sino que esta
clase en determinadas condiciones históricas, pasa a ser la guardiana y garante
de los pactos invisibles de la sociedad y se integra a sí misma
dentro de la sociedad como un grupo privilegiado. De ahí viene el aura del
poder, en aquellos que “tienen” el Poder y, por tanto, la necesidad revolucionaria
de desauratizar la política, en aquellos que “hacen” la Política. El proceso de
socialización del poder dentro del marco de un socialismo democrático,
procuraría destruir esos pactos invisibles y sustituirlas por alianzas
políticas, económicas y culturales extensamente visibles y palpables para la
propia sociedad, sobre la base de una continua y ampliada gestión entre
diferentes actores de la sociedad civil y las instituciones del Gobierno y el
Estado. Sin dudas, la socialización democrática de la propiedad individual y
colectiva, la reestructuración socialista del estado y el gobierno, no
aparecerá con soluciones trilladas de multipartidismo y reformismo
constitucional, ni con la privatización de la pequeña propiedad privada
capitalista a lo largo y ancho del país.
Este sistema plural y cooperativo de alianzas deben estar basadas en
la jerarquización compartida y escalonada, la cooperación intersectorial, el
fortalecimiento de las estructuras organizativas y directivas de la
municipalidad y la localidad; la reducción del poder militar y su cooperación
con los poderes civiles; la permanente coordinación de trabajo de mesa y de
campo sobre la base de consejos entre los profesionales, trabajadores,
intelectuales y los poderes ejecutivos y legislativo de las administraciones
públicas, y otros factores de la sociedad civil; la constitución efectiva de
las alianzas interasociativas; la refuncionalización de las organizaciones
históricas de la sociedad cubana; la reestructuración de los organismos centrales
del Estado; atendiendo especialmente a la reducción de la burocracia, la
reformulación de la estructura de mando, la coordinación interministerial y su
correspondiente reactivación dentro de un marco de descentralización
cooperativa y autogestionaria vinculada a una centralización escalonada y
oblicua.
Sólo un movimiento de masas populares y trabajadoras puede acceder a
una relación desinhibida con el poder cuando se incluye dentro de un sistema de
relaciones de propiedad, de producción, distribución y consumo, además de
relaciones de intercambio simbólico en el que evidentemente no le queda más
remedio que ser un partícipe y artífice efectivo de la sociedad que el mismo
vive. Una relación desinhibida con el poder, es decir, una efectiva ganancia
participativa en las relaciones de poder y de saber, que le permiten al sujeto
adoptar posiciones, aportar ideas, comprometerse con la comunidad y tomar
decisiones de corto, mediano o largo alcance en el espacio real de la sociedad,
no significa para nada una relación libre de conflictos, contradicciones e
insatisfacciones.
En una sociedad cuya trama social esta pautada por determinadas
condiciones de posibilidad y de existencia para la emergencia, cristalización y
consolidación de un nuevo tipo de relaciones de producción y reproducción de la
vida como exige el socialismo, hay que sistematizar un régimen de acontecer y
expresión de los múltiples sentidos de la multitud dentro de un orden que
rechace la prohibición castrante de la praxis deseante, la moralización
ocultante y oportunista, y la tabuización temática. Una revolución se efectúa
en todos los aspectos de la vida de los sujetos, en todas las estructuras de la
vida de la sociedad. Una revolución social que intente anclar en la
transformación de la vida de los hombres sólo es posible si también se practica
en el orden de la sensibilidad, de la sensualidad y la sexualidad; si se
practica en la posibilidad real de organizar y articular el tiempo existencial
de los sujetos dentro del tiempo social en función de optimizar un equilibrio
entre las necesidades y las libertades que configuran su existencia. Aparece en
el orden de los juegos, las modas y los diseños; en los modos de apropiación de
los saberes, en el campo de la educación y la enseñanza tanto en familia como
en la escuela: una revolución se hace de manera total dentro de una sociedad, o
no se hace.
Frente a la hegemonía de la “nueva clase protoburguesa”, diseminada y
rearticulada en los grupos sociales más susceptibles y emergentes de la
sociedad, hay que revitalizar una contrahegemonía cultural revolucionaria de
resistencia, a partir de la socialización de un imaginario crítico ejercido
fundamentalmente por los grupos intelectuales, profesionales y estudiantiles,
en vínculo con los sectores populares emergentes que se saben afectados por el status quo. Es por esto que la
ideología constituye el nudo gordiano de la configuración de la hegemonía
revolucionaria.
La ideología no es solo un sistema
de representaciones como
imaginó Marx, desde una filosofía reflexiva y activa del sujeto autoconsciente;
no es sólo una totalidad ideal que se objetiva en una conciencia de clase frente a otra conciencia de clase,
cómo concibió Lenin. La ideología funciona como una concepción del mundo que el
sujeto vive, una visión del mundo que penetra en la vida práctica de los hombres
y es capaz de animar e inspirar su praxis social. Un sujeto constituyente, y la
sociedad misma, sólo puede pensarse desde el momento en que la ideología es ya
una fuerza histórica productiva y reproductiva de la historia y la cultura
dentro de un sistema complejo de relaciones de saber y de poder. Es la trama
imaginaria, que se articula a través de mapas mentales, nociones, creencias e
imágenes que se configuran en la experiencia de los sujetos, generando
comportamientos, saberes y verdades específicos. Cómo diría Althusser, la
ideología proporciona a los hombres un imaginario para comprender el mundo y un
régimen moral para guiar sus prácticas. A través de la ideología, los hombres
toman conciencia de sus conflictos vitales y luchan por resolverlos. Determinados
programas nocturnos en la televisión, la clase de un maestro, la experiencia
cotidiana de vivir con el aguijón de la doble moneda pendiendo como una espada
sobre el estómago, más que un consigna estampada a todo color en una valla de
gran formato o los gritos de histeria ideológica de algún que otro periodista
en el noticiario, constituyen puntos de anudamiento donde los individuos tejen
las creencias, expectativas y concepciones que poco a poco van a sedimentar una
manera de relacionarse con su sociedad.
Nosotros los cubanos, especialmente las nuevas generaciones, la única
ventaja que tenemos como sujetos frente al mundo y favor de éste, es que ya no
necesitamos pasar por la experiencia del capitalismo -ni siquiera es necesario
la voluntad de un fantasma libidinal represivo desde la práctica discursiva de
una ideología nostálgica- ni tampoco perpetuar a conciencia un socialismo de
Estado que está dando a término en nuestro propio suelo. Frente a esto, lo
único digno que queda es una responsabilidad individual y colectiva tremenda:
apoderarnos de nuestra revolución en favor de una verdadera producción ampliada
y cada vez más consciente del socialismo como praxis democrática y libertaria.
Esta responsabilidad lleva a cuestas, una multiplicidad de desafíos.
Si la revolución cubana, como peregrina de la experiencia socialista
quiere sobrevivir, debe buscar un filón político que se tendrá que abrir paso
por entre las macroestructuras históricamente practicables de un populismo
radical vinculado a un comunismo de trinchera, de un capitalismo neoliberal de
baja intensidad (constitución de un Estado mínimo y una pléyade de agrupaciones
y asociaciones que sustituirían la sociedad civil socialista en el marco de una
nación hiper-atomizada al estilo de las democracias euro-orientales), y de un
capitalismo de Estado de bienestar, en manos de una tecno-burocracia en la que
se depositaría todo el esfuerzo y la voluntad política de un pueblo que ha
vivido medio siglo bajo la esperanza y la constitución de una sociedad
socialista.
El problema de base que presenta el socialismo como la puesta en
práctica del poder revolucionario- que sólo es real si, en una perspectiva de
sociedad en paulatino e integral desarrollo sociocultural, se convierte en
poder constituyente de los sujetos- en favor de una transformación global y
liberadora de la sociedad, implica la cuestión misma de los límites de ese
poder revolucionario en mano de los sujetos partícipes del proyecto. La
definición democrática del poder revolucionario, de por sí indefinible, no
radicaría en el derecho a juzgar a la Revolución, y tampoco en sacrificar
nuestra dosis de libertad pública y personal a favor de una unidad ideológica
monolítica e incuestionable; sino en la capacidad de hacer la revolución entre
todos, sobre la base de una conciencia política crítica -y ampliada en la base
de la sociedad- que aprenda a y pueda definir sus posibilidades y límites.
El proyecto socialista en su larga historia anegada de fracasos,
fantasmas y pesadillas; sin embargo, con cuantiosas y valiosas experiencias
positivas para la acción, no puede continuar esperando en el banco de la
decepción y la derrota. No puede hibernar ni en el mundo de Sofía, ni de
Utopía; a la espera de una planificación cibernética fundadas en programas y carpetas
sin resguardos antivirales, o de una techné política de alta definición,
incontrastable por sí misma con el mundo de las doxas y las cosas, la vida
pública y los múltiples sentidos que a la misma vida nosotros damos. Esta es y
será su verdadera bancarrota.
Estamos, sin dudas, en un camino donde la inmensa mayoría del pueblo
cubano continúa marcándole los pasos, con una voluntad política colectiva y
revolucionaria, al hecho mismo de hacer nuestra revolución, y quizás en este
instante con más fuerza y fe. Todo parece indicar, por así decirlo, en esta
hora, que a la generación de nuestros padres y abuelos, les corresponde
sostener el curso de la historia en este presente de tal modo que el pasado sea
una frontera discontinua y crítica, mientras a nuestra generación, la de esta
hora y la de nuestros hijos, nos queda sostener ese mismo presente con el
recurso de la cultura, en favor del futuro que todos queremos.
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