5/11/2014




 Tomado de "El sentido de la historia", Nikolai Berdiaev 

1. En nuestra época, no hay tema más apremiante en el ámbito del conocimiento y en el de la vida que el de la cultura y de la civilización, de su correlación y de las diferencias existentes entre ambas. Es el tema del destino que nos aguarda, y nada sacude al hombre con tanta fuerza como su destino. El extraordinario éxito del libro de Spengler sobre la decadencia de Europa se explica por el hecho de haber planteado con tanta energía a la humanidad culta la cuestión de su destino. En los momentos de transición, en las épocas de crisis y de catástrofes, conviene meditar seriamente sobre el destino histórico de los pueblos y de las culturas. El reloj de la historia universal señala la hora fatal de la decadencia inminente; es tiempo de encender las lámparas y de prepararse para la noche. Spengler afirma que la civilización es el destino fatal de toda cultura. Y la civilización desemboca en la muerte. No se trata de un tema nuevo para nosotros. Este tema resulta particularmente familiar para el pensamiento ruso y para la filosofía rusa de la historia. Los pensadores rusos más notables han descubierto hace tiempo la diferencia entre cultura y civilización y han ligado este tema al de las relaciones recíprocas entre Rusia y Europa. Toda nuestra conciencia eslavófila ha experimentado siempre una gran aversión no por la cultura, sino por la civilización europea. La tesis según la cual «Occidente perece» significaba justamente que la gran cultura europea se aproxima a su fin, y comienza a triunfar la civilización europea, desprovista de alma y de todo principio superior. Chomiakov, Dostoievski y Leontiev sentían verdadero entusiasmo por el gran pasado europeo, por esta «tierra de los santos milagros», por [183] sus monumentos sagrados, por sus piedras venerables. Pero la vieja Europa ha traicionado su pasado, ha abdicado de él. La civilización irreligiosa burguesa ha triunfado sobre la vieja cultura sagrada. La lucha entre Rusia y Europa, entre Oriente y Occidente, era interpreta­da como una lucha del espíritu contra el indiferentismo, de la religio­sidad de la cultura contra la irreligiosidad que lleva consigo la civiliza­ción; deseaban que Rusia no emprendiera el camino de la civilización, que hubiera seguido su propio camino, que hubiera tenido su destino propio; pensaban que en Rusia todavía era posible una cultura sobre bases religiosas, una cultura auténticamente espiritual. La conciencia se planteó este tema con verdadera pasión.
Ahora bien, ¿puede afirmarse que este tema es extraño a la concien­cia occidental, que el pensamiento europeo no ha llegado a planteárse­lo, y que ha sido afrontado por primera vez por Spengler? El fenóme­no Nietzsche está ligado a una aguda toma de conciencia de este tema, tan dramático para la cultura occidental. La nostalgia de Nietzsche por la cultura trágica, dionisíaca, es una nostalgia que nace en la época en que comienza el triunfo de la civilización. Los espíritus más elevados de Occidente experimentaron este disgusto mortal ante el triunfo del «mammonismo» en la vieja europa, ante la extinción de la cultura espiritual (caracterizada por su dimensión sagrada y simbólica) y la aparición de la civilización técnica y sin alma. Todos los románticos de Occidente son personas vulneradas, casi mortalmente, por la civiliza­ción triunfante, tan ajena a su espíritu. Con ímpetu profético, Carlyle se rebelaba contra la civilización, que asfixia al espíritu. La rebelión encendida de Léon Bloy contra el «burgués» en sus geniales estudios sobre la sabiduría «burguesa» fue una rebelión contra la civilización. Todos los católicos franceses, simbolistas y románticos, se refugiaron en el medioevo, en la lejana patria del espíritu, para salvarse del tedio mortal que la civilización triunfante llevaba consigo. La inclinación de los occidentales por las épocas culturales pretéritas o por las culturas exóticas de Oriente significa una rebelión del espíritu contra el tránsito definitivo de la cultura a la civilización, pero es la rebeldía de un espíritu demasiado refinado, decadente, debilitado. Los hombres de una vieja cultura decadente no tienen la fuerza necesaria para escapar del monstruo de la civilización y pasar a otra dimensión, a la de la plenitud del ser, a la del ser eterno; se salvan refugiándose en el lejano pasado, que ya no es posible resucitar, o bien en los mundos culturales fosilizados de Oriente, que les son completamente ajenos. [184]
Así quedan gravemente dañados los fundamentos de la superficial teoría del progreso, en virtud de la cual se creía que el futuro sería siempre más perfecto que el pasado, que la humanidad avanzaba en línea recta hacia formas superiores de existencia. La cultura no puede desarrollarse indefinidamente. Ella lleva en sí el germen de la muerte y contiene principios que la arrastran irreversiblemente hacia la civili­zación. Ahora bien, la civilización es la muerte del espíritu de la cultura, es un fenómeno de un tipo completamente diverso y mons­truoso. Pero hay que comprender este fenómeno, que resulta tan característico para la filosofía de la historia, para entender el proceso histórico. Spengler no nos ofrece ninguna explicación profunda de este protofenómeno de la historia.
2. En toda cultura, el momento del florecimiento, de la compleji­dad y del refinamiento va seguido de un agotamiento de las energías creadoras, de una disipación y extinción del espíritu, de una pérdida del mismo. La orientación global de la cultura cambia para volverse hacia la realización práctica del poder, hacia la organización práctica de la vida, es decir, se vuelve cada vez más superficial. El florecimiento «de las ciencias y de las artes», la profundización y agudización del pensamiento, los vuelos de la creación artística, las contemplaciones de los genios y de los santos dejan de entusiasmar a los hombres y ya no forman parte de la «vida» auténtica y real. Nace una voluntad espas­módica de «vivir», que está orientada hacia la praxis «vital», hacia el poder de la «vida», hacia el goce de ella, hacia el dominio sobre ella. Y esta voluntad espasmódica de «vivir» destruye la cultura, lleva consigo la muerte de ésta... En las épocas de decadencia de la cultura existe una voluntad desenfrenada de «vivir», de construir, de organizar la «vida». Por el contrario, las épocas de florecimiento cultural presu­ponen la limitación de esta voluntad de «vivir», un espíritu de sacrifi­cio que controla el ansia de vivir. Cuando en las masas humanas aumenta desmesuradamente el ansia de «vivir», la cultura espiritual superior, que es siempre aristocrática, es decir, cualitativa y no cuanti­tativa, deja de ser la finalidad última. Este objetivo último se sitúa en la «vida» misma, en su praxis, en su fuerza y felicidad. La cultura deja de ser un valor en sí misma, y por eso muere la voluntad de cultura. Ya no existe una voluntad de genialidad; los genios desaparecen. Ya no hay el menor interés por la contemplación, el conocimiento y la actividad desinteresadas. En estas circunstancias, la cultura empieza a perder altura y decae necesariamente, pues carece ya de la fuerza para [185] mantener su elevada calidad, y el principio cuantitativo va apoderándo­se de ella. Comienza un proceso de entropía social, de dispersión de la energía creadora de la cultura; ésta se desintegra y entra en un proceso de decadencia, pues no puede durar eternamente, al no realizar las metas y los objetivos para los que había sido creada.
La cultura no tiene por finalidad la creación de una nueva vida, de un nuevo ser, sino la realización de nuevos valores. Todas las conquis­tas de la cultura son simbólicas, no reales. La cultura no es una realización de la verdad, del bien, de la belleza, del poder, de la divinidad en la vida; ella sólo realiza la verdad a través del conocimien­to y de las obras filosóficas y científicas; el bien, a través de las costumbres, los usos y las instituciones sociales; la belleza, en las obras poéticas, en los cuadros, en las esculturas, en la arquitectura, en los conciertos y en las representaciones teatrales; lo divino, a través del culto y del simbolismo religioso. Todo acto operativo de la cultura la arrastra hacia abajo, la degrada. La vida nueva, el ser superior vienen dados únicamente en imágenes, en figuras, en símbolos. El acto crea­dor del conocimiento produce un libro científico, el acto creador artístico da lugar a costumbres e instituciones sociales; en el ámbito religioso, el acto creador da origen al culto, a los dogmas y a un ordenamiento eclesiástico simbólico, que sólo constituye una analogía de la jerarquía celeste. Pero, ¿en dónde está la «vida»?. Parece como si a través de la cultura no pudiese conseguirse una transfiguración real. Y el dinamismo encerrado en la cultura y en sus formas cristaliza­das arrastra irresistiblemente a salir del marco de aquélla y a entrar en el ámbito de la «vida», de la praxis, de la fuerza. De este modo se realiza el paso de la cultura a la civilización.
En Alemania constatamos el máximo impulso y florecimiento de la cultura a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando se la celebraba como la patria «de los poetas y de los filósofos». Es difícil encontrar otra época que pueda compararse a ésta en lo que podríamos llamar voluntad de genialidad. En pocos decenios, el mundo pudo contemplar las figuras de Lessing y Herder, Goethe y Schiller, Kant y Fichte, Hegel y Schelling, Schleiermacher y Schopenhauer, Novalis y todos los románticos. Las épocas sucesivas recordarán con envidia este período. El filósofo de la decandencia cultural, Windelband, recuerda esta época de integridad y de genialidad del espíritu como un paraíso perdido. Pero en la época de Goethe y Kant, de Hegel y Novalis, ¿ha existido verdaderamente una «vida» superior? Todos los hombres de [186] este maravilloso período atestiguan que, en la Alemania de entonces, la «vida» era pobre, mezquina, desconsolada. El estado alemán era débil, mísero, dividido en pequeños fragmentos; en ninguna parte se realizaba una «vida» plena, el florecimiento cultural sólo tenía lugar en las cimas del pueblo alemán, que, globalmente considerado, permane­cía a un nivel bastante bajo. Y durante el Ranacimiento, una época de inaudito impulso creador, ¿existió realmente una verdadera «vida» superior? A pesar de que el romántico Nietzsche, inmerso en una civilización a la que odiaba, se sintió amorosamente atraído por la época renacentista, que, en su opinión, había tenido una «vida» plena y genuina, el Ranacimiento no conoció tal cosa, sino una «vida» terrible, perversa, desprovista de toda belleza. Las vidas de Leonardo y de Miguel Ángel fueron realmente trágicas y estuvieron llenas de amargura. Siempre ha sido así: la cultura ha llevado siempre consigo un fracaso de la vida. Existe como una contraposición entre cultura y «vida». La civilización trata de realizar la «vida», crea el poderoso estado germánico, el capitalismo y el socialismo (que son inseparables), lleva a la práctica la voluntad de dominio y de organización a escala mundial; pero esta poderosa Alemania imperialista y socialista no posee ya ningún Goethe, ninguna gran figura en el campo del idealis­mo, del romanticismo, de la filosofía o del arte: todo se ha vuelto técnica, incluido el pensamiento filosófico (como podemos verlo en las corrientes gnoseológicas). La actitud dominante y conquistadora ante la realidad prevalece sobre la experiencia intuitivo-integral del ser. En la poderosa civilización del Imperio británico ya no son posibles un Shakespeare o un Byron. En Italia, en donde se ha construido el monumento a Vittorio Emanuele, que rompe la armonía de Roma, en la Italia del movimiento socialista, ya no son posibles un Dante o un Miguel Ángel. Aquí radica la tragedia de la cultura y de la civilización.
3. En toda cultura, a un cierto nivel de su desarrollo, comienzan a manifestarse principios que minan sus fundamentos espirituales. La cultura está ligada al culto, se desarrolla a partir del culto religioso, es el resultado de su diferenciación y de su expansión en distintas direc­ciones. El pensamiento filosófico, el conocimiento científico, la arqui­tectura, la pintura, la escultura, la música, la poesía, la moral, todo está incluido de una manera orgánica e integral en el culto eclesiástico, si bien de un modo aún no diferenciado. La más antigua de las culturas, la egipcia, comenzó en los templos, y sus primeros creadores fueron los sacerdotes. La cultura está ligada al culto de los antepasados, a la [187] tradición y a la transmisión, está llena de simbolismo sagrado y nos ofrece imágenes y signos de una realidad diversa, espiritual. Toda cultura (incluso la materialista) es cultura del espíritu y tiene un fundamento espiritual, es el producto de la actividad creadora del espíritu sobre los elementos de la naturaleza. Pero en la cultura misma se manifiestan factores que tienden a disolver sus fundamentos religio­sos y espirituales y a rechazar su simbolismo. Tanto la cultura antigua como la de la Europa occidental sufren el proceso de la «Ilustración», en el que se produce un alejamiento de los fundamentos religiosos de la cultura y se destruye el simbolismo que ésta encierra. En esto consiste la trágica dialéctica de la cultura, la cual, llegada a un cierto estadio, comienza a poner en cuestión sus fundamentos y a minarlos. Ella misma prepara su propia ruina al alejarse de sus fuentes vitales. La cultura se agota espiritualmente y disipa su propia energía, pasando así del estadio «integral» al «crítico».
Para comprender el destino de la cultura es necesario considerarla en su dinámica y penetrar en su trágica dialéctica. La cultura es un proceso vivo, es el destino viviente de los pueblos, y, por consiguiente, no puede mantenerse siempre a la altura que alcanzó en sus momentos de esplendor, ni su estabilidad es eterna. En todo tipo de cultura que se ha desarrollado a lo largo de la historia hay como un corte, un descenso, un tránsito inexorable a un estadio que ya no puede recibir el nombre de «cultura». En el seno de la cultura comienza a manifes­tarse una desenfrenada voluntad de «vivir», una voluntad de poder, de praxis, de felicidad y de goce. La voluntad desmesurada de poder tiende a transformar la cultura en civilización. La cultura se desinteresa de sus conquistas supremas; por el contrario, la civilización es esencial­mente interesada. Cuando la razón «iluminada» barre los obstáculos espirituales para disfrutar y gozar de la «vida», cuando la voluntad de poder y de posesión organizada de la «vida» alcanza su máxima tensión, la cultura muere, y da comienzo la civilización. Este es el paso de la cultura, de la contemplación, de la actividad creadora de valores, a la «vida», una búsqueda de la «vida», un abandonarse a su curso desen­frenado, una organización de la «vida», un embriagarse de sus energías. En la cultura viene a flote una tendencia práctico-utilitarista, típica de la civilización; las grandes creaciones de la filosofía y del arte pierden todo valor, al igual que el simbolismo religioso; tales cosas ya no son consideradas como algo «vital», y las máximas conquistas culturales quedan invalidadas ante el tribunal de la «vida». Mediante diferentes [188] métodos se pone en evidencia el carácter no sagrado y no simbólico de la cultura. Ante el tribunal de la «vida» real, la cultura espiritual es condenada como algo ilusorio, como el autoengaño de una conciencia todavía no liberada y autónoma, como fruto de la desorganización social; una técnica y una organización de la vida liberarán definitivamen­te a la humanidad del fraude de la cultura y crearán una civilización plenamente «realista». Las ilusiones espirituales de la cultura han sido engendradas por la desorganización de la vida y por la debilidad de la técnica; tales ilusiones deben desaparecer, serán superadas cuando la civilización se sirva de la técnica para crear una perfecta organización de la vida. El materialismo económico es una filosofía muy caracterís­tica y típica de la época de la civilización. Esta teoría traiciona el secreto de la civilización y pone de manifiesto su pathos interior. No fue el materialismo económico el que inventó el predominio del economismo, ni el que trajo la decadencia de la vida espiritual: el materialismo se limitó a poner de manifiesto un estado de cosas, a saber, que la cultura espiritual se había convertido en una «superestruc­tura» y todos los valores se habían disuelto; todo esto había ocurrido ya antes de que el materialismo económico lo reflejase en su teoría. La ideología del materialismo económico se limita, por consiguiente, a reflejar la realidad; es la ideología característica de la época de la civilización, la ideología más radical de esta época. En la civilización domina necesariamente el economismo, la civilización es, por su mis­ma naturaleza, técnica, y, en ella, toda cultura espiritual, todo ideal, es simplemente superestructura, ilusión, irrealidad. La civilización denun­cia el carácter ilusorio de todo ideal y de toda espiritualidad, y se centra en la «vida», en la organización del poder, en la técnica como realización genuina de esta «vida». En contraposición a la cultura, la civilización es irreligiosa ya en sus mismos fundamentos, y representa el triunfo de la razón «ilustrada», una razón que ya no es abstracta, sino puramente pragmática. Al contrario que la cultura, la civilización no es simbólica, ni jerárquica, ni orgánica, sino realista, democrática, mecanicista. Ella no desea conquistas simbólicas, sino «reales», su único interés es la vida misma, y no los signos, figuras o símbolos de otros mundos. En la civilización, tanto capitalista como socialista, el trabajo colectivo elimina la creatividad individual. La civilización des­personaliza, la presunta liberación de la persona que ella habría debido traernos es mortal para la originalidad individual. El principio persona­lista sólo pudo desarrollarse en el ámbito de la cultura. La voluntad de [189] poder  destruye   a  la  persona.   Tal   es   la  paradoja  de   la  historia.
4. El paso de la cultura a la civilización se debe a un cambio radical en las relaciones del hombre con la naturaleza. En efecto, todos los cambios sociales ocurridos a lo largo de la historia van unidos a transformaciones de este tipo. El materialismo económico ha puesto de relieve esta verdad y la ha hecho accesible para la conciencia de la civilización. La era de la civilización ha comenzado con la entrada triunfal de la máquina en la existencia humana. La existencia deja de ser orgánica y pierde su vinculación con el ritmo de la naturaleza; entre ésta y el hombre se interponen los instrumentos con los cuales se intenta someterla. Aquí se manifiesta la voluntad de poder, de explo­tación real de la vida, en contraposición a la conciencia ascética del medioevo. El hombre pasa de una actitud de resignación y contempla­ción a una dominación de la naturaleza, a un intento de organizar la vida, de potenciar las energías interiores de ésta. Esto no contribuye precisamente a aproximar al hombre a la naturaleza, a la vida interior y al alma misma. El hombre se aleja definitivamente de la naturaleza al poner en marcha el proceso técnico de explotación organizada de sus reservas y energías con vistas a aumentar el propio poder. La organiza­ción asesta un golpe mortal a la organicidad. La vida se tecnifica cada vez más, la máquina deja su impronta sobre el espíritu del hombre, sobre todos los aspectos de su actividad. La civilización no tiene un fundamento natural ni espiritual, sino mecánico, es, sobre todo, técni­ca, y consagra el triunfo de la técnica sobre el espíritu, sobre la organicidad. En la civilización, hasta el mismo pensamiento se vuelve técnico, y toda actividad creadora y todo arte adquieren un carácter cada vez más técnico. El arte futurista es tan característico de la civilización como el arte simbólico de la cultura. También es típico de la civilización el predominio del gnoseologismo, del metodologismo, o sea, del pragmatismo. La misma idea de filosofía «científica» es un producto de la voluntad de poder de la civilización, del deseo de apoderarse de un método que acreciente la propia fuerza. En la civili­zación triunfa el principio de la especialización y falta la integridad espiritual de la cultura; todo es hecho por especialistas y a todos se les exige una especialización.
La máquina y la técnica fueron un resultado del movimiento espiri­tual que lleva consigo la cultura y de sus grandes descubrimientos, pero conmueven sus fundamentos orgánicos y destruyen su espíritu. El alma de la cultura muere, y ésta se  transforma en civilización.  El [190] espíritu pierde altura y la calidad es sustituida por la cantidad. La humanidad espiritual, al afirmar su voluntad de «vida», de poder, de organización, de felicidad, entra en decadencia, pues una vida espiritual superior no es posible sin una actitud ascética y una cierta resignación. Esta es la tragedia de los destinos históricos, ésta es su fatalidad. El conocimiento, la ciencia, se transforman en un instrumento al servicio de la voluntad de poder y de la felicidad, en un medio para implantar la tecnificación de la vida, para gozar de todo lo que ella lleva consigo. El arte pasa a ser un instrumento al servicio de esta tecnificación y queda convertido en un simple ornamento. Toda la belleza de la cultura, encarnada en los templos, en los palacios y en las villas, emigra a los museos, que se llenan de algo así como cadáveres artísticos. El único vínculo que la civilización mantiene con el pasado es justamente el de los museos. El culto a la vida comienza así a prescindir del sentido de ésta: nada posee ya un valor propio y autónomo, ninguna experiencia vital, ningún instante de la vida posee profundidad ni comunica con la eternidad. Cada instante, cada experiencia, es sólo un medio para acelerar los procesos vitales, lanzados hacia la perversa infinidad; cada instante está vuelto hacia el vampiro insaciable del futuro, del poder y de la felicidad venideros. El ritmo veloz y cada vez más acelerado de la civilización sólo mira hacia el futuro. La civilización es futurista, mientras que, por el contrario, la cultura ha tratado siempre de contemplar la eternidad. Esta aceleración, esta tensión exclusiva hacia el futuro, han sido producidas por la máquina y por la técnica. La vida del organismo es más ponderada y su ritmo no es tan precipitado. En la civilización, la vida se exterioriza, sale a la superficie. La civilización desplaza a segundo término la cuestión de los objetivos y del sentido de la vida y se centra en los medios e instrumentos al servicio de la vida; los fines son considerados como algo ilusorio, sólo los medios son reales. La técnica, las organizaciones, el proceso produc­tivo, son cosas reales; la cultura espiritual no lo es. La cultura es considerada tan sólo como un instrumento al servicio de la vida. La relación entre los medios y los fines queda deformada: todo es para la «vida», está al servicio de su creciente poder, de su organización, del goce de la misma. Pero la vida misma, ¿tiene algún sentido o alguna finalidad? Así va muriendo el alma de la cultura y ésta deja de tener significado. La máquina ha adquirido un poder mágico sobre el hombre y lo ha envuelto en una red de corrientes mágicas. Con todo, el rechazo romántico de la máquina y de la civilización como momento [191] del destino humano y como experiencia instructiva para el espíritu no conducen a nada. Una simple restauración de la cultura es imposible. En una época de civilización, la cultura es siempre romántica, siempre está vuelta hacia épocas orgánico-religiosas pasadas; es ley de vida. Una cultura de estilo clásico es imposible en medio de la civilización, y los máximos personajes de la cultura del XIX fueron románticos. Ahora bien, el único método para hacer triunfar la cultura es la transfigura­ción religiosa.
5. La civilización es «burguesa» por naturaleza, en el sentido más profundo y espiritual del vocablo. El «burguesismo» es justamente el reino civilizado de este mundo, la voluntad de poder organizado y de goce de la vida. El espíritu de la civilización es un espíritu burgués, que se apega a las cosas corruptibles y pasajeras y no ama la eternidad. El burguesismo es un vivir esclavizado por lo efímero y un odio a todo lo que es eterno. La civilización de Europa y de América, que es la más perfecta del mundo, ha creado el sistema capitalista-industrial, el cual no sólo es un fenómeno económico de enorme envergadura, sino también espiritual, o, mejor dicho, un fenómeno que lleva consigo la aniquilación de toda dimensión espiritual. El capitalismo industrial creado por la civilización destruyó toda idea de eternidad y de lo sagrado. La civilización capitalista de la época más reciente suprimió a Dios y es la más atea de cuantas han existido; ella es mucho más responsable del delito de deicidio que el socialismo revolucionario, que, al fin y al cabo, se limitó a hacer suyo el espíritu de la civilización «burguesa» y recogió su herencia negativa. Es verdad que la civiliza­ción capitalista-industrial no rechazó completamente la religión, pero esta actitud sólo fue motivada por razones utilitaristas y pragmáticas. En la cultura, la religión se movía en una dimensión simbólica; en la civilización, ella se vuelve pragmática. Incluso la religión puede ser útil y eficaz para organizar la vida y aumentar su poder. En efecto, la civilización es, ante todo, pragmática, y no en vano el pragmatismo es tan popular en América, el país de la civilización por antonomasia. El socialismo ha rechazado esta pragmaticidad de la religión, pues piensa que el ateísmo es más adecuado para el desarrollo del poder y del goce de la vida por parte de grandes masas de la humanidad. La actitud pragmático-utilitarista hacia la religión en el mundo capitalista fue lo que realmente dio origen al ateísmo y al saqueo espiritual. Un Dios que es útil y eficaz para el desarrollo del capitalismo industrial y favorece sus objetivos no puede ser el verdadero Dios; resulta fácil [192] desenmascararlo. El socialismo, en la medida en que se limita a consta­tar un hecho, tiene razón. El Dios de las revelaciones religiosas, de la cultura (que es simbólica), ha abandonado hace tiempo a la civilización capitalista, y ésta le ha abandonado a él. La civilización capitalista-indus­trial se ha apartado hace tiempo de todo lo que es ontológico; es antiontológica, mecánica, ha creado un reino puramente funcional. La mecanicidad, el tecnicismo y el maquinismo de esta civilización se contraponen radicalmente a la organicidad, cosmicidad y espiritualidad de todo ser. La economía no es algo meramente mecánico y ficticio, posee fundamentos morales, divinos, y el hombre tiene el deber de desarrollarse en el plano económico; pero cuando se disocia la econo­mía del espíritu, cuando se la eleva a principio supremo de la vida, cuando se destruye la organicidad de la vida para dar paso al imperio de la técnica, la economía se transforma en un ámbito puramente mecánico y ficticio. El materialismo que está en la base de la civiliza­ción capitalista crea un reino mecánico y artificial; el sistema capitalis­ta-industrial de la civilización destruye los fundamentos espirituales de la economía, y, con esto, prepara su ruina. El trabajo deja de tener un sentido y una justificación espirituales y se rebela contra todo el sistema. La civilización capitalista encuentra su merecido castigo en el socialismo, pero también éste continúa la obra de la civilización; en definitiva, es un aspecto más de la civilización «burguesa» y se esfuerza por continuar el desarrollo de ésta sin aportar ningún espíritu nuevo. El industrialismo de la civilización, que sólo engendra ficciones y sombras, mina inexorablemente la disciplina y la motivación espiritua­les del trabajo, preparando así su propio fracaso.
La civilización no es capaz de realizar su sueño: el de un poder universal que se acrecienta indefinidamente. La torre de Babel no podrá ser construida. En la guerra mundial hemos visto ya la decaden­cia de la civilización europea, el derrumbamiento del sistema industrial, el desenmascaramiento de las ficciones de las que ha vivido el mundo «burgués»: ésta es la trágica dialéctica del destino histórico, de la cultura y de la civilización. Nada puede ser entendido desde una perspectiva estática; es necesario contemplarlo todo desde un punto de vista dinámico, pues sólo así descubriremos que, en el destino históri­co, todo tiende a transformarse en su contrario, todo está lleno de contradicciones internas y lleva en sí mismo el germen de su propia ruina. El imperialismo es un producto técnico de la civilización. El imperialismo no es cultura, es voluntad notoria de poder universal, de [193] organización de la vida a escala mundial; el imperialismo «burgués» de los siglos XIX y XX (tanto el inglés como el alemán) está ligado al sistema capitalista e industrial, es técnico por naturaleza. Hay que distinguirlo, pues, del imperialismo de tiempos pretéritos, por ejem­plo, del sacro imperio romano o del sacro imperio bizantino, los cuales se sitúan en un plano simbólico y pertenecen a la cultura, no a la civilización. En el imperialismo se manifiesta la dialéctica inexorable del destino histórico: a través de la voluntad imperialista de poder universal se disuelven y pulverizan los cuerpos históricos de los esta­dos nacionales, que pertenecen a la época de la cultura. El Imperio británico significa el final de Inglaterra como estado nacional. La voraz voluntad imperialista lleva en sí el germen de la muerte; el imperialis­mo, a través de su evolución irresistible, mina sus-propios fundamen­tos y prepara su transformación en socialismo, el cual está obsesionado a su vez por la voluntad de poder y de organización universales y representa tan sólo un momento ulterior de la civilización, otro aspec­to de la misma. El imperialismo y el socialismo, tan semejantes entre sí, representan una crisis profunda de la cultura. En la época capitalis­ta-industrial del imperialismo en disolución y del socialismo naciente triunfa la civilización, y la cultura entra en decadencia. Esta decadencia no significa su muerte, pues, en un sentido más profundo, la cultura es eterna. La cultura antigua entró en decadencia y, aparentemente, mu­rió, pero continúa viviendo en nosotros, constituye un estrato profun­do de nuestro ser. En la época de la civilización, la cultura se retira a las profundidades; sólo conserva su aspecto cualitativo, no el cuantita­tivo. En la civilización comienzan a manifestarse procesos de barbarie, de envilecimiento, de pérdida de las formas perfectas elaboradas por la cultura. Esta barbarie puede adoptar diferentes formas. Después de la cultura griega, después de la civilización universal romana, comenzó una época de barbarie, la del primer medioevo. Se trataba de una barbarie ligada a los elementos de la naturaleza, derivada del aflujo de nuevas masas humanas que traían sangre joven y llevaban en sí el olor de las selvas septentrionales. La barbarie que puede despuntar en el apogeo de la civilización europea y mundial no es de este tipo; será una barbarie procedente de la civilización misma, del olor de las máquinas, una barbarie que la técnica misma de la civilización lleva en germen. Esta es la dialéctica de la civilización. En la civilización se agota la energía espiritual y se extingue el espíritu, que es la fuente de la cultura; entonces comienzan a dominar sobre las masas humanas no [194] las fuerzas naturales, bárbaras (en el sentido más noble del término), sino las fuerzas del reino del maquinismo y de la mecanicidad, que reemplazan al ser auténtico. La civilización nació del deseo del hombre de vivir una vida «real», adquirir un poder y una felicidad «reales», en contraposición al carácter simbólico y contemplativo de la cultura. Este es uno de los caminos que llevan de la cultura a la «vida», que conducen a una transformación técnica de la vida. Era necesario que el hombre recorriese este camino hasta el final y descubriese el alcance de las energías técnicas; ahora bien, por esta vía no se alcanza una existencia auténtica y la imagen del hombre queda destruida.
6. Pero a partir de la cultura es posible el nacimiento de una voluntad de «vivir» diferente, de una voluntad de transfigurar la «vida»; la civilización no es el único camino para pasar de la cultura (con su trágica contraposición a la «vida») a la transfiguración de la «vida» misma. Existe también el camino de la transfiguración religiosa de la vida, de la realización del ser auténtico. En el destino histórico de la humanidad podemos distinguir cuatro épocas o estadios: la barbarie, la cultura, la civilización y la transfiguración religiosa. Estas épocas no hay que entenderlas únicamente como sucesivas, pues pueden coexis­tir, ya que son tendencias del espíritu humano; ahora bien, si conside­ramos un período determinado de la historia, predominará en él uno de tales estadios. En la época helenística, en la época de la civilización universal romana, había de surgir de las profundidades la voluntad de transfiguración religiosa, y entonces apareció en el mundo el cristianis­mo. Y apareció, sobre todo, como transfiguración de la vida, circunda­do del milagro y operando milagros: el anhelo de lo milagroso va ligado siempre a una voluntad de transfiguración real de la vida. Pero el cristianismo, a lo largo de la historia, pasó por los estadios de la barbarie, de la cultura y de la civilización. No en todos los períodos de su destino fue transfiguración religiosa. Durante el estadio cultural, el cristianismo fue, ante todo, simbólico, ofreció solamente imágenes, signos y analogías de lo que es la transfiguración de la vida; durante la época de la civilización se volvió, sobre todo, pragmático, se transfor­mó en un instrumento eficaz para potenciar la vida, en técnica de disciplina espiritual, pero el anhelo de lo milagroso se debilitó y comenzó a extinguirse en el apogeo de la civilización. Los cristianos de la época de la civilización continúan profesando una fe tibia en los milagros del pasado, pero ya no los esperan en el presente, ni poseen una voluntad creyente en el milagro de la transfiguración de la vida. [195] No obstante, es preciso que surja una fe en la transfiguración de la vida, en una transfiguración que no es técnico-mecánica, sino espiritual-orgánica; sólo así se abrirá un camino desde la cultura en decaden­cia a la «vida» misma, un camino diferente del que ha recorrido la civilización. La religión no puede ser un aspecto secundario de la vida, ha de lograr la transformación ontológica de la vida, a diferencia de la cultura, que sólo realiza esta transformación de un modo simbólico, y de la civilización, que sólo la lleva a cabo en el plano técnico. Pero quizá hemos de pasar todavía por un período en el que dominará una civilización de la pura apariencia.

Rusia es un país enigmático, cuyo destino resulta todavía incom­prensible, un país en el que se ocultaba el sueño apasionado de una transfiguración religiosa de la vida. Entre nosotros, la voluntad de cultura estuvo siempre limitada por una voluntad de «vida», la cual se movía en dos direcciones distintas que, a menudo, se entremezclan: hacia la transformación social de la vida a través de la civilización y hacia la transfiguración religiosa, hacia el advenimiento del milagro en la vida de la sociedad humana, en la vida del pueblo. Nosotros los rusos hemos comenzado a experimentar la crisis de la cultura sin haber conocido a fondo la cultura misma; siempre hemos estado insatisfechos de la cultura, nunca nos hemos decidido a crear una cultura propiamen­te dicha. El apogeo de la cultura rusa es Pushkin y la época de Alejandro I, pero la gran literatura y el pensamiento rusos posteriores a Pushkin ya no fueron cultura, aspiraron a la transfiguración religiosa de la vida. En este marco hay que contemplar las creaciones de Gogol, Tolstoi, Dostoievski, Soloviév, Leontiev, Fedorov, así como las corrien­tes filosófico-religiosas más recientes. Entre nosotros, las tradiciones culturales siempre fueron demasiado débiles y el elemento bárbaro, demasiado fuerte. Por lo que respecta a nuestra voluntad de transfigu­ración religiosa, hay que decir que llevaba en sí una cierta inclinación hacia lo fantástico, hacia lo extravagante. Pero a la conciencia rusa le fue dado comprender la crisis de la cultura y la tragedia del destino histórico de un modo mucho más agudo y profundo que a los pueblos occidentales, más prósperos. Quizá el alma rusa posee una mayor aptitud para expresar el anhelo de la transfiguración religiosa de la vida. Nuestro pueblo tiene necesidad de la cultura, al igual que todos los demás, y hemos de recorrer el camino de la civilización; no obstan­te, nosotros nunca seremos tan prisioneros de la cultura y del pragma­tismo de la civilización como los pueblos de Occidente. La voluntad [196] del pueblo  ruso  tiene  necesidad  de  purificarse  y  de robustecerse, nuestro pueblo ha de hacer penitencia; sólo así su voluntad de transfi­guración de la vida le dará derecho a definir su propia vocación en el mundo. [197] 

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