Tomado de "El sentido de la historia", Nikolai Berdiaev
1. En nuestra época, no hay tema más apremiante en
el ámbito del conocimiento y en el de la vida que el de la cultura y de la
civilización, de su correlación y de las diferencias existentes entre ambas. Es
el tema del destino que nos aguarda, y nada sacude al hombre con tanta fuerza
como su destino. El extraordinario éxito del libro de Spengler sobre la
decadencia de Europa se explica por el hecho de haber planteado con tanta
energía a la humanidad culta la cuestión de su destino. En los momentos de
transición, en las épocas de crisis y de catástrofes, conviene meditar
seriamente sobre el destino histórico de los pueblos y de las culturas. El
reloj de la historia universal señala la hora fatal de la decadencia inminente;
es tiempo de encender las lámparas y de prepararse para la noche. Spengler
afirma que la civilización es el destino fatal de toda cultura. Y la
civilización desemboca en la muerte. No se trata de un tema nuevo para
nosotros. Este tema resulta particularmente familiar para el pensamiento ruso y
para la filosofía rusa de la historia. Los pensadores rusos más notables han
descubierto hace tiempo la diferencia entre cultura y civilización y han ligado
este tema al de las relaciones recíprocas entre Rusia y Europa. Toda nuestra
conciencia eslavófila ha experimentado siempre una gran aversión no por la
cultura, sino por la civilización europea. La tesis según la cual «Occidente
perece» significaba justamente que la gran cultura europea se aproxima a su
fin, y comienza a triunfar la civilización europea, desprovista de alma y de
todo principio superior. Chomiakov, Dostoievski y Leontiev sentían verdadero
entusiasmo por el gran pasado europeo, por esta «tierra de los santos
milagros», por [183] sus monumentos sagrados, por sus piedras venerables. Pero
la vieja Europa ha traicionado su pasado, ha abdicado de él. La civilización
irreligiosa burguesa ha triunfado sobre la vieja cultura sagrada. La lucha
entre Rusia y Europa, entre Oriente y Occidente, era interpretada como una
lucha del espíritu contra el indiferentismo, de la religiosidad de la cultura
contra la irreligiosidad que lleva consigo la civilización; deseaban que Rusia
no emprendiera el camino de la civilización, que hubiera seguido su propio
camino, que hubiera tenido su destino propio; pensaban que en Rusia todavía era
posible una cultura sobre bases religiosas, una cultura auténticamente
espiritual. La conciencia se planteó este tema con verdadera pasión.
Ahora bien, ¿puede afirmarse que este tema es
extraño a la conciencia occidental, que el pensamiento europeo no ha llegado a
planteárselo, y que ha sido afrontado por primera vez por Spengler? El fenómeno
Nietzsche está ligado a una aguda toma de conciencia de este tema, tan
dramático para la cultura occidental. La nostalgia de Nietzsche por la cultura
trágica, dionisíaca, es una nostalgia que nace en la época en que comienza el
triunfo de la civilización. Los espíritus más elevados de Occidente
experimentaron este disgusto mortal ante el triunfo del «mammonismo» en la
vieja europa, ante la extinción de la cultura espiritual (caracterizada por su
dimensión sagrada y simbólica) y la aparición de la civilización técnica y sin
alma. Todos los románticos de Occidente son personas vulneradas, casi
mortalmente, por la civilización triunfante, tan ajena a su espíritu. Con
ímpetu profético, Carlyle se rebelaba contra la civilización, que asfixia al
espíritu. La rebelión encendida de Léon Bloy contra el «burgués» en sus
geniales estudios sobre la sabiduría «burguesa» fue una rebelión contra la
civilización. Todos los católicos franceses, simbolistas y románticos, se
refugiaron en el medioevo, en la lejana patria del espíritu, para salvarse del
tedio mortal que la civilización triunfante llevaba consigo. La inclinación de
los occidentales por las épocas culturales pretéritas o por las culturas
exóticas de Oriente significa una rebelión del espíritu contra el tránsito
definitivo de la cultura a la civilización, pero es la rebeldía de un espíritu
demasiado refinado, decadente, debilitado. Los hombres de una vieja cultura
decadente no tienen la fuerza necesaria para escapar del monstruo de la
civilización y pasar a otra dimensión, a la de la plenitud del ser, a la del
ser eterno; se salvan refugiándose en el lejano pasado, que ya no es posible resucitar,
o bien en los mundos culturales fosilizados de Oriente, que les son
completamente ajenos. [184]
Así quedan gravemente dañados los fundamentos de la
superficial teoría del progreso, en virtud de la cual se creía que el futuro
sería siempre más perfecto que el pasado, que la humanidad avanzaba en línea
recta hacia formas superiores de existencia. La cultura no puede desarrollarse
indefinidamente. Ella lleva en sí el germen de la muerte y contiene principios
que la arrastran irreversiblemente hacia la civilización. Ahora bien, la
civilización es la muerte del espíritu de la cultura, es un fenómeno de un tipo
completamente diverso y monstruoso. Pero hay que comprender este fenómeno, que
resulta tan característico para la filosofía de la historia, para entender el
proceso histórico. Spengler no nos ofrece ninguna explicación profunda de este
protofenómeno de la historia.
2. En toda cultura, el momento del florecimiento, de
la complejidad y del refinamiento va seguido de un agotamiento de las energías
creadoras, de una disipación y extinción del espíritu, de una pérdida del
mismo. La orientación global de la cultura cambia para volverse hacia la
realización práctica del poder, hacia la organización práctica de la vida, es
decir, se vuelve cada vez más superficial. El florecimiento «de las ciencias y
de las artes», la profundización y agudización del pensamiento, los vuelos de
la creación artística, las contemplaciones de los genios y de los santos dejan
de entusiasmar a los hombres y ya no forman parte de la «vida» auténtica y
real. Nace una voluntad espasmódica de «vivir», que está orientada hacia la
praxis «vital», hacia el poder de la «vida», hacia el goce de ella, hacia el
dominio sobre ella. Y esta voluntad espasmódica de «vivir» destruye la cultura,
lleva consigo la muerte de ésta... En las épocas de decadencia de la cultura
existe una voluntad desenfrenada de «vivir», de construir, de organizar la
«vida». Por el contrario, las épocas de florecimiento cultural presuponen la
limitación de esta voluntad de «vivir», un espíritu de sacrificio que controla
el ansia de vivir. Cuando en las masas humanas aumenta desmesuradamente el
ansia de «vivir», la cultura espiritual superior, que es siempre aristocrática,
es decir, cualitativa y no cuantitativa, deja de ser la finalidad última. Este
objetivo último se sitúa en la «vida» misma, en su praxis, en su fuerza y
felicidad. La cultura deja de ser un valor en sí misma, y por eso muere la
voluntad de cultura. Ya no existe una voluntad de genialidad; los genios desaparecen.
Ya no hay el menor interés por la contemplación, el conocimiento y la actividad
desinteresadas. En estas circunstancias, la cultura empieza a perder altura y
decae necesariamente, pues carece ya de la fuerza para [185] mantener su
elevada calidad, y el principio cuantitativo va apoderándose de ella. Comienza
un proceso de entropía social, de dispersión de la energía creadora de la
cultura; ésta se desintegra y entra en un proceso de decadencia, pues no puede
durar eternamente, al no realizar las metas y los objetivos para los que había
sido creada.
La cultura no tiene por finalidad la creación de una
nueva vida, de un nuevo ser, sino la realización de nuevos valores. Todas las
conquistas de la cultura son simbólicas, no reales. La cultura no es una
realización de la verdad, del bien, de la belleza, del poder, de la divinidad
en la vida; ella sólo realiza la verdad a través del conocimiento y de las
obras filosóficas y científicas; el bien, a través de las costumbres, los usos
y las instituciones sociales; la belleza, en las obras poéticas, en los
cuadros, en las esculturas, en la arquitectura, en los conciertos y en las
representaciones teatrales; lo divino, a través del culto y del simbolismo
religioso. Todo acto operativo de la cultura la arrastra hacia abajo, la
degrada. La vida nueva, el ser superior vienen dados únicamente en imágenes, en
figuras, en símbolos. El acto creador del conocimiento produce un libro
científico, el acto creador artístico da lugar a costumbres e instituciones
sociales; en el ámbito religioso, el acto creador da origen al culto, a los
dogmas y a un ordenamiento eclesiástico simbólico, que sólo constituye una
analogía de la jerarquía celeste. Pero, ¿en dónde está la «vida»?. Parece como
si a través de la cultura no pudiese conseguirse una transfiguración real. Y el
dinamismo encerrado en la cultura y en sus formas cristalizadas arrastra
irresistiblemente a salir del marco de aquélla y a entrar en el ámbito de la
«vida», de la praxis, de la fuerza. De este modo se realiza el paso de la
cultura a la civilización.
En Alemania constatamos el máximo impulso y
florecimiento de la cultura a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando se la celebraba como la patria «de los poetas
y de los filósofos». Es difícil encontrar otra época que pueda compararse a
ésta en lo que podríamos llamar voluntad de genialidad. En pocos decenios, el
mundo pudo contemplar las figuras de Lessing y Herder, Goethe y Schiller, Kant
y Fichte, Hegel y Schelling, Schleiermacher y Schopenhauer, Novalis y todos los
románticos. Las épocas sucesivas recordarán con envidia este período. El
filósofo de la decandencia cultural, Windelband, recuerda esta época de
integridad y de genialidad del espíritu como un paraíso perdido. Pero en la
época de Goethe y Kant, de Hegel y Novalis, ¿ha existido verdaderamente una
«vida» superior? Todos los hombres de [186] este maravilloso período atestiguan
que, en la Alemania de entonces, la «vida» era pobre, mezquina, desconsolada.
El estado alemán era débil, mísero, dividido en pequeños fragmentos; en ninguna
parte se realizaba una «vida» plena, el florecimiento cultural sólo tenía lugar
en las cimas del pueblo alemán, que, globalmente considerado, permanecía a un
nivel bastante bajo. Y durante el Ranacimiento, una época de inaudito impulso
creador, ¿existió realmente una verdadera «vida» superior? A pesar de que el
romántico Nietzsche, inmerso en una civilización a la que odiaba, se sintió
amorosamente atraído por la época renacentista, que, en su opinión, había tenido
una «vida» plena y genuina, el Ranacimiento no conoció tal cosa, sino una
«vida» terrible, perversa, desprovista de toda belleza. Las vidas de Leonardo y
de Miguel Ángel fueron realmente trágicas y estuvieron llenas de amargura.
Siempre ha sido así: la cultura ha llevado siempre consigo un fracaso de la
vida. Existe como una contraposición entre cultura y «vida». La
civilización trata de realizar la «vida», crea el poderoso estado germánico, el
capitalismo y el socialismo (que son inseparables), lleva a la práctica la
voluntad de dominio y de organización a escala mundial; pero esta poderosa
Alemania imperialista y socialista no posee ya ningún Goethe, ninguna gran
figura en el campo del idealismo, del romanticismo, de la filosofía o del
arte: todo se ha vuelto técnica, incluido el pensamiento filosófico (como
podemos verlo en las corrientes gnoseológicas). La actitud dominante y
conquistadora ante la realidad prevalece sobre la experiencia
intuitivo-integral del ser. En la poderosa civilización del Imperio británico
ya no son posibles un Shakespeare o un Byron. En Italia, en donde se ha
construido el monumento a Vittorio Emanuele, que rompe la armonía de Roma, en
la Italia del movimiento socialista, ya no son posibles un Dante o un Miguel
Ángel. Aquí radica la tragedia de la cultura y de la civilización.
3. En toda cultura, a un cierto nivel de su
desarrollo, comienzan a manifestarse principios que minan sus fundamentos
espirituales. La cultura está ligada al culto, se desarrolla a partir del culto
religioso, es el resultado de su diferenciación y de su expansión en distintas
direcciones. El pensamiento filosófico, el conocimiento científico, la arquitectura,
la pintura, la escultura, la música, la poesía, la moral, todo está incluido de
una manera orgánica e integral en el culto eclesiástico, si bien de un modo aún
no diferenciado. La más antigua de las culturas, la egipcia, comenzó en los
templos, y sus primeros creadores fueron los sacerdotes. La cultura está ligada
al culto de los antepasados, a la [187] tradición y a la transmisión, está
llena de simbolismo sagrado y nos ofrece imágenes y signos de una realidad
diversa, espiritual. Toda cultura (incluso la materialista) es cultura del
espíritu y tiene un fundamento espiritual, es el producto de la actividad
creadora del espíritu sobre los elementos de la naturaleza. Pero en la cultura
misma se manifiestan factores que tienden a disolver sus fundamentos religiosos
y espirituales y a rechazar su simbolismo. Tanto la cultura antigua como la de
la Europa occidental sufren el proceso de la «Ilustración», en el que se
produce un alejamiento de los fundamentos religiosos de la cultura y se
destruye el simbolismo que ésta encierra. En esto consiste la trágica
dialéctica de la cultura, la cual, llegada a un cierto estadio, comienza a
poner en cuestión sus fundamentos y a minarlos. Ella misma prepara su propia
ruina al alejarse de sus fuentes vitales. La cultura se agota espiritualmente y
disipa su propia energía, pasando así del estadio «integral» al «crítico».
Para comprender el destino de la cultura es
necesario considerarla en su dinámica y penetrar en su trágica dialéctica. La
cultura es un proceso vivo, es el destino viviente de los pueblos, y, por
consiguiente, no puede mantenerse siempre a la altura que alcanzó en sus
momentos de esplendor, ni su estabilidad es eterna. En todo tipo de cultura que
se ha desarrollado a lo largo de la historia hay como un corte, un descenso, un
tránsito inexorable a un estadio que ya no puede recibir el nombre de
«cultura». En el seno de la cultura comienza a manifestarse una desenfrenada
voluntad de «vivir», una voluntad de poder, de praxis, de felicidad y de goce.
La voluntad desmesurada de poder tiende a transformar la cultura en
civilización. La cultura se desinteresa de sus conquistas supremas; por el
contrario, la civilización es esencialmente interesada. Cuando la razón
«iluminada» barre los obstáculos espirituales para disfrutar y gozar de la
«vida», cuando la voluntad de poder y de posesión organizada de la «vida»
alcanza su máxima tensión, la cultura muere, y da comienzo la civilización.
Este es el paso de la cultura, de la contemplación, de la actividad creadora de
valores, a la «vida», una búsqueda de la «vida», un abandonarse a su curso
desenfrenado, una organización de la «vida», un embriagarse de sus energías.
En la cultura viene a flote una tendencia práctico-utilitarista, típica de la
civilización; las grandes creaciones de la filosofía y del arte pierden todo
valor, al igual que el simbolismo religioso; tales cosas ya no son consideradas
como algo «vital», y las máximas conquistas culturales quedan invalidadas ante
el tribunal de la «vida». Mediante diferentes [188] métodos se pone en
evidencia el carácter no sagrado y no simbólico de la cultura. Ante el tribunal
de la «vida» real, la cultura espiritual es condenada como algo ilusorio, como
el autoengaño de una conciencia todavía no liberada y autónoma, como fruto de
la desorganización social; una técnica y una organización de la vida liberarán
definitivamente a la humanidad del fraude de la cultura y crearán una
civilización plenamente «realista». Las ilusiones espirituales de la cultura
han sido engendradas por la desorganización de la vida y por la debilidad de la
técnica; tales ilusiones deben desaparecer, serán superadas cuando la
civilización se sirva de la técnica para crear una perfecta organización de la
vida. El materialismo económico es una filosofía muy característica y típica
de la época de la civilización. Esta teoría traiciona el secreto de la civilización
y pone de manifiesto su pathos interior. No fue el materialismo
económico el que inventó el predominio del economismo, ni el que trajo la
decadencia de la vida espiritual: el materialismo se limitó a poner de
manifiesto un estado de cosas, a saber, que la cultura espiritual se había
convertido en una «superestructura» y todos los valores se habían disuelto;
todo esto había ocurrido ya antes de que el materialismo económico lo reflejase
en su teoría. La ideología del materialismo económico se limita, por
consiguiente, a reflejar la realidad; es la ideología característica de la
época de la civilización, la ideología más radical de esta época. En la
civilización domina necesariamente el economismo, la civilización es, por su
misma naturaleza, técnica, y, en ella, toda cultura espiritual, todo ideal, es
simplemente superestructura, ilusión, irrealidad. La civilización denuncia el
carácter ilusorio de todo ideal y de toda espiritualidad, y se centra en la
«vida», en la organización del poder, en la técnica como realización genuina de
esta «vida». En contraposición a la cultura, la civilización es irreligiosa ya
en sus mismos fundamentos, y representa el triunfo de la razón «ilustrada», una
razón que ya no es abstracta, sino puramente pragmática. Al contrario que la
cultura, la civilización no es simbólica, ni jerárquica, ni orgánica, sino
realista, democrática, mecanicista. Ella no desea conquistas simbólicas, sino
«reales», su único interés es la vida misma, y no los signos, figuras o
símbolos de otros mundos. En la civilización, tanto capitalista como
socialista, el trabajo colectivo elimina la creatividad individual. La
civilización despersonaliza, la presunta liberación de la persona que ella
habría debido traernos es mortal para la originalidad individual. El principio
personalista sólo pudo desarrollarse en el ámbito de la cultura. La voluntad
de [189] poder destruye a
la persona. Tal
es la paradoja
de la historia.
4. El paso de la cultura a la civilización se debe a
un cambio radical en las relaciones del hombre con la naturaleza. En efecto,
todos los cambios sociales ocurridos a lo largo de la historia van unidos a
transformaciones de este tipo. El materialismo económico ha puesto de relieve
esta verdad y la ha hecho accesible para la conciencia de la civilización. La
era de la civilización ha comenzado con la entrada triunfal de la máquina en la
existencia humana. La existencia deja de ser orgánica y pierde su vinculación
con el ritmo de la naturaleza; entre ésta y el hombre se interponen los
instrumentos con los cuales se intenta someterla. Aquí se manifiesta la
voluntad de poder, de explotación real de la vida, en contraposición a la
conciencia ascética del medioevo. El hombre pasa de una actitud de resignación
y contemplación a una dominación de la naturaleza, a un intento de organizar
la vida, de potenciar las energías interiores de ésta. Esto no contribuye
precisamente a aproximar al hombre a la naturaleza, a la vida interior y al
alma misma. El hombre se aleja definitivamente de la naturaleza al poner en
marcha el proceso técnico de explotación organizada de sus reservas y energías
con vistas a aumentar el propio poder. La organización asesta un golpe mortal
a la organicidad. La vida se tecnifica cada vez más, la máquina deja su
impronta sobre el espíritu del hombre, sobre todos los aspectos de su
actividad. La civilización no tiene un fundamento natural ni espiritual, sino
mecánico, es, sobre todo, técnica, y consagra el triunfo de la técnica sobre
el espíritu, sobre la organicidad. En la civilización, hasta el mismo
pensamiento se vuelve técnico, y toda actividad creadora y todo arte adquieren
un carácter cada vez más técnico. El arte futurista es tan característico de la
civilización como el arte simbólico de la cultura. También es típico de la
civilización el predominio del gnoseologismo, del metodologismo, o sea, del
pragmatismo. La misma idea de filosofía «científica» es un producto de la
voluntad de poder de la civilización, del deseo de apoderarse de un método que
acreciente la propia fuerza. En la civilización triunfa el principio de la
especialización y falta la integridad espiritual de la cultura; todo es hecho
por especialistas y a todos se les exige una especialización.
La máquina y la técnica fueron un resultado del
movimiento espiritual que lleva consigo la cultura y de sus grandes
descubrimientos, pero conmueven sus fundamentos orgánicos y destruyen su
espíritu. El alma de la cultura muere, y ésta se transforma en civilización. El [190] espíritu pierde altura y la calidad
es sustituida por la cantidad. La humanidad espiritual, al afirmar su voluntad
de «vida», de poder, de organización, de felicidad, entra en decadencia, pues
una vida espiritual superior no es posible sin una actitud ascética y una
cierta resignación. Esta es la tragedia de los destinos históricos, ésta es su
fatalidad. El conocimiento, la ciencia, se transforman en un instrumento al
servicio de la voluntad de poder y de la felicidad, en un medio para implantar
la tecnificación de la vida, para gozar de todo lo que ella lleva consigo. El
arte pasa a ser un instrumento al servicio de esta tecnificación y queda
convertido en un simple ornamento. Toda la belleza de la cultura, encarnada en
los templos, en los palacios y en las villas, emigra a los museos, que se
llenan de algo así como cadáveres artísticos. El único vínculo que la
civilización mantiene con el pasado es justamente el de los museos. El culto a
la vida comienza así a prescindir del sentido de ésta: nada posee ya un valor
propio y autónomo, ninguna experiencia vital, ningún instante de la vida posee
profundidad ni comunica con la eternidad. Cada instante, cada experiencia, es
sólo un medio para acelerar los procesos vitales, lanzados hacia la perversa
infinidad; cada instante está vuelto hacia el vampiro insaciable del futuro,
del poder y de la felicidad venideros. El ritmo veloz y cada vez más acelerado
de la civilización sólo mira hacia el futuro. La civilización es futurista,
mientras que, por el contrario, la cultura ha tratado siempre de contemplar la
eternidad. Esta aceleración, esta tensión exclusiva hacia el futuro, han sido
producidas por la máquina y por la técnica. La vida del organismo es más
ponderada y su ritmo no es tan precipitado. En la civilización, la vida se
exterioriza, sale a la superficie. La civilización desplaza a segundo término
la cuestión de los objetivos y del sentido de la vida y se centra en los medios
e instrumentos al servicio de la vida; los fines son considerados como algo
ilusorio, sólo los medios son reales. La técnica, las organizaciones, el
proceso productivo, son cosas reales; la cultura espiritual no lo es. La
cultura es considerada tan sólo como un instrumento al servicio de la vida. La
relación entre los medios y los fines queda deformada: todo es para la «vida»,
está al servicio de su creciente poder, de su organización, del goce de la
misma. Pero la vida misma, ¿tiene algún sentido o alguna finalidad? Así va
muriendo el alma de la cultura y ésta deja de tener significado. La máquina ha
adquirido un poder mágico sobre el hombre y lo ha envuelto en una red de
corrientes mágicas. Con todo, el rechazo romántico de la máquina y de la
civilización como momento [191] del destino humano y como experiencia
instructiva para el espíritu no conducen a nada. Una simple restauración de la
cultura es imposible. En una época de civilización, la cultura es siempre
romántica, siempre está vuelta hacia épocas orgánico-religiosas pasadas; es ley
de vida. Una cultura de estilo clásico es imposible en medio de la civilización,
y los máximos personajes de la cultura del XIX fueron románticos. Ahora bien, el único método para
hacer triunfar la cultura es la transfiguración religiosa.
5. La civilización es «burguesa» por naturaleza, en
el sentido más profundo y espiritual del vocablo. El «burguesismo» es
justamente el reino civilizado de este mundo, la voluntad de poder organizado y
de goce de la vida. El espíritu de la civilización es un espíritu burgués, que
se apega a las cosas corruptibles y pasajeras y no ama la eternidad. El
burguesismo es un vivir esclavizado por lo efímero y un odio a todo lo que es
eterno. La civilización de Europa y de América, que es la más perfecta del
mundo, ha creado el sistema capitalista-industrial, el cual no sólo es un
fenómeno económico de enorme envergadura, sino también espiritual, o, mejor
dicho, un fenómeno que lleva consigo la aniquilación de toda dimensión
espiritual. El capitalismo industrial creado por la civilización destruyó toda
idea de eternidad y de lo sagrado. La civilización capitalista de la época más
reciente suprimió a Dios y es la más atea de cuantas han existido; ella es
mucho más responsable del delito de deicidio que el socialismo revolucionario,
que, al fin y al cabo, se limitó a hacer suyo el espíritu de la civilización «burguesa»
y recogió su herencia negativa. Es verdad que la civilización
capitalista-industrial no rechazó completamente la religión, pero esta actitud
sólo fue motivada por razones utilitaristas y pragmáticas. En la cultura, la
religión se movía en una dimensión simbólica; en la civilización, ella se
vuelve pragmática. Incluso la religión puede ser útil y eficaz para organizar
la vida y aumentar su poder. En efecto, la civilización es, ante todo,
pragmática, y no en vano el pragmatismo es tan popular en América, el país de
la civilización por antonomasia. El socialismo ha rechazado esta pragmaticidad
de la religión, pues piensa que el ateísmo es más adecuado para el desarrollo
del poder y del goce de la vida por parte de grandes masas de la humanidad. La
actitud pragmático-utilitarista hacia la religión en el mundo capitalista fue
lo que realmente dio origen al ateísmo y al saqueo espiritual. Un Dios que es
útil y eficaz para el desarrollo del capitalismo industrial y favorece sus
objetivos no puede ser el verdadero Dios; resulta fácil [192] desenmascararlo.
El socialismo, en la medida en que se limita a constatar un hecho, tiene
razón. El Dios de las revelaciones religiosas, de la cultura (que es
simbólica), ha abandonado hace tiempo a la civilización capitalista, y ésta le
ha abandonado a él. La civilización capitalista-industrial se ha apartado hace
tiempo de todo lo que es ontológico; es antiontológica, mecánica, ha creado un
reino puramente funcional. La mecanicidad, el tecnicismo y el maquinismo de esta
civilización se contraponen radicalmente a la organicidad, cosmicidad y
espiritualidad de todo ser. La economía no es algo meramente mecánico y
ficticio, posee fundamentos morales, divinos, y el hombre tiene el deber de
desarrollarse en el plano económico; pero cuando se disocia la economía del
espíritu, cuando se la eleva a principio supremo de la vida, cuando se destruye
la organicidad de la vida para dar paso al imperio de la técnica, la economía
se transforma en un ámbito puramente mecánico y ficticio. El materialismo que
está en la base de la civilización capitalista crea un reino mecánico y
artificial; el sistema capitalista-industrial de la civilización destruye los
fundamentos espirituales de la economía, y, con esto, prepara su ruina. El
trabajo deja de tener un sentido y una justificación espirituales y se rebela
contra todo el sistema. La civilización capitalista encuentra su merecido
castigo en el socialismo, pero también éste continúa la obra de la
civilización; en definitiva, es un aspecto más de la civilización «burguesa» y
se esfuerza por continuar el desarrollo de ésta sin aportar ningún espíritu
nuevo. El industrialismo de la civilización, que sólo engendra ficciones y
sombras, mina inexorablemente la disciplina y la motivación espirituales del
trabajo, preparando así su propio fracaso.
La civilización no es capaz de realizar su sueño: el
de un poder universal que se acrecienta indefinidamente. La torre de Babel no
podrá ser construida. En la guerra mundial hemos visto ya la decadencia de la
civilización europea, el derrumbamiento del sistema industrial, el
desenmascaramiento de las ficciones de las que ha vivido el mundo «burgués»:
ésta es la trágica dialéctica del destino histórico, de la cultura y de la
civilización. Nada puede ser entendido desde una perspectiva estática; es
necesario contemplarlo todo desde un punto de vista dinámico, pues sólo así
descubriremos que, en el destino histórico, todo tiende a transformarse en su
contrario, todo está lleno de contradicciones internas y lleva en sí mismo el
germen de su propia ruina. El imperialismo es un producto técnico de la
civilización. El imperialismo no es cultura, es voluntad notoria de poder
universal, de [193] organización de la vida a escala mundial; el imperialismo
«burgués» de los siglos XIX y XX
(tanto el inglés como el alemán) está ligado al
sistema capitalista e industrial, es técnico por naturaleza. Hay que
distinguirlo, pues, del imperialismo de tiempos pretéritos, por ejemplo, del
sacro imperio romano o del sacro imperio bizantino, los cuales se sitúan en un
plano simbólico y pertenecen a la cultura, no a la civilización. En el
imperialismo se manifiesta la dialéctica inexorable del destino histórico: a
través de la voluntad imperialista de poder universal se disuelven y pulverizan
los cuerpos históricos de los estados nacionales, que pertenecen a la época de
la cultura. El Imperio británico significa el final de Inglaterra como estado
nacional. La voraz voluntad imperialista lleva en sí el germen de la muerte; el
imperialismo, a través de su evolución irresistible, mina sus-propios fundamentos
y prepara su transformación en socialismo, el cual está obsesionado a su vez
por la voluntad de poder y de organización universales y representa tan sólo un
momento ulterior de la civilización, otro aspecto de la misma. El imperialismo
y el socialismo, tan semejantes entre sí, representan una crisis profunda de la
cultura. En la época capitalista-industrial del imperialismo en disolución y
del socialismo naciente triunfa la civilización, y la cultura entra en
decadencia. Esta decadencia no significa su muerte, pues, en un sentido más
profundo, la cultura es eterna. La cultura antigua entró en decadencia y,
aparentemente, murió, pero continúa viviendo en nosotros, constituye un estrato
profundo de nuestro ser. En la época de la civilización, la cultura se retira
a las profundidades; sólo conserva su aspecto cualitativo, no el cuantitativo.
En la civilización comienzan a manifestarse procesos de barbarie, de
envilecimiento, de pérdida de las formas perfectas elaboradas por la cultura.
Esta barbarie puede adoptar diferentes formas. Después de la cultura griega,
después de la civilización universal romana, comenzó una época de barbarie, la
del primer medioevo. Se trataba de una barbarie ligada a los elementos de la
naturaleza, derivada del aflujo de nuevas masas humanas que traían sangre joven
y llevaban en sí el olor de las selvas septentrionales. La barbarie que puede
despuntar en el apogeo de la civilización europea y mundial no es de este tipo;
será una barbarie procedente de la civilización misma, del olor de las
máquinas, una barbarie que la técnica misma de la civilización lleva en germen.
Esta es la dialéctica de la civilización. En la civilización se agota la
energía espiritual y se extingue el espíritu, que es la fuente de la cultura;
entonces comienzan a dominar sobre las masas humanas no [194] las fuerzas naturales, bárbaras (en el sentido más
noble del término), sino las fuerzas del reino del maquinismo y de la
mecanicidad, que reemplazan al ser auténtico. La civilización nació del deseo
del hombre de vivir una vida «real», adquirir un poder y una felicidad
«reales», en contraposición al carácter simbólico y contemplativo de la
cultura. Este es uno de los caminos que llevan de la cultura a la «vida», que
conducen a una transformación técnica de la vida. Era necesario que el hombre
recorriese este camino hasta el final y descubriese el alcance de las energías
técnicas; ahora bien, por esta vía no se alcanza una existencia auténtica y la
imagen del hombre queda destruida.
6. Pero a partir de la cultura es posible el
nacimiento de una voluntad de «vivir» diferente, de una voluntad de
transfigurar la «vida»; la civilización no es el único camino para pasar de la
cultura (con su trágica contraposición a la «vida») a la transfiguración de la
«vida» misma. Existe también el camino de la transfiguración religiosa de la
vida, de la realización del ser auténtico. En el destino histórico de la
humanidad podemos distinguir cuatro épocas o estadios: la barbarie, la cultura,
la civilización y la transfiguración religiosa. Estas épocas no hay que
entenderlas únicamente como sucesivas, pues pueden coexistir, ya que son
tendencias del espíritu humano; ahora bien, si consideramos un período determinado
de la historia, predominará en él uno de tales estadios. En la época
helenística, en la época de la civilización universal romana, había de surgir
de las profundidades la voluntad de transfiguración religiosa, y entonces
apareció en el mundo el cristianismo. Y apareció, sobre todo, como
transfiguración de la vida, circundado del milagro y operando milagros: el
anhelo de lo milagroso va ligado siempre a una voluntad de transfiguración real
de la vida. Pero el cristianismo, a lo largo de la historia, pasó por los
estadios de la barbarie, de la cultura y de la civilización. No en todos los
períodos de su destino fue transfiguración religiosa. Durante el estadio
cultural, el cristianismo fue, ante todo, simbólico, ofreció solamente
imágenes, signos y analogías de lo que es la transfiguración de la vida;
durante la época de la civilización se volvió, sobre todo, pragmático, se
transformó en un instrumento eficaz para potenciar la vida, en técnica de
disciplina espiritual, pero el anhelo de lo milagroso se debilitó y comenzó a
extinguirse en el apogeo de la civilización. Los cristianos de la época de la
civilización continúan profesando una fe tibia en los milagros del pasado, pero
ya no los esperan en el presente, ni poseen una voluntad creyente en el milagro
de la transfiguración de la vida. [195] No obstante, es preciso que surja una fe en la transfiguración de la
vida, en una transfiguración que no es técnico-mecánica, sino
espiritual-orgánica; sólo así se abrirá un camino desde la cultura en decadencia
a la «vida» misma, un camino diferente del que ha recorrido la civilización. La
religión no puede ser un aspecto secundario de la vida, ha de lograr la
transformación ontológica de la vida, a diferencia de la cultura, que sólo
realiza esta transformación de un modo simbólico, y de la civilización, que
sólo la lleva a cabo en el plano técnico. Pero quizá hemos de pasar todavía por
un período en el que dominará una civilización de la pura apariencia.
Rusia es un país enigmático, cuyo destino resulta
todavía incomprensible, un país en el que se ocultaba el sueño apasionado de
una transfiguración religiosa de la vida. Entre nosotros, la voluntad de
cultura estuvo siempre limitada por una voluntad de «vida», la cual se movía en
dos direcciones distintas que, a menudo, se entremezclan: hacia la
transformación social de la vida a través de la civilización y hacia la
transfiguración religiosa, hacia el advenimiento del milagro en la vida de la
sociedad humana, en la vida del pueblo. Nosotros los rusos hemos comenzado a
experimentar la crisis de la cultura sin haber conocido a fondo la cultura
misma; siempre hemos estado insatisfechos de la cultura, nunca nos hemos
decidido a crear una cultura propiamente dicha. El apogeo de la cultura rusa
es Pushkin y la época de Alejandro I, pero la gran literatura y el pensamiento
rusos posteriores a Pushkin ya no fueron cultura, aspiraron a la
transfiguración religiosa de la vida. En este marco hay que contemplar las
creaciones de Gogol, Tolstoi, Dostoievski, Soloviév, Leontiev, Fedorov, así
como las corrientes filosófico-religiosas más recientes. Entre nosotros, las
tradiciones culturales siempre fueron demasiado débiles y el elemento bárbaro,
demasiado fuerte. Por lo que respecta a nuestra voluntad de transfiguración
religiosa, hay que decir que llevaba en sí una cierta inclinación hacia lo
fantástico, hacia lo extravagante. Pero a la conciencia rusa le fue dado
comprender la crisis de la cultura y la tragedia del destino histórico de un
modo mucho más agudo y profundo que a los pueblos occidentales, más prósperos.
Quizá el alma rusa posee una mayor aptitud para expresar el anhelo de la
transfiguración religiosa de la vida. Nuestro pueblo tiene necesidad de la
cultura, al igual que todos los demás, y hemos de recorrer el camino de la
civilización; no obstante, nosotros nunca seremos tan prisioneros de la
cultura y del pragmatismo de la civilización como los pueblos de Occidente. La
voluntad [196] del pueblo ruso tiene
necesidad de purificarse
y de robustecerse, nuestro pueblo
ha de hacer penitencia; sólo así su voluntad de transfiguración de la vida le
dará derecho a definir su propia vocación en el mundo. [197]
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