El exilio de Helena
Albert Camus
El Mediterráneo tiene un
sentido trágico solar, que no es el mismo que el de las brumas. Ciertos
atardeceres-- en el mar, al pie de las montañas--, cae la noche sobre la curva
perfecta de una pequeña bahía y, desde las aguas silenciosas, sube entonces una
plenitud angustiada. En esos lugares se puede comprender que si los griegos han
tocado al desesperación ha sido siempre a través de la belleza y de lo que ésta
tiene de opresivo. En esa dorada desdicha culmina la tragedia. Nuestra época,
por el contrario, ha alimentado su desesperación en la fealdad y en las
convulsiones. Y por esa razón, Europa sería innoble, si el dolor pudiera serlo
alguna vez.
Nosotros hemos exiliado la
belleza; los griegos tomaron las armas por ella. Primera diferencia, pero que
viene de lejos. El pensamiento griego se ha resguardado siempre en la idea de
límite. No ha llevado nada hasta el final --ni lo sagrado ni la razón--, porque
no ha negado nada: ni lo sagrado, ni la razón. Lo ha repartido todo,
equilibrando la sombra con la luz. Por el contrario, nuestra Europa, lanzada a
la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura. Niega la belleza, del
mismo modo que niega todo lo que no exalta. Y, aunque de diferentes maneras, no
exalta más que una sola cosa: el futuro imperio de la razón. En su locura, hace
retroceder los límites eternos y, enseguida, oscuras Erinias se abaten sobre
ella y la desgarran. Diosa de la mesura, no de la venganza, Némesis vigila.
Todos cuantos traspasan el límite reciben su despiadado castigo.
Los griegos, que se
interrogaron durante siglos acerca de lo justo, no podrían entender nada de
nuestra idea de la justicia. Para ellos, la equidad suponía un límite, mientras
que nuestro continente se convulsiona en busca de una justicia que pretende
total. Ya en la aurora del pensamiento griego, Heráclito imaginaba que la
justicia pone límites al propio universo físico. "El sol no rebasará sus
límites, y si lo hace, las Erinias, defensoras de la justicia, darán con
él." Nosotros, que hemos desorbitado el universo y el espíritu, nos reímos
de esa amenaza. Encendemos en un cielo ebrio los soles que queremos. Pero eso
no impide que los límites existan y que nosotros lo sepamos. En nuestros más
locos extravíos, soñamos con un equilibrio que hemos dejado atrás y que ingenuamente
creemos que volveremos a encontrar al final de nuestros errores. Presunción
infantil y que justifica que pueblos niños, herederos de nuestras locuras,
conduzcan hoy en día nuestra historia.
Un fragmento, también atribuido
a Heráclito, enuncia simplemente:"Presunción, regresión del
progreso". Y muchos siglos después, del efesio, Sócrates, ante la amenaza
de una condena a muerte, no reconocía más superioridad que ésta: lo que
ignoraba, no creía saberlo. La vida y el pensamiento más ejemplares de estos siglos
concluyen con una orgullosa confesión de ignorancia. Olvidando eso, hemos
olvidado nuestra nobleza. Hemos preferido el poderío que remeda la grandeza:
primero, Alejandro, y después los conquistadores romanos que nuestros autores
de manuales, por una incomparable bajeza de alma, nos enseñan a admirar.
También nosotros hemos conquistado, hemos desplazado los límites, dominado el
cielo y la tierra. Nuestra razón ha hecho el vacío. Y, al fin solos, concluimos
nuestro imperio en un desierto. Cómo poder imaginarnos, pues, ese equilibrio
superior en el que la naturaleza mantenía la historia, la belleza, el bien, y
que llevaba la música de los números hasta la tragedia de la sangre? Nosotros
volvemos la espalda a la naturaleza, nos avergonzamos de la belleza. Nuestras
miserables tragedias arrastran olor de oficina y la sangre que derraman tiene
color de tinta de imprenta.
Por eso es indecoroso proclamar
hoy que somos hijos de Grecia. A menos que seamos hijos renegados. Colocando la
historia en el trono de Dios, avanzamos hacia la teocracia tal como hacían
aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y combatieron a muerte en las
aguas de Salamina. Si se quiere captar bien la diferencia, hay que volverse
hacia el filósofo de nuestro ámbito que es verdadero rival de Platón.
"Solo la ciudad moderna --se atreve a escribir Hegel-- ofrece al espíritu
el terreno en el que puede adquirir conciencia de sí mismo". Vivimos, así
pues, en el tiempo de las grandes ciudades. Deliberadamente, el mundo ha sido
amputado de aquello que constituye su permanencia: la naturaleza, el mar, la
colina, la meditación de los atardeceres. Solo hay conciencia en las calles,
porque solo en las calles hay historia, ese es el decreto. Y como consecuencia,
nuestras obras más significativas dan fe de esa misma elección. Desde
Dostoievski, buscar paisajes en la gran literatura europea es inútil. La
historia no explica ni el universo natural que había antes de ella ni la
belleza que está por encima de ella. Ha decidido ignorarlos. Mientras que Platón
lo contenía todo --el sinsentido, la razón y el mito--, nuestros filósofos no
contienen más que el sinsentido o la razón, porque han cerrado los ojos al
resto. El topo medita.
Fue el cristianismo el que
empezó a sustituir la contemplación del mundo por la tragedia del alma. Pero al
menos se refería a una naturaleza espiritual y, a través de ella, conservaba
cierta seguridad. Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder. Desde
hace mucho tiempo, todos los esfuerzos de nuestros filósofos no han ido
dirigidos más que reemplazar la noción de naturaleza humana por la de
situación, y la antigua armonía por el impulso desordenado del azar o el
movimiento implacable de la razón. Mientras que los griegos marcaban a la
voluntad los límites de la razón, nosotros hemos puesto, como broche, el
impulso de la voluntad en el centro de la razón, que se ha vuelto asesina. Para
los griegos, los valores eran preexistentes a toda acción, y marcaban,
precisamente, sus límites. La filosofía moderna sitúa sus valores al final de
la acción. No están, sino que se hacen, y no los conoceremos del todo más que
cuando la historia concluya. Con ellos, desaparecen también los límites, y,
como las concepciones acerca de lo que habrán de ser aquéllos difieren, y como
no hay lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se prolongue
indefinidamente, hoy los mesianismos se enfrentan y sus clamores se funden con
el choque de los imperios. Según Heráclito, la desmesura es un incendio. El
incendio se extiende, Nietzsche ha sido superado. Europa no filosofa a
martillazos, sino a cañonazos.
Sin embargo, la naturaleza está
siempre ahí. Opone sus cielos tranquilos y sus razones a la locura de los
hombres. Hasta que también el átomo se encienda y la historia concluya con el
triunfo de la razón y la agonía de la especie. Pero los griegos nunca dijeron
que el límite no pudiera franquearse. Dijeron que existía y que quien osaba
franquearlo era castigado sin piedad. Nada en la historia de hoy puede
contradecirlos.
Tanto el espíritu histórico como
el artista quieren rehacer el mundo. Pero el artista, obligado por su
naturaleza, conoce sus límites, cosa que el espíritu histórico desconoce. Por
eso el fin de este último es la tiranía, mientras que la pasión del primero es
la libertad. Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último
término por la belleza. No se trata, claro está, de defender la belleza por sí
misma. La belleza no puede prescindir del hombre y no daremos a nuestro tiempo
su grandeza y su serenidad más que siguiéndolo en su desdicha. Nunca más
volveremos a ser solitarios. Pero igualmente cierto es que el hombre tampoco
puede prescindir de la belleza, y eso es lo que nuestra época aparenta querer
ignorar. Se tensa para alcanzar el absoluto y el imperio, quiere transfigurar
el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de haberlo comprendido. Diga
lo que diga, deserta de este mundo. Ulises puede elegir con Calipso entre la
inmortalidad y la tierra de la patria. Elige la tierra y, con ella, la muerte.
Una grandeza tan sencilla nos resulta hoy ajena. Otros dirán que carecemos de
humildad. Pero esa palabra, en cualquier caso, es ambigua. Semejantes a esos
bufones de Dostoievski que se jactan de todo, suben a las estrellas y acaban
por exhibir su miseria en el primer lugar público, a nosotros lo único que nos
falta es ese orgullo del hombre que es observancia de sus límites, amor
clarividente de su condición.
"Odio mi época",
escribía antes de su muerte Saint-Exupéry, por razones que no están demasiado
alejadas de las que he expuesto. Pero, por perturbador que sea ese grito
viniendo precisamente de alguien como él --que amó a los hombres por lo que
tienen de admirable--, no vamos a apropiárnoslo. Y, sin embargo, qué tentador
puede resultarnos, en ciertos momentos, darle la espalda a este mundo sombrío y
descarnado! Pero esta época es la nuestra, y no podemos vivir odiándonos. Ha
caído así de bajo tanto por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de
sus defectos. Lucharemos por aquella de sus virtudes que viene de antiguo. Qué
virtud? Los caballos de Patroclo lloran a su dueño muerto en la batalla. Todo
se ha perdido. Pero se reanuda el combate, ahora con Aquiles, y la victoria
llega al final, porque la amistad acaba de ser asesinada: la amistad es una
virtud.
La ignorancia reconocida, el
rechazo del fanatismo, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la
belleza en fin, tal es el terreno en el que volveremos a reunirnos con los
griegos. En cierta manera, el sentido de la historia de mañana no es aquel que
se cree. Está en la lucha entre la creación y la inquisición. Pese al precio
que hayan de pagar los artistas por sus manos vacías, se puede esperar su
victoria. Una vez más, la filosofía de las tinieblas se disparará por encima
del mar destellante. Oh pensamiento del Mediterráneo! La guerra de Troya se
libra lejos de los campos de batalla! También esta vez los terribles muros de
la ciudad moderna caerán para entregar, "alma serena como la calma de los
mares", la belleza de Helena.
1948
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Tomado de Albert Camus, El
verano, Alianza Cien, Madrid, 1996.