12/28/2013

Cultura y tradición: apuntes sobre el concepto de historia

(…) la Historia sólo puede aprehenderse a través de sus efectos, y nunca directamente como alguna fuerza cosificada. Este es, en efecto, el sentido último en que la Historia en cuanto cimiento y horizonte intrascendible no necesita ninguna justificación teórica particular: podemos estar seguros de que sus necesidades enajenantes no nos olvidarán, por mucho que prefiramos no hacerles caso.
Fredric Jameson. El inconsciente político...[1]

Walter Benjamin ha opuesto a esto (lo simbólico en Hegel) un concepto de lo alegórico que a pesar de haber sido alcanzado en el barroco, se acredita de una forma singular  en el arte moderno.  Este ya no conserva la experiencia reconciliante del instante anticipado en la bella apariencia de un mundo que ha vencido las contradicciones. Antes bien, recoge críticamente en su representación, despiadadamente, las grietas de un mundo desgarrado, pero de tal modo que no imita en una duplicación verista su contingencia, sino que pone a la vista desnudado, en un alejamiento artificial, el mundo construido como crisis.
Teoría y praxis. Jürgen Habermas

«Quizás la historia universal no sea más que la historia de algunas metáforas» -claro, con sus tonalidades y modalidades-, expresa Borges con toda la certidumbre que le cabe a un poeta que sabe bien el nexo misterioso que se que se configura entre la historia y la palabra. Y desde luego, la conciencia que se adquiere cuando caemos en la cuenta, de la relevancia que alcanza la palabra en la escena de la historia. Sobre todo si nos detenemos y volvemos a otra imagen borgeana: «Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida». Nunca ha sido más cierto esto que cuando nos ubicamos en los infinitos cruces que se producen en la cultura. La cultura que ya no es sólo entorno y paisaje, sino el lugar propiciatorio de los enlaces y entrecruzamientos. La cultura, como ese campo dinámico y paradójico en el espacio complejo del Gran Tiempo, es imprescindible comprenderla desde lo simbólico. Lo simbólico como lo que proporciona una textualidad –materia sutil- a las cosas de nuestro mundo histórico, le otorga sentido y valor al conjunto de nuestra praxis histórica.
La cultura es la capacidad que ejercen los sujetos al realizar a través de una producción de sentidos y valores múltiples la sociedad en su conjunto, generando símbolos que hagan posible la transformación de la realidad. Ella, siendo en apariencia la totalidad de las prácticas generadoras de sentido, tiende a designar una contradicción casi permanente con la realidad dada, pues su tendencia secular básica lo constituye sin más la transformación de la realidad social.
Para el sentido común, en un consenso casi homogéneo que se ha producido e internalizado en las áreas de estudio y debate de las ciencias sociales, la cultura es la totalidad de la actividad humana a la cual se accede por herencia social. Contiene esta ideología, la creencia axiomática de que la cultura es un movimiento casi absolutamente reproductivo de lo mismo, el cuál se nos trasmite por vía de la tradición, en un conjunto de paneles que configuran nuestro modo de vivir en la sociedad. Pero la cultura hay que comprenderla más bien como un concepto eminentemente histórico y con un sentido profundamente crítico; incluso para no desechar los contenidos esenciales que produce los diversos sentidos comunes que genera la sociedad en sus distintos niveles de reflexión y elaboración de prácticas de pensamiento y del lenguaje. Sin dudas todo sujeto histórico, es sujeto cultural, la cultura es una producción colectiva que implica una organización y una estructura, al tiempo que genera modos de apropiación de la realidad que se manifiestan en prácticas morales, políticas, epistemológicas, etc.
El racismo, el fascismo, la xenofobia, el sexismo, o mejor, las innumerables prácticas sexistas, chovinistas, fascistas, fundamentalistas y racistas, entre otras, no constituyen prácticas culturales estáticas, aun cuando generen sentidos y reproduzcan valores que no dignifican al ser humano, pero se encuentran articuladas a lo largo y ancho de la trama social, con un alto nivel de especificidad y elaboración de símbolos. Por tanto, sólo a través de una dialéctica cultural que permita discernir los índices de emancipación, así como los índices de falsedad en el campo dinámico de lo cultural, y la posibilidad de producir prácticas que afirmen la complejidad, la diversidad y la dignidad de nosotros mismos es que podemos convertir la cultura, en la solidaridad de teoría y práctica que plantea esta misma dialéctica cultural, es un espacio constituyente de subjetividad a la luz de una continua liberación.
Este ensayo se interroga cómo hoy puede encararse la espesura de lo histórico, atinar  e inventar modos de hacerle frente a la propia complejidad con que este mismo concepto de la historia se nos aparece, y por fin, cómo acontece en nuestro derredor. Afrontar de una vez y para siempre, que la historia en todo caso es una ciencia del presente y no una “cosa del pasado”, movernos en el drama profundo que implica el vínculo existente entre historia y presente. El drama de la existencia histórica en la que al mismo tiempo se guarda un índice de redención que se textualiza, se incrusta en nuestros documentos de cultura. Lo que continuará siendo un aguijón para nuestra conciencia, es cómo ésta, en la historicidad y temporalidad de las cosas y los acontecimientos mismos, siempre es desbordada por el concepto. No sólo por la violencia que se hace así misma, sino porque ella misma sostiene una trama simbólico- metafórica trenzada más allá de toda lógica sistémica y formal que se objetive en el mundo.
Este ensayo es un ejercicio de rememoración; para remembrar y desenterrar la huella a veces ocultada o encubierta que dejó la acción histórica de Walter Benjamin desde una tradición crítica y libertaria. Pero esto lo intentaremos hacer a través de una imagen de fuerte textura y honda significación dentro del pensamiento de Walter Benjamín: el Ángelus Novus de sus tesis sobre el concepto de la historia, escritas ante la inminencia de su muerte y de la catástrofe belicista y fascista en la que el mundo se vio inmerso en los años 40´. El método alegórico que este mismo crítico de la modernidad realiza en su obra nos permite alcanzar una visión de la historia, en la que nuestros ojos y nuestros oídos no están encadenados a una orquestación conceptual sistémica en la que muchas veces tendríamos que dejar de escuchar ciertas notas como las del contrabajo. La alegoresis, la operación alegórica, consiste en excavar, apropiarse y transformar los elementos que se nos presentan ante nuestra mirada para su pertinencia en el tiempo histórico,  y hacerles justicia dialéctica en la que sería necesario, construir un nuevo sentido para la sociedad. esto implicaría desenterrar en la historia, como tratándose de una voluntad de brujo; en una historia que se comprende de suyo conflictiva, y para lograr divisar sus posibles momentos de constitución. Esto significaría encontrar el punto de consistencia y resistencia –de cuajo y choque- en el que esos cruces pueden iluminar caminos para el presente histórico, arrojar nuevas luces y modos de rearticulación de los problemas ante los cuales nos debemos enfrentar a partir de una lógica anamnética y monádica de lo histórico.
Pero también pudiera incitarnos a reflexionar, coligar puentes, configurar y abrir sendas en la que no sólo nos encontremos con el campo expandido del espíritu devenido una constelación de imágenes y posibilidades, sino en la que estemos de retorno con el recurso de la crítica y la capacidad de ejercer una visión de conjunto. Este campo expandido lo constituye la cultura en un doble movimiento, donde lo simbólico continúa siendo lo que es: una mediación específica que forma sensibilidades múltiples en la que los sujetos participan de una experiencia estética, al tiempo que una mediación de lo político y lo social. El doble movimiento de la cultura co-participa de la propia complejidad de la existencia histórica: somos seres que nos proyectamos hacia dentro al tiempo que hacia fuera. Sin dudas esto deviene una estructuración dinámica del sujeto que nada tiene que ver con una antropología enigmática e incomprensible, aunque sí compleja y esencialmente dialéctica. Precisamente, porque se trata del sujeto como aquel que históricamente se adentra en el mundo como totalidad y contiene para sí una determinación real en la unidad de su experiencia vital. Esta estructuración dinámica no constituye más que el hecho de que el sujeto no tiene un mundo interior y otro exterior, siendo él mismo la tabla donde se monta el escenario dramático para un Espíritu Universal que contempla a todos y todo desde la cima del mundo, o un poco más allá. Precisamente el sujeto histórico como ser humano es el drama del mundo, al tiempo que un proyecto dinámico, que realiza su existencia en el tiempo histórico a un ritmo permanente de trascendencia e inmanencia que le cabe en suerte a aquél que lleva a cuestas toda la alegría y la angustia de vivir.
Es ineludible en la conciencia histórica de los tiempos que corren, y su progresiva concientización tanto en el campo intelectual, como en el campo del poder, la importancia política que ejerce la cultura. La cultura como el campo excepcional de la lucha política en los múltiples y diferenciados escenarios del espacio público y la sociedad civil, así como la ampliación de un concepto de cultura que contiene, supera y modifica lo que en la tradición humanística de Occidente se entendía globalmente por Cultura, ser culto desde las nociones de bellas artes y bellas letras, y la posesión de un refinamiento de la sensibilidad en el contexto autorreflexivo de una subjetividad  íntegra. Desde luego, desde esta misma tradición humanística, pero asentada y modificada en otro suelo, en el mismo paisaje pero apuntando en otro sentido, no porque se estuviere en la retaguardia, sino porque la mira del fusil tenía un lente de una calidad diferente a los de la tradición guerrera del Occidente; emergió una visión de que la cultura era el campo propicio para generar no un refinamiento, sino para producir libertad. Sólo accedemos a ese espacio deseado y necesario de libertad individual y colectiva, si llegamos a ser cultos. Pero, in concreto, las condiciones de posibilidad para la libertad individual y colectiva, que ciertamente es la misma libertad con la correspondiente especificidad que le compete a ellas en su relación orgánica, están en la capacidad de lograr una autonomía individual y colectiva: a través de una educación para la libertad y una práctica democrática de la política.
Esto sólo podemos hacerlo si partimos de que el otro, el otro hombre, no es un mero objeto de conocimiento, una herramienta que nosotros seleccionamos según el principio del libre albedrío en el inventario siempre conciliado de la Historia. Esto puede ocurrir cuando tomamos como punto de partido las fracturas, las tensiones, las relaciones de forcejeo entre convicciones nunca consensuadas y conflictos nunca terminados, las carnosidades y texturas de los elementos que se producen en la historia.
La praxis hermenéutica se convierte a un pragmatismo sin causa, o simplemente con visión unilateral de la causalidad y de la realidad misma, si privilegia una perspectiva utilitarista y realiza un beneficio de inventario donde lo que, en primera y en toda instancia, se incorpora de nuevo es un régimen parcelario y fiduciario en el que se reproduce la dramaturgia colonial de la historia: el otro es olvidado, su historia obliterada y su escritura borrada. Tenemos entonces que partir de una hermenéutica profunda y solidaria, donde se admita no sólo el cuestionamiento, sino también una salida hacia el otro hombre:

(…) Como si la humanidad fuera un género que admite al interior de su espacio lógico -de su extensión- una ruptura absoluta, como si yendo hacia el otro hombre, se trascendiera lo humano hacia la utopía. Como si la utopía fuera no el sueño o el precio de una errancia maldita, sino la claridad donde el hombre se muestra.[2]

Siempre que se habla sobre Walter Benjamin se debe partir de varios presupuestos epistemológicos que permitan una comprensión de su pensamiento. No sólo en una época de renovación de la tradición marxista en el seno de las investigaciones sociales realizadas por el Instituto para Investigaciones Sociales, sino también en una época signada  por el desarrollo de interrogantes que ponían en vilo nuevamente la metafísica, la teología y la filosofía de la historia. La pregunta por el sentido de la historia a la luz de la conciencia histórica de la modernidad y la fundamentación de un modo de hablar de lo divino[3] constituían preguntas que se daban en círculos, escuelas y cafés de la Europa de entreguerras. No era más que la pregunta que acusaba la conciencia global de una época embargada entre la posibilidad de la guerra permanente, la crisis de la democracia parlamentaria, las convulsiones en el reordenamiento del sistema global a partir de la Revolución Socialista de Octubre y el ascenso de Estados Unidos como imperio utópico- cultural y sistema efectivo del liberalismo democrático en la primera mitad del siglo XX.
El devenir histórico- cultural que sobrevino a estas interrogantes preparó la constelación postmetafísica en la que se ubicó el pensamiento filosófico al término de la Segunda Guerra Mundial. Mientras esto ocurría en Europa, obviamente, en un proceso de redefinición de su propia identidad cultural como región, bajo la experiencia de una crisis profundísima de los fundamentos metafísicos en los que se soportaba la ciencia y la filosofía occidental, la esperanza de sobrevivir al espanto de la guerra, a la anarquía de los valores nunca cuestionados y al horror del fascismo; nosotros, los americanos, intentábamos buscar y formar nuestra identidad, configurarla más allá de la extrañeza que ya los antropólogos y pintores habían imaginado en sus investigaciones doctorales y sus lienzos trashumantes. En ese momento ya habíamos concebido un patrimonio propio, una raza telúrica con firmes raíces, y hasta una vanguardia que volviera a construir nuestras naciones sobre las columnas de una historia vivida.
El ángel de la historia ya pertenece a esta constelación en el que la filosofía como metafísica asiste a su final, a su acabamiento[4]. Junto a Martin Heidegger llevó a cabo una de las críticas más sólidas al modo en que Occidente interpretaba su propio proyecto sociocultural a través de una concepción enfática de la técnica. Por caminos y propósitos muy diferentes llevan a un cuestionamiento de la razón científico- tecnológica y la racionalidad metafísica dando paso a una reinterpretación de la tradición judía y la tradición helénica como fundamentos de la cultura occidental. Al mismo tiempo que se reactualizaban en tales escrituras un cúmulo de problemáticas sostenidas y desarrolladas inicialmente en el pensamiento de finales del siglo XVIII y todo el siglo XIX. 
Estas problemáticas surgieron y se desarrollaron en combate y afiliación con otras discusiones y cubriendo el espectro amplísimo de toda una realidad social que por todas sus estructuras anunciaban el colapso de la imagen ilustrada de la modernidad. El momento de construcción del proyecto de investigación más importante de Benjamin, en tanto está precisamente buscando su génesis y estructura a partir de una fenomenología de la experiencia cultural.
Nosotros aquí vamos a comenzar con la discusión de algunas tesis de Walter Benjamin sobre el arte, la cultura y la historia. Benjamin aparece siempre en las reseñas, las publicaciones y en los textos de ciencias sociales como crítico literario[5], quizás por evitarle la gravedad que legitima a los metafísicos y cognoscentes, o por hacerle justicia a las consideraciones que Benjamin se guardaba para sí. Aquí se piensa como un antropólogo en su propia patria, o en la patria europea si se quiere, lo que le aseguró el fracaso en su propia tierra y que sus tesis esbozadas en el año de su muerte (1940) constituyan un testamento político del estado de emergencia en el que Europa (y el mundo con ella) cargaba con medio milenio de una cultura trasvasada por la barbarie.
Para Walter Benjamin, el proceso de modernización occidental se expresa en la mercancía como una imagen dialéctica. En su relación intrínseca con el pensamiento de Karl Marx percibe en la mercancía, el núcleo esencial de la modernidad: pero entonces ya no es una categoría que apunta críticamente todo el proceso económico de la sociedad capitalista como un proceso ideológico de aseguramiento del dominio de clase y producción y reproducción del mundo burgués. Ahora comparece como alegoría de la modernidad en tanto proceso de reproducción ampliada de una sociedad secularizada.
La mercancía como fetiche, constituye entonces la piedra de toque para el análisis crítico de la sociedad; a partir de la cual se comprende la voluntad política de una sociedad basada en una dialéctica implacable de producción y consumo. Aquí la evolución social comprende al hombre moviéndose sesgadamente entre estructuras que no lo conciben como una totalidad vital, sino que lo realizan como membra disjecta.
Una mónada tan expansiva que explicaba el misterio de la envidia y la codicia, sacaba a los hombres de su moralina y de su mala conciencia a la luz de una hybris en la que todos podíamos ser culpables; desde luego unos más que otros. Era el nuevo espejo en el que el mundo podía contemplar su miseria y su riqueza, la unidad trascendental en la que el mundo se reconocía ante una nueva sensibilidad y una nueva exigencia: ser un excelente consumidor de vanidades, ser una pieza de la máquina del capital. El sentir de que «todo lo sólido se desvanece en el aire»: el desterramiento y el desgarramiento de hombres y mujeres que a lo largo de todo el orbe se enfrentaban a un nuevo eón: el mundo del espíritu precipitado en la lógica del intercambio y en una materialidad que asumía la dimensión trágica de la existencia histórica: ella en su consistencia dinámica expurgaba los males del mundo.
La culpabilidad, la mala voluntad de la competencia y la mala conciencia del resentimiento eran generadas por el pecado; pero en este sentido no se experimentaba tanto un alejamiento de Dios, como un acercamiento –o fijación- a la materialidad no transformada del mundo histórico. El pecado original[6] había provocado una nueva escisión en el mundo. La materia –categoría abstracta que se historiza en la naturaleza- todavía estaba en el atolladero de la conciencia mítica y las manualidades,  y conservaba esta ductilidad que perpetuaba a la conciencia en el jardín de las delicias.
Ella en sí misma poseía una inteligibilidad insospechada; y sólo una industria que efectuara la liturgia secular del cosmos, una criba policial que acechara la malicia perniciosa del poder y una voluntad mesiánica que irrumpiera sobre el mundo histórico de lo pasado,  podía hacerla cada vez más transparente. El fetichismo de la inmanencia histórica llegaba a su paroxismo sobre la base de la crítica más radical del fetichismo de la trascendencia. Sólo este paroxismo podía convertirse en una herramienta funcional y programáticamente redentora bajo la convicción de una secularidad constitutiva del mundo, bajo la convicción profunda de que Dios realmente había muerto. Pero el problema no se centraba al parecer tanto en la viscosidad y ductilidad de la materia, sino en su impacto sobre la conciencia.
La conciencia, como siempre tan próxima a doblarse, a duplicarse, creó un nuevo complejo espiritual que había vertido toda la sustancia ética del ascetismo místico en los recipientes pulcros de una racionalidad mental eficaz y una concepción austera de la vida cotidiana. La doble conciencia era entonces la vibración compulsiva de una conciencia intranquila, próxima a la desventura más que al diálogo. Ella se basaba en que alguien -la Otredad próxima a ser Objeto, objeto de codicia- tendría que vivir con la mala conciencia de ser un perdedor nato y un fracasado, con una identidad perdida en sus fiestas y sus risas; mientras el Sujeto –alguien próximo a la Identidad- viviría en una felicidad postergada, segura y circunspecta.
Ah!, la doble conciencia y la identidad; el cuerpo alterado sobre la artesa de los nuevos útiles, la conciencia del error y de la culpa conquistando nuevas certidumbres y nuevas justificaciones. Aquí la identidad no se esbozaba ya como un supuesto que sólo puede tematizar al sujeto extra-europeo bajo la mirada fríamente compasiva del antropólogo; era ya algo más profundo en su compostura, asociada a la producción y a la perversión de las cosas a través de la concentración y el mimetismo. El movimiento de la doble conciencia es infinito, condición de posibilidad para el reconocimiento de la identidad y la diferencia  entre los sujetos, al tiempo que matriz para que este reconocimiento intersubjetivo esté sesgado muchas veces por relaciones de simulación y dominación, que no permite un diálogo basado en la reciprocidad, la armonía y el respeto. En Meridiana, de Alice Walker, aparece la voz de un patriarca afroamericano, que tiene la des-dicha de ser propietario de las tierras baldías de los indios excluidos interrogando a su hija sobre la condición del subalterno.
Lo importante en el desarrollo de la problemática marxiana es señalar el sentido alegórico que va a cobrar la mercancía para un científico del siglo XIX, y la relación que va a tender entre realidad metafísica y realidad social para desentrañar un fetiche en su propia tierra, el modo en que cobra vida y anima toda una sociedad; imprimiendo nuevas formas de producción y representación: creando un nuevo imaginario. Para Marx, en el que estaba muy clara la trascendencia que podría tener para declarar un estado de excepción a nivel de estado la emergencia de un espectro entre los vivos, el problema de la cultura emergente en la constelación decimonónica europea se estaba redefiniendo en ese microcosmos complejo en su configuración axiológica y temporal.
La mercancía, entonces, proporcionaba un tejido en el que misteriosamente se jugaba con el tiempo vital en el que alguna vez hubiésemos sido verdaderamente felices y se invertían las relaciones con las que se comprendía el mundo moral y espiritual del hombre. El reino de la coseidad proclamaba el imperio del tener y la reificación absoluta de lo real (el hombre incluido) se convertía en el programa de la acción del capital. Nos embargaba en un mundo artificial, pero nada inocente; lleno de fuerzas demoníacas invisibles escondidas en la mala voluntad de la competencia, en los pliegues escriturados de los títulos de propiedad y en el fatídico destino de nuestra constitución social diferida.
A primera vista, parece como si las mercancías fuesen objetos evidentes y triviales. Pero analizándolas, vemos que son objetos muy intrincados, llenos de sutilezas metafísicas y de resabios teológicos. Ahora la cosa misma se vuelve impenetrable, ella misma todo el tiempo se oculta a través de un revestimiento otorgado por los poderes fácticos de una mentalidad engañosa, sutil y providencial. El poder de que las cosas aparezcan ante nosotros como bienes simbólicos cuya apertura no consiste en la fragancia matinal de una rosa, sino en una arrogancia tal que puede convertir todo lujo en una necesidad imperiosa. Ir hacia ellas, con la confianza del sabio es una quimera, ella sólo reclama la presencia del señor, y sólo se reconcilia a sí misma cuando convierte al señor en siervo. La única transparencia que exhala es la de la pared cristalina de las vitrinas y la lisura de los maniquíes.

Este ensayo no precisa más que los otros que han venido y vendrán en este libro: una invitación al pensamiento, un punto de partida para la vida, una incitación a la reflexión sobre determinadas líneas que aparecen ante nosotros, y muchas veces siquiera la prestamos la mínima atención. De hecho, vamos a comenzar por aquello que sin más llamamos atención; y que causa la misma impresión en el cuerpo que cuando alguien –de improviso- nos levanta de un sueño: hay sin dudas un vínculo muy estrecho entre la atención y el despertar. Son dos constelaciones de la experiencia del sujeto que necesitan una y otras vez de la revisión histórica, de la reflexión fenomenológica. En primera instancia porque al decir de Freud pueden ser resortes o vestigios del malestar de la cultura, pero prefiero pensar al igual que Benjamin que son fuerzas alegóricas para una cultura de la emancipación. Que aún fijándonos en detalles imprecisos y minúsculos de la vida, podemos caer en la cuenta de la complejidad de la existencia histórica, y conseguir puntos de partida para reiniciar una autocomprensión de lo humano que haga saltar nuestra pequeña existencia por encima de la miseria cotidiana y apropiarnos de nosotros mismos. También este ensayo no es más que un pretexto para articular conceptos históricos vitales como Cultura, Tradición e Historia. Sencillamente, pido un poco de atención.  
La atención que exigen determinados acontecimientos de urgencia política[7] en nuestra vida cotidiana, está suscitada no sólo por el grado de autoconciencia que un sujeto tenga de su lugar en el mundo. De hecho, eso solo llega a la vuelta de haber captado la dinámica en que se desenvuelve el mundo en el cual uno se encuentra. Cuando la conciencia sensible, las intuiciones, las percepciones de la misma realidad, han cobrado cuerpo en la conciencia de un modo racionalmente discursivo. Entonces ya nos hemos formado una idea del mundo, una cosmovisión, tenemos un discurso propio con argumentaciones racionales que justifican las causas de los hechos; los acontecimientos dejan de hablar pos sí mismos, para ser interpretados por nosotros mismos.
Pero no hay garantía alguna en que la atención sea un estado de percepción lineal que se active en cualquier sujeto con la mínima variación de la realidad circundante. No se trata de un estímulo de la realidad; se trata de las posibilidades del sujeto para animarse en el mundo social para interesarse en algún sentido por aquello que acontece en la historia. La atención está mediada por múltiples factores desde las condiciones culturales hasta las mediáticas, y todos pueden aportar en las posibilidades de que el sujeto salga al encuentro de lo que sucede en el espacio de la cultura y de la política.
La atención sólo sería posible si se desgarrase la cortina plomiza de una interioridad que socava la posibilidad de movernos en la escena de la historia. Una escena mil veces interrumpida y burlada, por las veleidades y murmuraciones que hacen que nuestra atómica individualidad siempre se doble –doblez radical en la que se producen las relaciones de exterioridad en el mundo: es el momento de la epifanía[8]. Como quien se encuentra en una encrucijada; en una zona de confluencias, amparado bajo las aguas que alivian el peso de la historia.
Esta atención sólo puede estar acusada cuando se rasga el velo metafísico, al decir de Marx- tendido entre la vida doméstica –economía de la existencia histórica por excelencia- y la vida política del ser en el mundo. Allí donde lo social aparece como horizonte, al tiempo que mosaico, en la que la totalidad misma se fragmenta, se divisa y comparece de algún modo para el sujeto como mundo histórico; como un estar en este mundo.
Pero ¿dónde podría radicar esta expedición del sí mismo, esta alteración de nuestra existencia, en la que de pronto despertamos de nuestros sueños y fantasías, y comenzamos una acción y actuación en la historia en la que ese espacio existencial de interioridad, sin perder consistencia, se opaca y dobla bajo una máscara que cubre nuestro rostro para no borrarlo, para no lastimarlo? Como una resistencia que se produce ante una vida que aún se ausenta, una plenitud no alcanzada, una promesa hecha de cal y canto; de cuerpo y resonancia en el alto cielo del espíritu.
Esta atención es una reclamación; allí la vida se reconoce como un cuerpo vibrante y sentiente, levitando y habitando en un cosmos no resuelto, bajo una terca inquietud. Suspendida la existencia en la quemante urgencia de tener que vivir minuto a minuto; en la excedencia de un tiempo que nunca nos perteneció, pero que necesitamos a fuerza de vivir de nuevo y de otro modo. La atención, como condición sensible-cognitiva para el conocimiento de las cosas, desde la escucha y la lectura, procede como inquietud. Tal expectación, que abre un tiempo siempre nuevo para el ser pensante, produce la maravilla de las maravillas. Y convierte a nuestro sujeto interior en experiencia que desea significar el mundo desde la duda y la meditación. Ella, pues, procede como el rumiar de una vaca de cuatro estómagos y el hurgar de un topo.
Para quien se interroga por el sentido y el poder de las cosas desde sus maneras más sencillas, pero desde una perspectiva en profundidad –y en lo hondo de aquellas cosas que procura y les preocupa-, pudiera experimentar entonces lo que en la tradición rabínica hebrea se nombra con el cavar: la penetración cada vez más honda en el espacio dinámico de la totalidad concreta, que interroga a la existencia bajo un cuestionamiento radical de nuestra condición y situación en el mundo. Un penetrar allí donde las grietas abran una ruta para encontrar los manantiales que aún fluyen en el subsuelo de la historia, una excavación donde a los muertos se le abrirán los sepulcros y sus palabras serán expuestas en la escena de la historia.
Un cavar que exige pensarse desde la mística cabalística, en la cual el concepto mismo de tradición –como recibir, donde la recepción es ya actividad vital por excelencia- comienza a mostrarse en su contenido de verdad. Ella aquí puede ser apropiada desde una perspectiva crítica, en tanto que la señala como un movimiento de dentro hacia fuera sobre la base de la historicidad de una praxis vital rectificable. Supone comprender el mundo histórico en su total dinamismo, la cultura misma emplazada como mina y horizonte. Pero no como una mina- depósito en la que se sacarán tesoros y botines al modo del geólogo al concebir los hechos culturales como yacimientos.
Es el penetrar en profundidad del pensamiento que aparece en las alegorías socráticas del torpedo, la comadrona y el insoportable tábano, que también figura imaginativamente en el tropo shakesperiano en el que se articula la figura espectral de la sombra paterna de un pretérito que se resiste a ser preterido, con la figura subterránea del topo que mina el presente histórico con el reclamo de justicia ante el crimen cometido: ¡Bien has escarbado, viejo topo!... Pero ¿cómo  puedes taladrar con tal prontitud los senos de la tierra diestro minador?[9] La exclamación hamletiana escucha la voz de aquel que ha vuelto de las sombras para redimir los escombros que han quedado de una realidad truncada.
El cavar se convierte en una cifra alegórica que también atraviesa el pensamiento hegeliano y marxiano -y el horizonte de tradiciones que abren tales epistemes cosmovisivas en las últimas dos centurias- bajo la figura inquisitiva, laboriosa y diestra del topo hamletiano. En un principio, es el Espíritu del Mundo hegeliano, en el que la filosofía como saber busca incesantemente la reconciliación del pensamiento con la vida que se ausenta; la autoconciliación del espíritu esforzándose y marchando hacia un mundo que se hace cada vez más concreto. Hegel dice en sus Lecciones de historia de la filosofía:
Lo que nuestra mirada abarca rápidamente en el recuerdo, tardó largos siglos en realizarse. En la realidad, el concepto del espíritu aspira  a una evolución totalmente concreta, a plasmarse en una existencia externa, en toda su riqueza, a desarrollar esta y a brotar de ella. Avanza sin cesar, pues sólo el espíritu es progreso. A veces, parece como si se perdiese y olvidase; pero, contraponiéndose interiormente, se desarrolla sin cesar interiormente -como Hamlet dice del espíritu de su padre: “¡Bien has trabajado, inteligente topo!-“, hasta que, por fin, fortalecido dentro de sí, rompe la corteza terrestre que la separaba de su sol, de su concepto. Es estas épocas en que la corteza terrestre se desmorona como un edificio podrido y sin alma, y el espíritu se  revela revestido de nueva juventud, calza las botas de las siete leguas.[10]
El canon de la dialéctica hegeliana pensado desde este tropo, nos trasladaría hacia un paisaje en el que las Ideas se autoconcilian a través de una magia sintética en el que la mise en scene del mundo es ya su propio corolario plausiblemente resuelto por un espíritu inteligente. El canon reza de este modo: todo lo racional es real y todo lo real es racional. La dialéctica especulativa como movimiento real y método racional del espíritu emplazado en la historia conceptúa su pretensión de realización en el hecho de que la contradicción ilumina, el concepto consuma la existencia y el cielo brilla en la especulación de las antítesis: estas conquistan un nuevo porvenir para la historia. Una dialéctica triunfal que pierde de vista en la brillantez de los ojos de Minerva, la negatividad de un mundo que ha sido excluido de un emplazamiento en la existencia histórica, de una multitud que ha quedado obliterada en el muladar de la Historia.
Pero estaríamos allí en la constelación luminosa y aséptica en la que sólo Dios se angustia porque su Luz no llega a todos los hombres de este mundo, victoria confirmada del gnosticismo y sus secuelas: el escepticismo y el agnosticismo. En el devenir fenomenológico del espíritu que piensa el mundo como historia de las Ideas, sólo un proceso de encarnación y dramatización –descongelando tanto orgullo y optimismo asumido por el Espíritu del Mundo- nos exiliaría del espacio uránico hacia el mundo onírico en el que lo fantasmal y lo ficcional, constituyen también los instantes de absolución de una realidad escindida. La actualización de tales instantes en el momento del despertar vivifica la historia del mundo no como un mundo meramente inteligente, sino como historia sufriente que ha caído en el fracaso. Haría falta una visión más escrutadora y sospechosa, una mirada más intensiva y patética, que perciba las intenciones ocultas de la historia al mismo tiempo que haga hablar a los acontecimientos que enmudecieron una y otra vez bajo la mira petrificante y cegadora del búho de Minerva.
Sería precisa una visión menos empática y glorificante, en la que los acontecimientos ya no se contemplarían como los triunfos del espíritu cosechados en el mundo de las Ideas, una visión menos expansiva y velocípeda. Es decir, el régimen de la percepción condiciona el modo de conocer. Si nuestra mirada no es capaz de inclinarse hacia lo grande y lo pequeño con el mismo espíritu de búsqueda e interés, continuará reproduciendo una lógica de pensamiento dominada por el monumento. Una mirada omniabarcante, cuya meta es el descubrimiento de una historicidad progresiva del espíritu en la plasmación concreta de las formas, muchas veces no se detiene ni padece el objeto de su mirada. Su avance no se da más que en la progresión geométrica de un espíritu victorioso, que ha vencido al mundo con su aplastante, inequívoca y odiseica astucia. Para Hegel, la recordación no es sino un acto del Espíritu a propósito de su cumplimiento, una rememoración sintética que descubre las figuras de la conciencia a posteriori: el camino hacia la madurez de un sujeto que siempre ha tenido la posibilidad de renacer y crecer gracias a la resurrección. Pero hay un momento que persiste en el brillo de esta mirada arqueológica, que unifica las piedras esparcidas de una civilización perdida, mas sólo para comprenderla como unidad monumental y homogénea en sí misma.
La ardua tarea de pensar solamente se hace justicia a sí misma si lleva sobre su consideración el cuerpo raquítico de la humanidad fisurada; si es capaz de dignificarlo, pero no en el esplendor de una interioridad cultivada bajo el signo de un espiritualismo o un intelectualismo cansino y acomodaticio; sino bajo la conciencia de que esperanza significa en primera instancia, resurrección del cuerpo y de la cosa, más acá del despertar del alma. El temor de la hecatombe que a cada momento nos acecha, en sus miles de formas sutiles y despiadadas, y frente a la cual no hemos creado los suficientes poderes para contrarrestarla en los límites de nuestra condición mortal, se multiplica en la misma medida que el pensamiento asiste cada día a su propia humillación.
La desesperación es la válvula con la que el pensamiento deserta de su elemento, y allí el cuerpo no sólo se raquitiza, se consume, si no muere en vida. ¿Cómo es posible, entonces, hablar de un constelación utópica que logra su despliegue y espacio realizativo en el reino de este mundo, en lo Real? ¿Que noción de felicidad se vislumbra en nuestra existencia, con la proximidad que exige el Otro (los otros), y en la ausencia de toda guerra y resentimiento?
El pensamiento aparece no sólo como exigencia ante el cometido de una vida que se ausenta; sino también para evitar la sombra que se despliega bajo la cortina plomiza de centurias que aparecen ante nosotros con su invisible hechizo. Las incrustaciones de la violencia más burda y de la guerra más sutil que se le puede hacer al hombre inocente, radican en el espacio obturado y obliterado de su inconsciente histórico- cultural colectivo: el silencio y la bruma cubren ese espacio. Sin embargo la inocencia no es un estado indiferenciado en que se encuentra la persona, sino que aquí se piensa como el rostro utópico de un pasado revocable, que clama por hacer justicia a sus interrupciones y distopías. No es la candidez panglossiana que paraliza la historia, sino la inocencia como reclamo de justicia. La inocencia no se opone a la culpabilidad, sino que es el resguardo y el rostro auténtico de lamentación que la humanidad tiene para luchar contra el crimen, contra la impunidad, que ya es crimen.
El pensar, contenido secular y objetivo de la filosofía, parte del impulso por intuir y concebir una existencia que salte la materialidad absolutamente inerte y empezar a vivir como sujeto vivo en la historia cultural. Consiste en tener juicio autónomo, como el paseante que reconfigura el trazado de una ciudad que no se reconoce a sí misma. Tiene una implicación profunda en la existencia social del sujeto histórico, en tanto que los contenidos se proyectan sobre la praxis, en tanto que acepta la humilde condición de su docta ignorantia y su potencial existencial y político como autoconciencia práctica. En la que se ubica no sólo en el horizonte de la concreción como espacio realizativo de la praxis intrahistórica, sino también en el de la redención. 
El pensamiento es una tarea y una responsabilidad global, constituye un esfuerzo que se ejerce en el horizonte de la autoconciencia práctica y vinculante de todos los hombres. La sobresaturación que se puede notar en todos los ámbitos de la sociedad contemporánea respecto de la unidad de teoría y la praxis en su solidaridad dialéctica, se bifurca y confunde en los espacios de la alta teoría y el pragmatismo que se desarrolla en la comunidad académica. La condición de gran parte de la teoría social contemporánea evidencia su situación de crisis en la desconexión de un debate esotérico pujante e histérico con la realidad histórica de miles de millones de sujetos históricos; donde los conceptos y los problemas conceptuales no emergen de una praxis social discutida críticamente, sino que padece la enfermedad del nicho y la intolerancia. El pragmatismo consiste en la negación del pensamiento crítico; pues el pensamiento que reflexiona la práctica social ya es prescindible. Pero esto no concluye aquí, ambas posiciones, que no se contraponen sino que ambas configuran las caras de la misma moneda, se basan en presupuestos peculiarmente producidos y establecidos como norma de vida en la sociedad contemporánea y, cuyas condiciones de posibilidad se remontan también a los principios constitutivos de la modernidad.
La unidad inquebrantable y solidaria de teoría y praxis que constituye la condición de posibilidad para una subjetividad solidaria y orgánica, enriquecida en el espacio de la praxis social concerniente a una totalidad vinculante de un mundo en transformación, ha sido resquebrajada bajo esta sobresaturación. Es la histeria de la historia.
En este instante y en este lugar, en el hic et nunc que siempre reclama un presente verdaderamente histórico, sólo podemos sostener, en favor de una existencia auténticamente lograda, un pensamiento como el que reclama Adorno de cara a un mundo desesperanzado. Se trata de un pensar que no se envanece en el mundo de la instrucción más letrada y el concierto continuo de un universo autorreferencial donde no existe conexión histórica con las múltiples subjetividades, sino que en todo caso perciba su desconcierto con la realidad estatuida. Como no advierte Levinas: La esencia crítica de la razón no consiste en asegurar al hombre fundamentos y poderes, sino en cuestionarlo e invitarlo a la justicia.[11] El único saber que hoy se puede ejercer y practicar frente a todo un horizonte de escepticismo, desconfianza, decepción y resentimiento es aquel que procede hacia una praxis liberadora.
¿Quién dice hoy que la esperanza puede ser la fuerza motriz de la historia? ¿Qué significa esto, a estas alturas de la Historia? Interrogante que sorprendería hoy más que nunca a los que desde una postura afirmativa niegan la utopía, niegan su poder recuperativo y proyectivo, así mismo el poder de la historia como la historia de las posibilidades. A estos al parecer siquiera hacer la pregunta le da vértigo, sobre todo con lo que se ha ganado en el propio campo de batalla de la historia -que es mucho por cierto-. Frente a la desesperanza suscitada por las lenguas temblorosas que hoy marginan cualquier posibilidad para un pensamiento que vislumbre la redención desde el horizonte de la utopía, puesto que la utopía ha sido condenada como ficción, es preciso la constitución de un saber emancipatorio en posesión de un sujeto de saber.. Sería el intento de contemplar  las cosas como ellas se verían desde el punto de la redención. El conocimiento no tiene otra luz que aquella que arroja la salvación sobre el mundo. Lo cual incluye la posibilidad del fracaso y la humildad de no encontrarse en un momento determinado a ninguna altura civilizatoria de la historia.
La esperanza, en vistas de un mundo histórico en crisis y de la catástrofe que aparece como fuerza jalonante en la historia, no puede ser más que el imperativo de nuestra razón práctica, y de toda razón existencial por la que vivimos. Si Kant hizo bien en suspender la carga de las ideas especulativas y regulativas en la esfera de la razón práctica, pecó en suspender al mismo tiempo ésta en un imperativo categórico moral, que neutraliza al sujeto encarnado que vive en el corpus de una cultura, en la interioridad más íntima y en la pasividad y deseabilidad que le confiere su persistencia y arrogancia de continuar la vida, en el cuerpo materializado de su psique estructurada y condicionada como sensibilidad. La esperanza como el topos en que reside nuestra noción de redención como felicidad, es lucha contra la desesperación, la desesperanza y la ilusión; contra el peligro de cosificar la propia noción de redención que vibra en nuestra existencia como duda y como deuda. También consiste en tener el tino de saber que es lo que no podemos esperar, y la valentía para que lo inesperado no se precipite en el embudo de la adivinanza y el cálculo planificado.
La esperanza, como expresa el filósofo de la liberación, Paulo Freire, radica en la inconclusión de los hombres; constituye un punto de partida, no un punto de llegada. No es esperar en un banco, a que las cosas caigan del cielo, posición anodina, antidialéctica y, por tanto, antihistórica. Es el punto de partida siempre actuante desde el cual nuestra existencia se situaría en una comprensión peculiar de lo histórico. Esta comprensión se hace efectiva sólo desde una noción de futuro que esté agarrada en la esperanza y, al mismo tiempo, constituya anticipación de la utopía como momento de jalonamiento de lo real que hace que el presente no sea lo actual normalizado y garantizado por una condición temporal de la historia figurada en el fatal precipitado del reloj solar.
La esperanza aplaza porque espera, no desplaza porque ante todo significa lucha. Frente a la historia hecha cosa, y su desesperante inutilidad porque ha dejado de significar, se aplaza una y otra vez el momento de la muerte.
En Esperando a Godot, Vladimiro y Estragon, emprenden una espera en el horizonte de un mundo dominado por el absurdo.  De hecho el absurdo se percibe en el sin-sentido de la espera, la espera de un ser que quizás no existe, pero, que si viene ¨nos habremos salvado¨. Sin embargo, para ellos, el nihilismo como ausencia de un mundo con sentido, no implica una ausencia absoluta, sino precisamente señala el momento de descalabro en el que acontece la crisis de sentido, explícita en la posibilidad siempre abierta del suicidio (simbólico o real), y en la economía minimalista propia de la dramaturgia beckettiana.
El nihilismo acontece aquí como mala finitud en el hastío de una existencia que agoniza en el momento de la decisión: porque la libertad ya no es un concepto operativo para la vida, pero aun así, la acción misma estremece al sinsentido: la espera también puede tener un sentido.
Vladimiro, ante la situación de caída inminente de Pozzo, le exclama –y le reclama- a Estragon:
¨No perdamos tiempo en discusiones inútiles. Hagamos algo, ahora que se nos presenta la ocasión. No siempre nos necesitan. La verdad es que no se nos necesita. Otros lo harían igual que nosotros, si no mejor. La llamada que acabamos de escuchar va dirigida a toda la Humanidad. Pero en este lugar, en este momento, nosotros somos la Humanidad. Aprovechemos la ocasión antes que sea tarde. Representemos dignamente por una vez la escoria en que la desgracia nos ha sumido. ¿Qué te parece?¨[12]
El punto de vista de la redención no se articula en una pura subjetividad tan suelta como una hoja en el viento, ni en una densa objetividad que yace impasible ante nuestros ojos: es una responsabilidad integral que nos remite a un horizonte de globalidad. El intento que realice el pensamiento desde este punto de partida, de posicionamiento, semeja a la aparición de Jesús entre los judíos con la fe de un hombre inspirado por Dios. Apareció públicamente de modo inusitado y cortante, con plena autonomía y absolutamente inesperado: el mundo delante de él  era en su mirada tal como debió ser después de la transformación y la primera relación que entabló con ese mundo fue intimarlo a que cambiara. La praxis histórica concebida en una mirada ligada a una relación de apropiación crítica a favor de la transformación de la realidad es la piedra de toque del escándalo de la revolución. La aparición pública de Jesús entre los judíos es el acontecimiento mesiánico por excelencia; constituye la gran epifanía en que Dios se muestra en la plenitud de los tiempos. Pudiera verse como el escándalo público más insoportable de la historia; el Hijo del Hombre aparece como Encarnación de Dios para dar testimonio del Espíritu en la escena intrahistórica de un mundo necesitado de redención: el escándalo del logos encarnado. La verdad como esencia de la libertad acontece desde entonces como testimonio del Espíritu.
¿Se puede pensar un concepto del espíritu, sin caer en los istmos filosofantes y seudopolitizados, es decir, un concepto vivo en el marco de una historia secular que nos compete a todos nosotros? ¿Cómo comprender que sólo el impulso de la trascendencia que nos abre un horizonte de eticidad para un sujeto vinculante y constituyente puede dignificar el pensamiento como una praxis que se realiza bajo el cielo de la historia? ¿Cómo entender ese llamado escatológico de Pablo de Tarso en Colosenses de la redención de todas las cosas, de la resurrección universal de los muertos? La Resurrección como el Gran Tiempo que significa la imposibilidad de la aniquilación y de la desaparición; y que lucharía contra toda desesperación.
El impulso de la trascendencia viene a ser una idea constitutiva de la razón práctica, esto es, una exigencia básica de nuestro tiempo, en tanto que plantea la misma interrogante que acusa el nihilismo como espíritu de nuestro siglo y que esboza el teólogo judío, Franz Rosenzweig, en La estrella de la redención: ¿Cómo el mundo puede ser contingente, si no me queda más remedio que pensarlo como necesario?[13] Este impulso es el mismo que convoca Adorno en su Teoría estética al dilucidar desde una hermenéutica filosófica de la reconciliación una totalidad cultural que resucite a los muertos. El impulso práctico de la trascendencia nos hace pensar en una dialéctica orgánica de inmanencia- trascendencia que, sostenida en la experiencia de la subjetividad, sólo puede demandar una concepción de la historia con un interés esencialmente emancipatorio. Nos dice Adorno:
Toda conciencia que se dedique a hacer el inventario del pasado artístico es falsa. Sólo cuando la humanidad esté liberada y reconciliada podrá contemplar quizá el arte del pasado sin avergonzarse, sin que en esa contemplación haya un mal deseo de venganza contra el arte contemporáneo, y sea una auténtica satisfacción dada a los muertos. […] El decurso histórico, aun en lo que se refiere a las obras de mayor significado, tiene que ser cepillado a contrapelo, como dijo Benjamin; y nadie puede decir que algo importante fue aniquilado en la historia del arte o tan profundamente olvidado que no pueda ser encontrado de nuevo, ni tan calumniado que no pueda volver a interpelarnos: si bien el poder de la realidad histórica soporta con dificultad las revisiones aunque sean espirituales[14].
La lucidez y la indiferencia, como expresara Emmanuel Levinas en su libro Totalidad e infinito, son los móviles con los que la justicia descubre, como un hecho trascendental e irrecusable, el descaro de la guerra y la inevitabilidad de la muerte. De hecho, la guerra misma se presenta ante el rostro de lo humano en toda su neutralidad como imposición del imperio de una conciencia obcecada, donde hay ausencia de lucidez y no existe posibilidad de ser más o menos indiferente, aunque se la pidamos a Dios. La catástrofe, como la señal irremisible de una realidad que no optimiza los poderes de la historia, acontece en el momento de la fragmentación y el pesimismo. La catástrofe es el rostro inverso de la guerra, en el que reluce el mundo histórico en un estado global de crisis y de decadencia, pero que reivindica el grito profético de la paz bajo la señal de una humanidad redimida.
Hoy, cualquier meditación que realicemos respecto al pasado, sea este tan remoto como las cuevas de Altamira, o tan reciente como la caída del Muro de Berlín o de la Torres Gemelas entraña el concepto de la historia y, por tanto, el modo de habernos con ella. Y una meditación en la historia, implica ya la capacidad de cuestionarnos cómo asumiremos ese pasado, cómo estableceremos ese diálogo permanentemente abierto que se da entre mundos recién descubiertos, con civilizaciones a las que se les ha pulido con el Cepillo de la Historia, o se les ha ocultado bajo las piedras de nuevas construcciones. Entraña la posibilidad de encontrar linajes y castillos a lo largo de toda una singladura; sus leyendas y ruinas que acechan cada momento del presente; como quien quisiera escuchar de nuevo hablar a los muertos. Esta es la meditación que exige nuestro aquí y ahora; como si la historia fuera el campo expandido de lo posible y lo probable. Más bien considerándola una ciencia del presente, que pretende ser no mera presencia sino recuperación y reconstrucción.
Es tan importante contemplar la hermosura y grandeza de los tiempos dorados, pero solo meritorio si al mismo tiempo nos detenemos frente a los infinitos detalles que aparecen como síntomas de la caducidad en la visión histórica. Sin dudas, lo menos que se puede sentir en una época como la nuestra es el arduo pero largo camino que se ha recorrido; como quien puede torcer el cuello y mirar en lontananza con la certeza de que gracias a una mirada de larga distancia podrá divisar el paisaje de los tiempos recientes y remotos; calarlos en su justa medida.
Pero una meditación profunda sobre esta cuestión, implicaría traspasar la simple definición de la historia como una ciencia. Nos posibilitaría pensarla como un espacio dinámico, en la cual se proporciona todo un conjunto de fuerzas que van constituyendo al sujeto histórico.  Sería un craso error o, por lo menos, un errar por los laberintos del Minotauro sin el hilo de Ariadna -lo cual nos reportaría la posibilidad de no encontrarnos a nosotros mismos y ser puestos en la escena del peligro-, no darnos cuenta que habitamos fundamentalmente en un mundo histórico, y que por esto, compete volvernos hacia esto que llamamos sociedad, mundo y nuestra propia existencia como vida, desde esta perspectiva y conciencia de lo histórico.
Este es uno de los presupuestos de la autoconciencia moderna, precisamente porque más acá de todo etnocentrismo cultivado por los unos y los otros, hay una matriz mental de configuración del sujeto en su modernidad, a saber, el cronocentrismo. Partimos de la convicción, más allá de nuestra situación geopolítica en el mundo, de que estamos en el centro de los tiempos, en la artesa de los siglos, en el vórtice de un huracán donde la suerte de nuestro destino se decide por la capacidad lograda en las acciones que ejecutamos. Acaso esta matriz ideológica sea más compleja de analizar en sus condiciones de posibilidad y de existencia, en sus efectos y consecuencias, que el etnocentrismo y el antropocentrismo.
Más acá de sus interrupciones y capciosidades; más allá de la dormidera de las cosas y la fragilidad de la finitud de nuestra propia existencia, la historia consiste ser el espacio dinámico donde se temporaliza el acontecer de toda verdad que nos compete, y donde persiste el hombre como posibilidad y proyecto. De modo que hoy nos podemos colocar de vuelta y retorno para volver la mirada y enfocar nuestra vista, y nuestro pensar, no en un acontecimiento singular o en un recuerdo de nuestro pasado más reciente, sino en el espesor y la anchura de un horizonte que vibra y nos marca desde el pasado: el plexo de tradiciones que en su complejo trazado confiere al presente como tarea.
El divisar las nebulosas y claros, las luces y sombras corporeizadas en la historia cultural, costaría un gran esfuerzo al alzarnos sobre tales tradiciones. De hecho, las que sean y cuales sean, pues aquí se parte de la subversión de una dialéctica purificatoria de posición y reposición basada en la subsunción y la eliminación en pos de una dialéctica de apropiación y traducción que se consuma en el momento de la asunción y la transformación. Más allá del purismo y el estatismo, esta dialéctica indaga en los enlaces, con una ligereza que le permita el treparse sobre los muros que obstaculizan la mirada. Aquí también se intenta salir de la ingenuidad de creer en la dureza de las identidades y la mentalidad biologicista que funda los valores en el hombre considerado como una materia cuasi-inerte, azotada por los instintos básicos, a la manera de una demonología semejante a la practicada por el calvinismo fundamentalista.
Esta dialéctica se clarifica a sí misma como una dinámica de articulación que entrevé la posibilidad de alzarse sobre la tradición penetrando en ella a partir de una serie de prácticas que, de conjunto, configuran la cultura como una estructura compleja. Ella se produce en una órbita de doble centro, en el mundo de la complejidad y la diversidad de las prácticas de los sujetos y en el espejismo objetivo que surge de una relación entre, por lo menos, dos grupos. Es decir que ningún grupo “tiene” una cultura sólo por sí mismo: la cultura es el nimbo que percibe un grupo cuando entra en contacto con otro y lo observa.
Lo extraño y lo otro -en el núcleo del sí mismo- ya nos constituye; y el hombre, si es un proyecto corporeizado en la cultura, lo es precisamente porque lo hace también apropiándose de lo extraño y en el recibimiento del otro, porque lo hace inventándose en su identidad aún desde esa extrañeza que provoca la condición de pertenecer a otro mundo. Nos constituimos en la complejidad dialógica de la praxis histórica. Creo que un principio para empezar a tener una consideración básica de nuestra fundación histórica y de la significatividad de la tradición como cuerpo orgánico de la historia, sería abandonar la ingenuidad de un pensamiento sustancialista que apuesta por la naturalidad dada del mundo histórico y fundarnos en una temporalidad histórica dinámica.
El pensar ingenuo es aquel que considera todo elemento de la historia como algo natural; aquí el espacio histórico aparece como un bloque macizo donde toda cosa hace presencia como un dato o como algo incrustado sin luces ni sombras. Allí el sol no ilumina ni la luna deslumbra; peor situación para el ser que piensa, ni en la caverna platónica. Aquellos al menos podían ver las sombras en el mundo cavernario. El mundo entonces no era traslúcido, y Prometeo ya no venía como una promesa cumplida para traer en sacrificio bello la antorcha de la libertad a la humanidad en ascuas y en cueros. Aquí en la caverna platónica, la visión prometeica exige una negociación y un esfuerzo del hombre, lo pone en situación: en ella se define la condición cognitiva del ser humano. Platón –con los servicios prestados por Sócrates y la máquina crítica desatada contra la tragedia- nos lleva a una nueva condición: nos saca de la edad de la inocencia y convierte la dialéctica y la conciencia teorética en el fundamento inteligible de la experiencia de lo real.
La ingenuidad nos descubre en un estado de candidez donde se ha eliminado la diferencia como diferencia real, y donde ya es imposible cualquier salto. Por el contrario, la conciencia, opuesta a la ingenuidad, en su dimensión histórico-moral, en tanto conciencia de nuestra existencia en el mundo apropiándonos del ser de las cosas para acciones concretas y posibles en circunstancias específicas, irrumpe como fuerza, y, sólo allí, donde el tiempo corre como reto y proyecto, como peligro y riesgo. Nunca estuvo más cierto el hombre, y su propia existencia se pontifica en esto, -en crear puentes-, que cuando se concibió como un ser moral, es decir, un ser capaz de moralidad: la que se anuda y realiza en el surgimiento, formación y desarrollo de la individualidad personal con toda la conflictividad que entraña su estar en el mundo en el seno de la comunidad. Y cuando se concibió en el tiempo, en la experiencia del devenir, donde las cosas no aparecen y desaparecen, sino donde el hombre existe como alguien que vive en el recuerdo y la esperanza, es decir como proyecto y riesgo, como un proceso dinámico de anticipación y rememoración. El hombre no encuentra su condición histórica esencial en la conciencia teorética, sino en posibilidad de su apertura a una praxis concreta, en la realización de su sensibilidad y su moralidad.
Hablemos con cierta claridad y concreción de lo que consideramos aquí por tiempo: el pasado en esta conciencia  que se comprende como una fuerza política en un mundo en transformación, solo tiene validez en su poder-ser, en la topología peculiarmente paradójica de la fusión de horizontes, en la que se convierte en condición de posibilidad para la construcción del futuro en la actualización del presente. Aquí el presente no es el pellizcar inexorable del pasado precipitado con un futuro indeterminado, sino el lugar de la actuación y la mediación de ese poder ser que fue truncado y cuyo cometido es la realización de las posibilidades de una praxis liberadora.
La consideración acerca de las premisas metodológicas y epistemológicas en torno a la tradición como problema filosófico y político, aparece en el centro de lo que llamamos sin más el contexto de la modernidad y su conexión específica desde la dimensión geopolítica que incorporan los saberes de esta constelación histórica.
Creo que una de las premisas básicas ha sido precisamente la consideración del pensamiento como tarea en la historia; a saber, la autoconciencia práctica, que consiste en pensar las condiciones de posibilidad del pensar nuestro propio modo de apropiación e interpretación de la realidad histórica. La premisa marxiana de que el criterio de la verdad comparece  en la praxis histórica convierte el concepto de tradición no en un corpus que sacamos de un sarcófago para su exhibición ante un mundo que no lo puede reconocer sino sobre la base de un asombro estetizante; más bien esta se presenta como una constelación problemática que intenta iluminar las prácticas sociales de los sujetos y como un horizonte que pretende dialogar e interrogar nuestro presente.
La tradición no es sólo, ni esencialmente,  una cuestión de herencia e influencia, con beneficios de inventario, sino de apropiación y aplicación, con beneficios para el sujeto histórico de conocimiento. Ella no radica simplemente en la conciencia de la recepción y la aplicación, sin la conciencia previa que sólo esta relación puede hacerse orgánica desde la transmisión y la traducción. Todo sesgo y toda posibilidad se efectúa también en tales intervalos, donde, sin dudas, la historia puede interrumpirse o dejarse al servicio de lo siempre continuo. Dicho esto así, lo primero que evitamos es la actitud engañosa de transmitir un saber que no se sabe a sí mismo, es decir, concretamente es aquella actitud en la que Alguien despacha a algunos o a ninguno un discurso, como un bodeguero puede hacer en la bodega al distribuir el pan nuestro de cada día, al enunciar un título o consigna cualquiera sin anclaje en lo real, y decir simplemente que esto es aquello, y con esto saldamos la cuenta.
Esto sucede por una cuestión de una envergadura política insospechada para la mayoría de los interesados dentro del campo intelectual, puesto que gran parte de la capacidad de competencia y compromiso del intelectual de nuestro tiempo ha sido desplazada hacia los predios del silencio, del choteo y el resentimiento de una conciencia despolitizada en su dimensión pública. Aquí la memoria, convocada a convertir el pasado en una constelación imaginaria dinámica que configura realidades más vastas para un mundo en expansión –el cosmos como campo expandido de lo histórico-, se convierte en un embudo, en un precipitado de contenidos vacíos de sentido para la acción y para la vida. Aquí la esperanza, concentrada en convertir las probabilidades de una imaginación crítica y utópica en contenidos concretos para la realización de lo posible, en desbancar el bloque macizo de la historia, para convertirla en historia de las posibilidades de una praxis realizable, se convierte en desesperación y cinismo, abandono del hombre como proyecto y como riesgo.
¿Por qué las sospechas y máscaras que punzan y velan este status quo en la educación universitaria, y por extensión, en la educación universal ofrecida en Occidente, ni siquiera se discute secretamente? ¿Por qué no comenzamos por vislumbrar este estado de cosas y que también podemos divisar en un horizonte con cierta claridad, para iniciar la necesaria inversión de una práctica tan cosificada y de la que somos víctimas y victimarios? Hablamos del rechazo de una pedagogía rancia y tradicionalista, que convierte a los educandos en objetos de placer intelectualista y en instrumentos serviles del trabajo académico. Y esto sería lo más opuesto –su propia crítica y crisis- a una praxis pedagógica revolucionaria, donde los estudiantes participan en un campo dinámico donde la verdadera jerarquización tendría una implicación para la transformación del conocimiento en cultura. La cultura misma se convertiría en un campo de acción para la transformación de la praxis; con el fin del enriquecimiento de nuestra vida personal que es social -¿por qué no?-, y el desarrollo de nuestras actitudes en la relación con el mundo en que vivimos.
La complejidad del asunto radica en verdad en la contrastación fáctica que sufre el sujeto de la praxis pedagógica e intelectual cuando tiene que aprehender la cognición del mundo a partir de una tradición plagada de escolasticismo al tiempo que está lanzada a un horizonte de expectativas inundado de exigencias postmodernas.
Desde esta perspectiva no se pretende brindar meros contenidos vacíos de sentido para la vida y para la acción que fuésemos a verter en recipientes cristalinos; sino convertir el contenido –la imagen posible/ la palabra pronunciada- en punto de partida para el cuestionamiento. Concebir, entonces, la cultura como un diálogo aperturante donde la pregunta es síntoma de inquietud y una puerta para la búsqueda, y como condición para una apropiación dinámica de nuestra realidad social.
También intentemos evitar la actitud engañosa de creer que este conocimiento es una verdad sin límites y fronteras, donde nuestro interés estaría en contemplar aséptica y críticamente un objeto determinado. No, nuestro interés se centra en una hermenéutica profunda que analice los presupuestos con los cuales podríamos iniciar una discusión crítica de este horizonte de tradición al cual nos vamos a referir. Recordemos en este momento una palabra que fue dicha al inicio, meditación: aquello, que según unos de los pensadores más profundos del siglo XX, consiste en el valor de convertir la verdad de nuestros propios principios y el espacio de nuestras propias metas en lo que precisa ser más cuestionado, y que concierne radicalmente al aquí y al ahora de nuestra condición histórica.
Pues bien, estas son las interrogantes iniciales, que nacen de un cuestionamiento al mismo tema de este ensayo de ideas; por tanto, del contenido que pretendemos exponer: ¿Qué es lo que nosotros comprendemos por <<tradición>>? ¿Qué relación tiene este concepto con la situación del encuentro? ¿Cuál es el verdadero encuentro al que convoca el diálogo con la tradición?
Confieso que el concepto de tradición resulta problemático para comenzar cualquier discusión en la que este en juego el modo en que nos apropiamos del pasado en función constructiva de un presente que pretenda ser dramáticamente interruptivo y actuante. La tradición se comprende entonces, a fuerza de ser discutido, como un contexto que pretende ser vinculante en tanto se constituye como horizonte de formación y desarrollo de una comunidad de sentido.
La tradición ha de constituirse como una cantera y una constelación problemática, donde uno devenga excavador y constructor; allí las fuerzas están concentradas y, declarar el estado de emergencia en que una vez han estado los acontecimientos y el estado de excepción que uno debe provocar una vez excavados los dominios de la tradición que se recibe como herencia. Sería convertir la tradición en lo que es: una condición histórica de posibilidad para la constitución de nuestra praxis.
La tradición configura, a través de los contenidos de experiencias y las pretensiones de realizaciones que se objetivan en las prácticas humanas, a la cultura como el espacio dinámico en el que el hombre como ser histórico dota de sentido a la vida, le da continuidad y la convierte en una trama multiforme, pletórica de sentidos.
El encuentro es la experiencia básica de la tradición como contexto dinámico, en la que ella se constituye como tradición viva, y en la cual nosotros nos situamos en el mundo abierto por el lenguaje. El lenguaje no sólo aparece en nuestros labios, sino que constituye el cuerpo mismo de nuestro espíritu y nuestro pensamiento. El lenguaje es la condición originaria de posibilidad para el encuentro intersubjetivo,  por tanto para el diálogo: la discusión y la diatriba, el disenso y el consenso sobre cosas de nuestro mundo.
Pero ningún encuentro sería auténticamente dialógico en la historia si la motivación originaria no radicase sino en el comprendernos. Una comprensión dinámica en la que antes de consentir o disentir habría que sentirse en el espesor de la cultura como unidad viva y total. Es aquí donde cualquier argumento a favor de una prognosis, una advertencia, un proyecto en lontananza, podría hacernos caer de la cuerda muelle con que se tensa la historia. Hay dos potencias que hacen que esa densidad del mundo interpretado en el que habitamos, pueda transfigurarse con claridad en los sitiales de la epifanía y del discurso: el símbolo y la crítica. Iniciaremos un comentario sobre la segunda potencia.
¿Qué es lo que entendemos por crítica? ¿Es posible hablar de la crítica como una herramienta sin saber lo que ella puede hacer para el mundo que queremos construir y en el que podemos vivir? La crítica sólo puede comprenderse como una fuerza motriz en el marco de unas condiciones epistemológicas vinculadas al diálogo. Una manera de disponer de nuestro conocimiento como una tarea de la autoconciencia práctica, convocada al desarrollo de una praxis transformadora, donde la crítica misma no se exhiba como mera mortificación, ni como queja y lamento provocado por el resentimiento.
Ella debe proporcionarnos, por tanto, una doble mirada donde el espacio de lo real aparezca en su plena complejidad y donde no haga se haga caso omiso de aquello que desde el pasado aún nos sigue hablando. Este marco epistemológico que sólo se puede comprender como un proceso donde se despliega el ser histórico como sujeto de saber es el que se comprende la dialéctica y la hermenéutica. Aquí no se habla de un proceso de despliegue sucesivo, sino de una metodología que nos puede servir para comprender la crítica dentro de un campo conceptual expandido. 
Walter Benjamin, nos propone una metodología en la que se redefine el concepto de crítica:
Pequeña propuesta metódica para la dialéctica histórico- cultural. Es muy fácil emprender para cada época, en sus diversos “dominios”, divisiones, de tal suerte que a un lado este la parte “fructífera”, “pletórica de porvenir”, “positiva” de esta época, y del otro lado la parte desechable, retrógrada, fenecida. Incluso sólo se llegará a evidenciar nítidamente los contornos de esta parte positiva cuando se la perfile contra la parte negativa. Pero toda negación tiene su valor intrínseco como fondo para los contornos de lo viviente, lo positivo. Por eso es de importancia decisiva aplicar de nuevo a esta parte ya descartada, negativa, una división tal que con un desplazamiento del punto de mira (¡pero no de los criterios!) comparezca también en ella, de nuevo, algo positivo y distinto al anteriormente señalado. Y así ad infinitum hasta que todo el pasado sea traído al presente en una apocatástasis histórica.[15]
La crítica es ante todo capacidad de practicar la complejidad dinámica de una realidad que nos compete cada vez más de un modo perentorio y definitivo; de reconocer que no estamos sumidos per se en el anonimato del murmullo y la caverna. La crítica significa reconocernos en la capacidad de utilizar para nuestra vida y nuestra acción en este mundo nuestra facultad de juicio, de poder emitir y transmitir un juicio bajo la responsabilidad del pronunciamiento de la palabra, y en ella la justificación de un contenido de sentido. Su pretensión política es insospechada en el espacio de la ingenuidad y en el horizonte empírico- cotidiano: consiste en la aclaración, disquisición de sentidos ocultos, discriminación de lo obcecado, rescate de lo obliterado, y en la sospecha. Su pretensión política no descansa sino en que legitima su validez en el proceso de ilustración de la conciencia. Su serenidad al ver las cosas despide el tufo de lo insoportable. Su capacidad irónica despierta una sonrisa leve o la picardía de un mundo que no acaba de arreglarse.
Sin dudas, nos abrimos a la experiencia de la crítica en el espacio propio de una hermenéutica profunda. Su contenido epistemológico se encuentra en una dimensión negativa y dimensión positiva en tanto ella se conceptúa cono análisis de las condiciones de posibilidad y de existencia. Pero ¿podemos hablar de condiciones de posibilidad y de existencia -más allá de una concepción rígida y formularia- así sin más? La crítica no es una consigna que la justifica como un ejercicio que se puede realizar con el hechizo de una expresión congelada. Este concepto no es un conjuro mágico, sino que parte de una vocación histórica y clarificadora. Acaso por esto es que se habla de crítica solo cuando se refiere a aquello que por excelencia existe, es decir, lo que existe históricamente. Aquello que se con-figura y con-forma según las posibilidades de  su ser y no ser –inquietud de Parménides y Hamlet, de Segismundo y Calibán-; y especialmente ser en el mundo.
La condición humana no es sino condición histórica y social, a saber, el modo en que se objetiva y conforma el hombre en sus relaciones con el mundo. No puede ser sino el horizonte donde lo posible se realiza, el horizonte práctico de lo concreto. Entonces ¿qué significa condición y posibilidad cuando hablamos de una tradición crítica que se centra en el análisis de las fuerzas desplegadas en el mundo de las cosas y de los cuerpos, en las probabilidades de una acción práctica basada en la lucha contra los poderes fácticos del status quo y en las posibilidades de conservar la esperanza para un mundo que exige ser transformado?
La negación y el reconocimiento de contenidos a discutir que constituyen presupuestos de un saber son propios de la posición crítica. Sí, porque la crítica es una posición, y una posición intersticial, liminar y de límite; ella misma surgió como poder de cuestionamiento, y cuestionamiento de los fundamentos y poderes que el hombre instituía en garantías y jerarquías. Ella no es ciencia ni filosofía propiamente dichas, sino ese espacio intermedio de reconocimiento de la certidumbre que nos optimiza la existencia en la fundación de poderes y la incertidumbre de que aun los fenómenos continúan la búsqueda de su esencia, y los hombres mantienen en vilo las preguntas básicas de la existencia. Es por eso que también estamos aquí. Esta negatividad y positividad de la crítica la entiendo en el marco de una hermenéutica profunda, que sospeche sobre lo  impensado al tiempo que pronuncie lo que hasta entonces era imposible. Esta hermenéutica no como mera techné del filólogo y exégesis del esotérico, la encuentro expresada de un modo certero y sugerente en estas palabras del fenomenólogo francés Paul Ricoeur, en su texto Freud y la filosofía:
En un polo, la hermenéutica se entiende como la manifestación y restauración de un significado dirigido a mí bajo la forma de un mensaje, una proclamación, o como se dice a veces, un kerigma: según el otro polo, se la entiende como una desmitificación, como una reducción de la ilusión... La situación en que se encuentra hoy el lenguaje comprende hoy esta doble posibilidad, esta doble solicitación y urgencia: por un lado, purificar el discurso de sus excrecencias, liquidar los ídolos, ir de la embriaguez a la sobriedad, percatarnos de nuestro estado de pobreza de una vez y por todas; por otro lado utilizar el movimiento más <<nihilista>>, destructivo, iconoclástico, de manera que se deje hablar a lo que una vez fue dicho, cuando el sentido apareció por primera vez, cuando el significado estaba en su mayor plenitud. La hermenéutica me parece animada por esta doble motivación: voluntad de sospecha, voluntad de obediencia. En nuestros tiempos no hemos acabado de librarnos de los ídolos y apenas hemos empezado a escuchar los símbolos.[16]
La dimensión epistemológica de la crítica se patentiza en su carácter de superación e inversión. Una superación que en vez de aniquilar el mundo pretende curar la existencia de la cosas de sus excrecencias y guardar su contenido de verdad potenciándolo en una nueva actualización y actuación en el mundo. Una inversión de un mundo en el que no se reconoce el movimiento y la contradicción de los fenómenos, las cosas y las mismas posiciones en el seno de un todo que también es dinámico. Donde la inversión construye al mundo a través de la ironía y otros recursos. La crítica no sólo basa su fuerza en la dimensión epistemológica, sino también en la dimensión ética. Por eso, la crítica también es subversión y lucha. Significa la subversión de un orden incrustado en la exterioridad de las cosas, como la rémora en la naturaleza activa, cuya vida parasitaria ha de ser eliminada. La crítica es lucha por la autonomía. Ella se vale del grito de justicia ante las cosas que siguen siendo así y dicen no poder ser de otra manera.
Aquí no puede ser olvidado que la crítica enfatiza el contenido explicativo de los hechos: consiste en el cuestionamiento mismo de los hechos como fenómenos en el seno de una totalidad dinámica. Los hechos aquí aparecen en su interrelación en el seno de la praxis histórica concreta. Ellos dejan de mentir cuando renuncian a hablar por sí mismos, cuando renuncian a esa fuerza de la autoridad positiva conferida por la noción de un pretérito congelado, por aquello de lo que que pasó pasó, y nada más. La crítica no es un fin en sí mismo, sino es un instrumental epistemológico y ético de análisis de condiciones de posibilidad y de existencia de nuestra situación histórica, una herramienta de lucha por la instauración de una praxis liberadora.
Mientras halla una doxa intelectualista que predica una concepción separada y abstracta entre la razón crítica y la razón práctico-constructiva, entre el pensamiento emancipante y la praxis constructiva y liberadora, entre la opinión crítica y la posibilidad siempre abierta de construir nuevas formas de imaginación, paciencia, pedagogía y acción políticas, estaremos condenados a la autocensura, al oportunismo y al facilismo en la solución de las contradicciones.
La comprensión es esencialmente histórica, reflexiva y creativa, con capacidad de integración de la experiencia del lenguaje, de los símbolos, del sentido que descubrimos a cada paso en nuestro mundo, a la praxis vital. Como punto de partida para el concepto de tradición, podemos hablar de la  crítica como una de las fuerzas motrices de la apropiación comprensiva y de la comprensión hermenéutica. Constituye el modo en que toda tradición aparece como tradición viva, digna de ser actualizada e interrumpida como continuum que sedimenta contenidos que no han sido tocados por la interrogación. Esto se realiza a partir de los procesos de socialización, llevados a cabo por los esfuerzos interpretativos de la traducción y la explicación en la que cada fragmento de tal tradición se socializa en una nueva aplicación orientada a la praxis.
La sencilla cuestión que interroga por el sentido que surge desde las condiciones de posibilidad y de existencia de lo cultural, como un ámbito elástico  e interferencial–aunque constituido por fuerzas plásticas logradas por una sutil conciencia del límite- que remite a un horizonte de experiencia, puede constituir un impulso que al mismo tiempo cuestione la situación y la condición de nuestro ser histórico y de cómo nos las habemos con el mundo.
El nexo entre cultura, tradición e historia implica la pregunta por el sentido que tiene para nosotros ejercer el saber en el espacio público. El saber no como un arma a blandir en defensa del patrimonio sólido que cada día y cada vez más atesoran los banqueros del poder y del saber, sino como un instrumental de liberación de la condiciones humillantes y alienantes que aparecen como incrustaciones en los espacios escsmoteados y habituales de la praxis histórica. Nos invita a pensar en el relieve que tiene el conocimiento como saber socializado en el espacio de la cultura. Al mismo tiempo que nos convierte en menos inocentes, inocencia que la adultez paga con creces en el recinto de la estupidez cotidianizada por la miopía y la bizquera, cuando se apaga el preguntar mortificante pero comprensivo, la impertinencia de nuestra mirada, y lo oportuno de la astucia más acechante.
En un texto programático sobre la reformulación en clave crítica de los Estudios Culturales Santiago Castro Gómez sentencia: <<no se trata de comprar nuevos odres y desechar los viejos, ni de echar el vino nuevo en odres viejos, se trata más bien, de reconstruir los viejos odres para que puedan contener el nuevo vino>>.[17] Re-fundar una teoría crítica de la sociedad en el marco de la teoría social de la sociedad en la que nos ha tocado vivir, es decir, fundar un pensar crítico, implica re-pensar los conceptos fundamentales de la historia, aquellos conceptos de los que hablaba Nietzsche en sus Consideraciones Intempestivas. Desde su inconmensurabilidad para aún así alcanzar la praxis finita y a veces fallida de los sujetos, desde su vitalidad en su ligazón con una vida histórica fundada en anticipaciones y rememoraciones para accionar el presente, y desde las resistencias que operan y se abren en el espacio polidimensional y multiforme de la cultura. Se trata de recuperar este nexo nunca aniquilado de la imaginación teórica y política y la doble mirada del sujeto de conocimiento en el espacio de la imagen participando en la historia[18].





[1] Fredric Jameson. El inconsciente político. La narrativa como acto socialmente simbólico. Visor, Madrid, 1989, p. 241
[2] Violencia y metafísica, en La escritura y la diferencia, Jacques Derrida, pp. 107-210. este ensayo de Derrida, constituye un excelente estudio para comprender algunos de las cuestiones fundamentales que trata el pensamiento de Emmanuel Levinas. Este pensador francés de origen judío, posee una manera de comprender lo ético, así como los presupuestos fundamentales de su filosofía, que son claves para profundizar en el pensamiento de Walter Benjamin, sobre todo en torno a la problemática de la historia, la ética y la alteridad.
[3] Historicidad y verdad, en El giro hermenéutico, Hans-Georg Gadamer, pág. 197. Por supuesto,  este modo de hablar de lo divino no tiene nada que ver con la búsqueda de métodos pseudo- orientales que se dan en círculos protognósticos de meditación trascendental, ni facturación sectaria de la cristiandad. Se trata de de una búsqueda que responde a la constitución ontoteológica de la historia cultural y pensamental al mismo tiempo que a la secularización progresiva de Occidente.
[4] En El final de la filosofía y la tarea del pensar, el filósofo de la Selva Negra, Martin Heidegger reflexiona de esta manera el acabamiento de la Filosofía como Metafísica:
El final de la Filosofía se muestra como el triunfo de la instalación manipulable de un mundo científico-técnico, y del orden social en consonancia con él. «Final» de la Filosofía quiere decir: comienzo de la civilización mundial fundada en el pensamiento europeo-occidental. Ahora bien, el final de la Filosofía, en el sentido de su despliegue en las ciencias, ¿no significa también la plena realización de todas las posibilidades en las que fue colocado el pensar como filosofía?, ¿o es que, aparte de la última posibilidad mencionada (la desintegración de la Filosofía en las ciencias tecnificadas), hay para el pensamiento una primera posibilidad, de la que tuvo que salir, ciertamente, el pensar como filosofía, pero que, sin embargo, no pudo conocer ni asumir bajo la forma de filosofía?

[5] En la dedicatoria de Grandes tendencias de la mística judía, que Gershom Scholem hace a Walter Benjamin, se refiere a este como el amigo a quien consideraba con la <<profundidad del metafísico, la penetración del crítico y el saber del erudito>>.

[6] En el capítulo XXIV de El Capital, Karl Marx expresa su denuncia del modo de producción capitalista:
Hemos visto cómo se convierte el dinero en capital, cómo sale de éste la plusvalía y cómo la plusvalía engendra nuevo capital. Sin embargo, la acumulación de capital presupone la plusvalía, la plusvalía la producción capitalista y ésta la existencia en manos de los productores de mercancías de grandes masas de capital y fuerza de trabajo. Todo este proceso parece moverse dentro de un circulo vicioso, del que sólo podemos salir dando por supuesta una acumulación “originaria” anterior a la acumulación capitalista; una acumulación que no es resultado, sino punto de partida del régimen capitalista de producción. (…) Esta acumulación originaria viene a desempeñar en economía política el mismo papel que desempeña en teología el pecado original. Al morder la manzana, Adán engendró el pecado y lo trasmitió a toda la humanidad.

[7] La urgencia política aquí no se comprende desde la perspectiva del puro tiempo de un ahora azaroso, sino en profundidad histórica. Es decir, lo apremiante y lo urgente en lo político radica en el momento de la articulación de presente en tanto actuación del individuo como sujeto histórico que con certidumbre y destreza se sabe vinculado a un pasado histórico.
[8] Esta categoría de la epifanía del rostro, como el deshechizamiento del mundo constituye la clave conceptual del pensamiento del filósofo judío- francés Emmanuel Levinas.  Ella, en principio, significa que la apertura de un tiempo desde la perspectiva de la constitución de lo social como aquello que se muestra en el cara a cara, locus por excelencia donde se produce la verdad histórica. (Todas las bastardillas que aparecen en el ensayo, excepto en las citas, son del autor)
[9] Este es un fragmento del parlamento sostenido por Hamlet frente al fantasma de su padre en la Escena XIII del Acto I de Hamlet, Shakespeare.
[10] Tomado de Hannah Arendt, La vida en el espíritu, p. 125.
[11] Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito. Ediciones Sígueme, Salamanca, 1987, p. 112.
[12] Samuel Beckett, Esperando a Godot, Teatro francés contemporáneo, Editorial Arte y Literatura, 1975. Ciertamente Estragón no estaba a la escucha del kerigma de Vladimiro.
[13] Jürgen Habermas, Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad. Editorial Trotta, Barcelona, 2001, p. 16
[14]  Theodor Adorno, Teoría estética, Taurus Humanidades, España, 1992, p. 145.
[15] Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Ediciones LOM-ARCIS, Chile, 1997, p. 77.
[16] Jürgen Habermas, Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad. Editorial Trotta, Barcelona, 2001, p. 32
[17] Santiago Castro-Gómez, Ciencias Sociales, violencia epistémica y el problema de la invención del otro. La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, Cuba, p. 168
[18] José Lezama Lima, Mito y cansancio clásicos. Confluencias. Editorial  Letras Cubanas, La Habana, Cuba, p. 213.

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