5/28/2011

La ceguera moral del racismo


La ceguera moral del racismo

I

Hoy día hablar de racismo en la sociedad cubana sigue causando espasmo en la lengua de muchos intelectuales, y efecto de sordina en las orejas de muchos políticos. <<Es un tema muy complicado>>, dicen aquellos; <<un tema ya superado>>, dicen estos últimos. Lo cierto es que continúa gravitando en el imaginario colectivo de la nación un pasado colonial y postcolonial cargado de prejuicios, estereotipos y temores raciales que no pueden ser ocultados bajo la sombra de la vergüenza o del cinismo. El racismo, el chovinismo, la xenofobia, el sexismo, el especismo y otras prácticas discriminatorias[1] se activan y reactivan en nuestra sociedad, en la cual reaparecen determinadas contradicciones sociales que generan determinados valores que median las relaciones entre las personas. En cada caso, se desprende un conflicto de identidad de raza y nación, donde tal universalismo formal –donde todos estamos en condición de igualdad frente a la ley- es interpelado e interrumpido por las posibilidades efectivas de autodesarrollo realmente existentes en una sociedad donde los sujetos están condicionados por historias y relaciones colectivas e individuales múltiples y diferentes.
Aclararemos algunos elementos preliminares antes de desarrollar las conceptos que intento discutir en este ensayo. Primero, creemos que justificar la presencia del racismo en la sociedad cubana actual como consecuencia única de los efectos de larga duración de la existencia de una sociedad esclavista o neocolonial, con la intención de no enfrentarse al hecho duro que la  cuestión racial es parte constitutiva del proceso histórico revolucionario[2], es una actitud poco rigurosa y ahistórica.[3] Segundo, no hay ninguna sociedad que escape de esta práctica histórica, y desde luego, en cada sociedad, tiene sus peculiaridades y sus modos de expresarse. Tercero, considerar el racismo como un problema que sólo tiene que ver con los sujetos de la raza negra en nuestra sociedad es absurdo.
El racismo no puede comprenderse desligado de la cuestión de la identidad[4] y de la cultura. Con más precisión: con los modos en que el sujeto se significa a sí mismo en relación con los otros, y con la producción de valores y sentidos. Por supuesto, ambos conceptos están relacionados dialécticamente y son esencialmente dinámicos, de modo  que la identidad es una construcción cultural (no un constructo metafísico)  y la cultura es el campo que le da sentido a la identidad como elemento constituyente del sujeto.
Esto alcanza para comprender que el racismo contribuye a la formación de un imaginario que constantemente cambia, y la efectividad de un análisis sobre la racialidad, no radicaría en saber si la sociedad cubana es más o menos racista que ayer o que mañana, o más o menos racista que Estados Unidos o Tailandia. Este tipo de disquisiciones –o inquisiciones- deja mucho que desear cuando se convierte en el veredicto central de los discursos políticos y los análisis intelectuales. En primer lugar porque la pregunta soslaya al racismo como un problema del presente histórico que actúa dráticamente en desventajas y  , en segundo lugar porque no es el único problema que existe en la sociedad, sino que existen múltiples problemas y todas están relacionados, en tanto que todos son importantes. En tercer lugar, porque justamente el juicio racista, se basa en el argumento inconcuso de la “incomparabilidad” del Mismo frente a la “relatividad precaria” del Otro. En otras palabras al racismo no se combate con los mismos intrumentos que el utiliza para enraizarse.
Lo fructífero sería interrogar cuáles son los movimientos culturales y procesos identitarios que se despliegan en la sociedad para que emerjan determinadas prácticas discriminatorias. Así también determinar cuál es el lugar de enunciación de los prejuicios y estereotipos raciales que consolidan tales prácticas en el nivel psíquico de los imaginarios colectivos. Cómo cristalizan en producciones culturales y prácticas de representación y enunciación diversas de los sujetos e instituciones. 
El imaginario racista en Cuba se ha complejizado, no sólo porque los cubanos tengamos una tradición de larga data vinculada al esclavismo ibérico y al neocolonialismo norteamericano. Sino también porque se han complejizado las relaciones socioculturales en la redefinición de las identidades culturales, y se han profundizado las desigualdades sociales afectando los procesos de equilibrio y sostenibilidad de los grupos más afectados de la sociedad cubana. Estos dos elementos están interconectados con la reestructuración de un modelo económico que tiene como pivotes de crecimiento el desarrollo de la industria turística, la inversión extranjera, la entrada de ingresos por concepto de remesa económica, y el reforzamiento de la identidad nacional como espacio político de reconocimiento de los ciudadanos.  
Esta complejización de lo racial y la emergencia de prácticas discriminatorias son resultado de la cristalización de un conjunto de contradicciones y soluciones que encuentra la psique colectiva para adecuarse a los nuevos vientos que corren en la isla de los noventa y los dos mil; así como la transposición ilusoria de una compensación utópica de bienestar asociado al sueño confortable de la clase media.
Por tal razón, un gran número de cubanos experimentan ante el peso de la doble moneda que “el extranjero vale más que el nacional”. Pero no se queda en un simple modo de sentir la crisis estructural y de sentirse ofendidos; sino que al mismo tiempo se van generando una constelación de prejuicios asociados a la xenofobia, la claustrofobia, el chovinismo y el racismo.
Sólo se puede hablar de lucha contra el racismo, en tanto se parte de un reconocimiento social y legítimo –convertido en valor y derecho- de que todos los seres humanos están en situación de igualdad efectiva ante la ley, y que, por tanto, la sociedad debe conceder las mismas posibilidades para el autodesarrollo de cada individuo.

II

Recuerdo que siendo estudiante de Historia del arte en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, me encontré por enésima vez con mi “condición racial”. En las clases de arte cubano republicano me orientaron la lectura Las fuentes de la cubanidad de Fernando Ortiz. En aquel entonces aprendía a leer bajo el influjo de múltiples autores como Paulo Freire y Hans-Georg Gadamer con los cuales se me acentuó la experiencia de que toda lectura mental de la historia debe pasar por la textura corporal de la existencia concreta. En otras palabras, que sólo el mundo del sentido se le abre al lector en la medida en que pueda iluminarlo sobre su propio mundo. Fue un momento de suspensión, en el horizonte de mis lecturas habituales encontrarme con Ortiz y otros autores y artistas, que hablaban de la experiencia racial del negro desde lenguajes simbólicos y teóricos.
De pronto, me redescubro en el espacio silencioso e incierto de lo negro: textura gruesa y color oscuro, el pelo enredado y duro de nuestra pasa, los labios pronunciados de nuestra bemba, la nariz achatada de nuestra raza. Todos estos ingredientes mezclados, en la cocina del racismo impresionista, con los virtudes y sabores de mi raza en la historia de los que no se dieron por vencidos: la palabra combativa de Malcom X, la prédica de la dignidad y de la no violencia del bautista Martin Luther King, la tradición de los oprimidos en Las almas del pueblo negro de Du Bois, las palabras del estudiante sudafricano que en medio de una protesta masiva sentenció <<que el arma más potente de los opresores era la muerte de los oprimidos>>; la guerrita de agosto de 1912; la psiquiatría contracolonial del argelino Frantz Fanon en Black Skins ; las voces de los cantos afroamericanos y los patakíes yorubas, los cinco negros abakuá que dieron su vida voluntariamente por sus hermanos blancos que estudiaban medicina en la Cuba de 1871 ante la represión deliberada de la soldadesca española de la Corona, la lucha anti-apartheid de Nelson Mandela, entre otros muchos nombres como Antonio Maceo, Stuart Hall, Walterio Carbonell... Y, desde luego, no faltaba la leyenda negra de la supremacía blanca donde estaban aquellas fantasías exacerbadas de larga data: el pene grande y la sensualidad desmedida, la inteligencia limitada y la ausencia especulativa, el gusto por la brujería, la fealdad intrínseca y ontológica; la bulla, el escándalo y el grito, como piezas esenciales de nuestra oralidad en la tribuna parlante de la negritud.
La cocina antropológica de Ortiz estaba por explotar; nunca creí que tales ingredientes, sabores y recetas pudieran caber en la fórmula del ajíaco de la cubanidad. Indubitablemente, lo negro era algo más que determinados toques de mezcla, tiempos de sedimentación y puntos de saturación; una aventura antropológica que atravesaba la mítica selva africana para reubicarse de una y mil maneras en las redes de la modernidad y la urbanidad, en las tramas y trampas de lo colonialidad y la integración. Al mismo tiempo pensé en los temores propios del negro y de lo negro; las fantasías colectivas de una sociedad tan blanquinegra y multirracial como la cubana: de lo que significa estar a las dos de la noche en la intemperie para cualquier cubano, del roce sensual de lo interracial, o asumir la familia como proyecto de modernidad en una sociedad multiestratificada y con altos índices de mestizaje, de pronunciar lo negro sin temor a la autovergüenza o a la vergüenza ajena; o sencillamente, ser un intelectual en una universidad plagada de complejos elitistas e intelectualistas que asombrarían a cualquiera de nuestros próceres de la emancipación social y política de la nación. Lo suficiente para verificar que la metáfora del ajíaco es incompleta; y quien no se pertreche para la batalla discursiva, y la lucha cotidiana por la supervivencia y la sobrevida con instrumentos de variado calibre, queda en la mitad del campo sin avanzar por miopía.
Creo, entonces, que el análisis de la experiencia racial y la construcción de la identidad cultural como elementos constitutivos de cada sujeto y de la sociedad, van más allá de la representación metafórica, de la enunciación del lugar de lo negro como espacio de legitimidad con fuerza legal, y de un discurso de integración que se oculta bajo los presupuestos de una pedagogía nacionalista del consenso en torno a la diferencia cultural.
El etnos y la raza como configuraciones específicas del imaginario, están mediadas por la experiencia moral y la cultura. Mediaciones que hoy día deben reconsiderarse bajo una nueva perspectiva del análisis social, en tanto que el discurso imperante de la modernidad –y de la postmodernidad como su sucedáneo rebelde- continúa justificando la separación entre los valores del mundo de la vida y los valores de la ciencia. El reciente discurso de la cultura como terreno central de lucha política sólo puede desarrollar una acción inteligente y productiva en la misma medida que sea coherente con una politización de las prácticas económicas y una recuperación del contenido axiológico de todas las actividades y creaciones de los sujetos en la sociedad.
Es la fuerza de la memoria, como memoria histórica y explícita en las manos y las voces de aquellos que solidariamente puedan emprender la unidad conjunta en la acción, la que puede actualizar un combate contra la discriminación racial al tiempo que contra cualquier otro tipo de discriminación social. Pero también es la fuerza moral, como dimensión que constituye al sujeto en su hacer cotidiano, como capacidad de revitalizar al interior de la sociedad las prácticas cotidianas desde una perspectiva del compromiso con los que a diario me encuentro, como la capacidad de ser sensible y críticos frente a cualquier práctica discriminatoria cuya intención, explícita o implícita, es el desprecio de la condición humana.[5]  Ambas fuerzas, la memoria y la moral, son imprescindibles en un combate que no puede cerrar los ojos frente a comportamientos y enunciaciones que implican el desprecio de la condición humana.  
Hablo de moralidad como la capacidad de regenerar entre los cubanos una espiritualidad -que hace un tiempo atrás, alrededor de dos décadas, se ha ido esfumando entre nosotros- basada en la solidaridad, la transparencia, el civismo, y por supuesto, la conciencia simple y aplastante de que en la vida cotidiana todo es importante desde la lucha contra el imperialismo hasta los modos disímiles de cómo resolver el plato de comida de hoy. Máxime cuando en una sociedad socialista, tanto los hechos centrales de la historia colectiva como también el mínimo detalle, espeso y difuso, pero constituyente de la vida, forman parte de un proyecto de sociedad con intención democrática.
Es muy común apelar al marxismo, a un marxismo de cemento sin simiente, cuando se dice que el problema fundamental de nuestra sociedad es la economía. En realidad no se sabe a ciencia cierta si la referencia es al déficit de un sistema alimentario o de un sistema salarial, o a un modo de administrar la economía nacional, o si la cuestión es el estatuto de los regímenes de propiedad existentes. Es común, aunque no tanto como el otro, apelar a un espejismo post-moderno que emana del marxismo de cemento, que el problema fundamental es la conciencia; entonces vienen los proyectos civilizatorios de la nueva educación, la cultura participativa o la batalla de ideas. El fracaso probado de estas propuestas es que el problema central de nuestra sociedad no es epistemológico, o mejor, no se va a resolver con paquetes televisivos y preplanificados de conocimientos en las supuestas mentes rasas de la población cubana. De hecho, esta sociedad no tiene hoy un problema central, sino que tiene varios problemas que son medulares que no pueden ser programados y debatidos bajo una perspectiva centralizada.
La moralidad, por tanto, forma parte del asunto, y se encuentra en la médula, justamente porque es una de las dimensiones prácticas de la realidad espiritual del sujeto. Para decirlo de otro modo, es un espacio que produce valores y sentidos propios en la relación que cada hombre sostiene con la sociedad, y en el que cada sociedad sostiene su propio mundo de sentidos y valores. Una sociedad donde la prostitución, el nepotismo, el soborno, el robo, la obstrucción de la libertad individual, la hipocresía, el cinismo, la anomia y la apatía se convierten en instituciones consensuadas moralmente por la psique colectiva e individual como realidades positivas que se identifican con estrategias de resistencia y supervivencia social, al tiempo que se perciben aparentemente desconectadas de la realidad económica y política le urge una revisión profundamente moral y crítica de las concepciones de la vida colectiva e individual.
Para ser más claro en el mismo punto en el que los intelectuales y los políticos se vuelven más parcos que el silencio y elusivos que la metáfora. Qué sería de la economía de la nación, de la vida de cada individuo, si realmente la lucha contra el imperialismo norteamericano fuese tomada en serio; si no hubiese absolutamente una sola  “jinetera” o “jinetero” en la calle y los hoteles; si cada individuo que se dedica al proxenetismo se cuestionara lo que significa vender a sus propias hermanas con las que creció en su propio barrio y hoy las somete a un plan de explotación sexual que genera cincuenta veces más ingresos que un trabajador honesto de la educación o de la salud; si la totalidad de los cubanos y sus instituciones no comprasen o vendiesen absolutamente nada que no fuera en los mercados instituidos por la “legalidad imperante”; que cada policía fuera de su propia provincia o municipio y que no aceptara bajo ningún concepto sobornos de ningún proxeneta, botero, o cualquier otro ciudadano. Estas preguntas portan una incomodidad que no pretende justificar positivamente los hechos duros de nuestra realidad, sino develar el cinismo que soportan el Estado y la sociedad cubana sobre sus propios hombros.
La única manera de parar esta cadena de despolitización y desmoralización de nuestra sociedad, donde están implicados la inmensa mayoría de los ciudadanos de la sociedad civil, los representantes de las instituciones gubernamentales, estatales y partidistas, y donde absolutamente todos tenemos responsabilidad, es que la propia sociedad se llamé a capitular frente a esta  bancarrota espiritual y moral donde nos hemos convertidos en enemigos unos de otros, en enemigos de todos contra todos. No hay una cifra por muy catastrófica que sea, de la crisis actual del capitalismo global, no hay un argumento de caras a la situación geopolítica que ocupamos, que sea capaz de justificar nuestra situación actual.
No es difícil estar al corriente que el consenso imaginario de una sensación vívida y desagradable de inferioridad que experimentan la mayoría de los cubanos frente a los extranjeros –y frente a sí mismos-  constituye el efecto político que produce la economía dolarizada o “ceucisada” que promueve el Estado Cubano. No es difícil caer en la cuenta de que los negros en Cuba, conjuntamente con los homosexuales, los orientales (desde Matanzas –exceptuando Varadero y Cárdenas- a Santiago de Cuba según el imaginario habanerocéntrico), se experimentan dentro de una marginalidad social y cultural que les multiplica sus crisis de autoestima y estabilidad afectiva y experiencias de automarginación que generan por la propia situación de desmoralización prácticas racistas donde muchos cubanos –no sólo los negros- no ven como el signo de progreso adelantar su vida espiritual, estudiando y practicando una carrera o profesión que pueden ejercer para sostener su vida y sentirse reconocidos social y personalmente en franca dignidad, sino adelantar la “raza” casándose con un “extranjero”. La automarginación genera resentimiento, fundada en la experiencia racista del odio a sí mismo, que se profundiza cuando los sujetos no son capaces de respetar su dignidad como persona autónoma condenándose al silencio y al ostracismo, e incluso a sentirse orgullosos de su miseria. 
No voy a decir que el problema fundamental de nuestra sociedad es moral, pero al menos sería más legítimo, en tanto la moralidad es lo único que puede conectarnos en la vida real con las posibilidades de resolver las necesidades más acuciantes de la existencia en Cuba. Sólo desde allí pueden ser discutidos -no sólo estructuralmente hacia un trasfondo epistemológico, sino políticamente hacia el trasfondo de nuestra propia sociedad- los problemas de la alimentación, salario, transporte que padece una parte considerable de la sociedad, la corrupción, la prostitución, la vagancia, los excesos de la burocracia, los cinismos de la tecnocracia, la impunidad de las autoridades policiales, la falta de libertades individuales mínimas, el cerco informativo e informático, la aceleración de una ideología estadolátrica en las instituciones, las estrategias de oposición al gobierno de la “disidencia”, las prácticas de discriminación racial y sexual que cada día ganan más espacio dentro de nuestra sociedad.
Claro que en esa misma medida, que no es proporcionalmente inversa ni directa, sino como parte de una diseminación progresiva, aparecen estrategias de resistencia y cooperación entre diferentes sujetos e instituciones que luchan por crear, con agendas mínimas de construcción y proposición, acciones conjuntas e individuales en contra de la despolitización de la sociedad cubana y la realpolitización de las instituciones gubernamentales cubanas.  
Esta batalla rebasa la cuestión discursiva, en tanto que el problema fundamental no es si alguien siente pena decirme negro, a mí que soy precisamente negro; o si yo, supuestamente –el supuesto de la supuesta lógica posestructuralista que supone que toda palabra en sí y para sí es sospechosa- escribo desde Europa, desde la blancura y para la blancura. De ahí las ideas –específicamente con pretensiones de universalidad- de cultura negra y cultura blanca como culturas homogéneas donde una es hegemónicamente superior a la otra, y esencialmente antagónicas. Habría que ver si un negro es totalmente negro y si un blanco es totalmente blanco, si un mestizo resulta ser del puro mestizaje; si la cultura tiene asignada a priori un color determinado. Lo cual no quiere decir que lo negro y lo blanco, lo mestizo y lo indígena, no porten como categorías de la racialidad una dimensión cultural. De hecho, son categorías específicamente culturales que se construyen a partir de prácticas simbólicas de dominación y resistencia, y de prácticas que no tienen ningún designio de pureza, sino porque sólo se realizan por sujetos concretos en un espacio social heterogéneo es que tales categorías raciales como portadoras de múltiples mundos culturales son también dinámicas que sólo se producen en contexto de de apropiación, en contextos de consensos violentos o dialogados,  de negociación y construcción colectivas.
Lo que ocurre es que cuando nos referimos a las estrategias de apropiación, negociación, mimetismo, consenso y construcción no estamos hablando de máquinas conectadas a una red, sino a sujetos que también son morales, epistemológicos y afectivos. En última instancia serían considerados máquinas por la mentalidad de los nuevos doxósofos de la postmodernidad, por las burocracias estatales y las empresas estratégicas del mercado. Y aún así son los primeros que se arrojan el derecho de clasificar y conceptualizar a los pueblos y sus culturas, a las comunidades y movimientos sociales, populares y culturales para manipular las representaciones en pos de nuevas separaciones criminalísticas y discriminatorias.
Deberíamos ver cómo los propios intelectuales negros nos automarginamos en el bullpen del campo académico “blanco”, para discutir en tercera persona del plural la cuestión del racismo, con un dejo de lástima e imparcialidad, que nos pone en cuestión a nosotros mismos. Escuchemos esta voz y comprobemos lo difícil que es tratar la cuestión racial en Cuba: <<No haber considerado el “color de la piel” como lo que es, una variable histórica de diferenciación social entre los cubanos, olvidaba que los puntos de partida de los negros, blancos y mestizos para hacer uso de las oportunidades que la Revolución ponía frente a ellos no eran los mismos. Se olvidó que el negro, además de ser pobre, es negro, lo que representa una desventaja adicional, aun dentro de la sociedad cubana actual>>.[6]
Ser negro + pobre en Cuba, sobre todo en la sociedad cubana actual, no es una suma fatídica con desventaja adicional. Lo que resulta una asimetría es la permanencia y emergencia de un imaginario difuso de prejuicios raciales que se activan en los diversos puntos de ejercicio del poder y del saber de la compleja trama de una sociedad y que pueden obstaculizar el desarrollo de las personas de la raza negra. Porque el problema no es sólo resolver la pobreza económica de los negros, integrándolos a una clase media virtual o real dentro de la sociedad, sino definir la socialización del poder económico, político y cultural a partir de la expropiación socialista de los que tienen el poder concentrado de las decisiones económicas y políticas de la nación para que sea redistribuido equitativamente entre todos aquellos que tienen el derecho a participar en el desarrollo de su propia sociedad. Para el negro pobre, ser negro no es una desventaja adicional, sino estructural, porque primero necesita un reconocimiento social legítimo, sin tener que pasar por blanco, para poder salir de su pobreza; o al menos para decidir cómo administrar su propia pobreza y de paso la totalidad de su vida. Ser negro, en una sociedad donde existe un proceso de acumulación de prejuicios raciales, es una marca que fetichiza y obstaculiza el autodesarrollo y potencia el subdesarrollo; una marca suplementaria que cuestiona la supuesta igualdad social del negro y el blanco en nuestro proceso de transición socialista. Negro + pobre consiste en una ecuación que devela la desventaja estructural y la fuerza política que tiene la racialidad en una sociedad post-colonial, al mismo tiempo que devela las asimetrías de sus estructuras sociales.
Mi intención no es oponerme a la labor intelectual, sin dudas, eficaz y necesaria, de quien emprende la lucha contra el racismo y la discriminación racial; sino hacer consciente hasta qué punto nosotros los intelectuales negros y blancos cuando hablamos sobre el racismo, a veces olvidamos que vivimos bajo los mismos prejuicios. Lo cual no quiere decir que siempre los apliquemos, justamente porque tenemos consciencia crítica de su significación y efecto en las relaciones intersubjetivas. Por supuesto, la conciencia crítica no es autosuficiente ni determinante, sino específicamente relativa a una “conciencia afectiva” de autoestima y comprensión de la dignidad humana en su justo valor.
En cuanto al impacto de la Revolución Cubana en el tema negro y racial, es importante comprender la significación profunda de un proceso construido sobre la base de una unidad nacional y sus implicaciones para la construcción de la identidad en una sociedad plurirracial y un complejidad étnica de  reciente reconfiguración nacional. Los descendientes de andaluces, gallegos, canarios, madrileños, haitianos, jamaicanos, chinos, japoneses, los rusos y los ucranianos no se encuentran a la misma distancia cultural y social de sus raíces ancestrales y patrimoniales, que los descendientes de los africanos y españoles de hace varios siglos atrás. El mapa identitario en nuestra sociedad no se puede trazar con simples matices, simplemente porque hubiese tres colores a flor de piel desde una concepción romántica. El mapa identitario no es un emblema multicolor de tres listones triangulados por una estrella blanca que reclama la pureza; es más bien un espacio poliédrico donde el sujeto articula la localidad de su cultura. A esto se suma que ya se encuentran las condiciones demográficas y socioculturales de posibilidad para que en las próximas décadas la nación experimente una reconfiguración de su mapa identitario- cultural a partir del flujo y reflujo de las comunidades diaspóricas del circuito Miami-Madrid-Habana y de la composición socio-demográfica de la sociedad cubana actual.
El otro elemento significativo: el impacto que tuvo el reciente y vívido proceso socio-histórico en la complejización de la diversidad de la experiencia negra, en tanto que el tema de la descolonización fue tomado en serio desde los primeros años de la década del 60`, la democratización de las formas culturales donde la <<cultura popular negra>> no fue soslayada, sino que fue problematizada en un contexto de politización que situó lo negro como un elemento constitutivo del proceso de transición socialista. Los documentales y filmes de Guillén Landrián y Sara Gómez, la rumba de Peyo el Afrokán, las experimentaciones sonoras de Síntesis y los Van Van, entre otros documentos de la cultura cubana de los primeros 30 años de la Revolución, nos hablan de esta diversidad y complejidad de lo negro en la sociedad cubana.
Creo que es importante volver la mirada, y agudizar los lentes, en esta diversidad de la experiencia negra, y como en los últimos años se ha complejizado, debido a las contracciones de una experiencia intelectual crítica en cuanto a los temas sociales vinculados a la racialidad, en la misma medida que se realzó de tono un discurso nacionalista de trinchera y unanimidad, debido a una estrategia coyuntural de las instituciones gubernamentales frente a la emergente situación de los inicios de los 90`.
Pero ya que hablamos sobre el comienzo del segundo período de la Revolución, lo más importante no es la coyuntura como el espíritu que define la continuidad de la hegemonía por la dirección del proyecto de sociedad. Esto es una definición incorrecta, pero totalmente insuficiente, porque la coyuntura se convirtió en una nueva etapa de larga duración de la Revolución que ha definido el curso de los últimos veinte años. Fue la estrategia de adaptación de la dirección del Partido y del Gobierno el tránsito de un discurso ideológico cuyas bases se encontraban en el marxismo-leninismo centrado en el proletariado y la vanguardia como focos de la espiral de la Revolución hacia un nacionalismo que convocaba a nuevas subjetividades a girar alrededor de la órbita del poder revolucionario. La estrategia de adaptación de la dirección partidista se sustentó en la ampliación de un proceso reformador que comenzó en el año 86 con el proceso de rectificación de errores y tendencias negativas y culminó con la Convocatoria ampliada al IV Congreso del PCC. Es la misma época donde los intelectuales marxistas, que ocupaban el espacio de hegemonía en el campo intelectual, se desplazan con determinadas estrategias de adaptación que van desde el postmodernismo hasta la teoría de la complejidad.
Esta batalla no es meramente una definición de democracia representativa donde los poderes instituidos dentro de la sociedad van a “resolver” - eso sí, a despachar- la cuestión de la discriminación racial, legalizando las dotaciones raciales de blancos, negros, mestizos y otras “identidades étnico-raciales” en cada institución desde términos porcentuales más o menos equitativos.
No se trata de una democracia cuantitativa ni discursiva en el espacio instituido, sino de una democracia protagónica y participativa que asumen los sujetos por su propia conciencia y su capacidad moral para instituir una sociedad donde ser negro no sea un obstáculo para la realización personal. De hecho, estas son soluciones parciales que pueden ser efectivas desde la perspectiva académica de los intelectuales e institucional del Estado, pero tienen que ir acompañadas de otras acciones y proposiciones más democráticas y libertarias. Más democráticas en tanto que no se trata de un poder que dictamina como se compone racialmente la sociedad, más libertarias por que la palabra y la narración no es suficiente para activar una lucha contra los fantasmas libidinales que soportan los prejuicios raciales.
 La prueba más explícita es que nuestra sociedad en revolución lleva medio siglo de existencia entronizando un discurso anticolonialista, antimperialista, latinoamericanista y antioccidentalista, pero los fantasmas libidinales que sin temor y sin temblor penetran los imaginarios de los ciudadanos de nuestra nación, anclan a los sujetos a las antenas de Televisa y Univisión, a un discurso pro-occidentalista en la academia y en el modo de administrar la institución académica, profundizan los prejuicios antilatinos –donde son despreciados los “latinos” por muchos cubanos como “indígenas”- que tienen tanta fuerza de convicción como los prejuicios raciales contra el negro. Lo contradictorio y lo paradójico –más contradictorio que paradójico- es que nuestra sociedad tiene una larga tradición libertaria que no se puede desvincular del antimperialismo, el antioccidentalismo y el latinoamericanismo.
La memoria es una fuerza increíble para despertar los fantasmas del pasado irresuelto, levantar los monumentos convertidos en ruinas con el paso de los años, para revivir las pesadillas resguardadas en el vertedero del inconsciente colectivo, para reflexionar sobre aquellos momentos que fueron truncados y trucados por los poderes que se ejercen en el mundo de las relaciones que instituyen los sujetos en la sociedad. Es, conjuntamente con la esperanza, la fuerza que jalona la historia para que nunca parezca el botiquín de farmacéutico, el botín de guerra de algún vencedor, el tocador de belleza de un camerino teatral. Más bien, tanto la memoria como la esperanza, actúan en la historia como remolcadores y propulsores que ajustan la velocidad del tren de la historia para hacer justicia en cada presente, y activan a la historia como un campo de batalla donde los hombres pueden una y otra vez a apropiarse de su historia desde un punto de mira crítico. Porque el hombre no es un sujeto lívido que contempla a su paso toda la objetualidad del mundo en derredor; es ante todo un proceso de rememoración y anticipación, porque su existencia concreta se configura como un espacio de experiencias y de expectativas donde la memoria y la esperanza actúan como fuerzas activas de la autoconciencia. Y ese espacio existencial ampliado nos habla de sus nostalgias, frustraciones, temores, aprendizajes, carencias, apropiaciones, moralidades; de sus aspiraciones, sueños, deseos, utopías, aspiraciones… el ser humano como posibilidad, como el aún siendo porque todavía no es, sino que es un esfuerzo sostenido y comprendido en el tiempo (aquí nos hablan Bloch y Mamardhasvili).
La memoria histórica explícita, explicitada en la opinión pública, las creaciones culturales y el análisis crítico, constituyen elementos clave para  reconstruir la historia racial de la nación, una historia que básicamente es cultural. Porque es política. Puesto que la racialidad y la etnicidad, así como la sexualidad y el género, la clase social y lo generacional son definiciones históricas, no ontológicas. Son creaciones que instituyen los seres humanos y ninguna de tales definiciones definen per se al hombre en su totalidad e integridad.
De ahí, el peligro de comprender la diferencia cultural como diferencia irreductible a sí misma, radical y aislada frente a cualquier otra diferencia. Como ridículo es entonces, hablar estrictamente desde el dolor, que luego se convierte en resentimiento: la más triste e insana de las pasiones humanas –como diría Bourdieu. También es infructuoso expresar o creer que la discriminación racial o sexual, la discriminación religiosa o clasista, sólo la pueden entender los afectados. Además, sin ninguna coherencia en su argumento, porque la pueden entender sólo los afectados, pero la deben resolver el Estado o la sociedad civil, a los cuales se le exige diálogo para tal resolución de demanda o al menos para ser comprendidos; cuando no se parte de la perspectiva de que toda diferencia cultural es dialógica y dialéctica, algo muy distinto de una diferencia puramente radical e interactiva.
El racismo es un esencialismo que se sostiene en una ideología de la predestinación: “el otro está condenado de antemano”, el otro es una especie de convicto de la historia que sólo hay que perdonarle la vida porque existe a pesar de todo, y que en última instancia se puede establecer con esa alteridad una relación de tolerancia hipócrita, desde la “distancia virtual”, la misma distancia virtual que efectúa la fascinación posmoderna del exotismo tercermundista. El racismo es esencialista –dice Bordieu en tanto <<que atribuye diferencias sociales históricamente construidas a una naturaleza biológica que funciona como una esencia de donde se deducen de modo implacable todos los actos de la existencia>>[7]. Cuando las autodenominadas comunidades de resistencia de las identidades culturales parten del supuesto que su identidad constituye una esencia, una naturaleza primordial, entonces poner a andar el esencialismo. ¿Dónde entonces está la diferencia con las prácticas racistas?
La ceguera del racismo no sólo es moral, sino también intelectual, epistemológica. Se trata de construcciones narrativas que de pronto se convierte en disciplinas que controlan una manera de comprender los fenómenos actuales de la subjetividad y la identidad sobre la base de presupuestos epistémicos y afectivos no cuestionados.

III

Hoy día no parece ser muy gratificante ser negro en una sociedad plagada de prejuicios raciales. Se trata de una espejismo provocado por un malestar cultural que sobre la base de prejuicios raciales y prácticas racistas más explícitas  no le permiten al sujeto negro experimentarse cómodo con su constitución racial. La raza negra se ha convertido, gracias a las presiones estructurales que ha generado una sociedad estancada económica y políticamente, por la falta de autonomía, la crisis identitaria y la automarginación, en una raza cuasi-maldita. Los negros no quieren verse en su propio espejo, no se sienten orgullosos de pertenecer a una raza que cuenta con un arsenal histórico de siglos de explotación, pero también con una memoria explícitamente libertaria compartida con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de todas las etnias y colores. En diez años que camino las calles capitalinas, me he encontrado a tantos policías negros deteniendo el paso enfáticamente a los ciudadanos de su propia raza que sólo son sospechosos de su pasa, como a tantos negros tan avergonzados de su pasa porque entonces no serían bien mirados por el resto de los ciudadanos.
El sueño colectivo de muchos negros es aspirar a una “condición más digna”, haciendo “carrera” de blancos, pasando por “blancos”, bajo la maldición de su propia raza y sin temer las consecuencias nefastas que para la psique individual y colectiva de una sociedad poscolonial tales fantasías colectivas pueden activarse. El hecho de que intelectuales tan prestigiosos como Arturo Arango quisieran “pasar por joven”, a favor de un diálogo intergeneracional que cure las taras del pasado con la energía revolucionaria del presente es plausible; pero que un negro pase por blanco, es ridículo, sobre todo para sí mismo.
Entretanto algunos académicos postcolonialistas hacen carrera intelectual negociando los presupuestos epistemológicos del posestructuralismo francés con la crítica contracolonial de hace casi ciento cincuenta años desde L` Ouverture hasta Fanon para traer más confusión a la identidad de la  comunidad negra. Promueven una comunidad virtualmente participativa de lo afro y de lo negro, ocultando la demanda social de la libertad con el sello formal de una identidad idílica. Hablándoles con tono de lástima y pudor acerca una raza originaria ya  inexistente para que los negros sientan vergüenza de asumir su presente que no exige transhistóricamente el cimarronaje y la transculturación, sino más bien la construcción individual y colectiva de sus subjetividades sobre la base de la libertad social. Y la libertad como todo el mundo sabe, es total contra todos los dogmas y contra toda forma de dominación.
Encima de esto, algunos discursos de cierta ramplonería ideológica mezclada con efectos melodramáticos de mediados del siglo anterior victimizan a la raza negra con amenazas terribles del retorno a la república y casi a la colonia. ¿Cuántos negros como yo no se han encontrado con la típica exclamación?: ¡No deberías hablar y exigir demasiado, porque gracias a la Revolución eres libre! Es decir, para quien aún no haya comprendido del todo: que no debo ejercer mi libertad en el espacio de la liberación; sólo debo estar agradecido. ¿Cómo es la cuenta?: los negros –y más allá de los negros, ya que hablo de la libertad y la emancipación, que evidentemente no es problema exclusivo de los negros- los oprimidos, tienen todo el derecho, e incluso el deber de exigir y ejercer su libertad en un contexto de opresión –como realmente lo fue la colonia y la república neocolonial-, pero no deberían ejercerla en el contexto en que han sido liberados, porque allí su único derecho es la gratitud. He aquí el sentido común enfermo e inmoral, que comparte una sociedad plagada no sólo de prejuicios raciales, sino también ideológicos, los cuales tienen un mayor costo en la posibilidad misma de continuar practicando una revolución de carácter emancipatorio.





[1] Cuando hablamos de otras prácticas discriminatorias como el sexismo, la xenofobia, el chovinismo, el occidentalismo (habanerocentrismo), estamos apuntando hacia dos elementos que no pueden ser obviados en el análisis: son prácticas de discriminación sobre la base de un imaginario racista que no sólo se refieren al racismo antinegro. Por otro lado, el criterio de que la sociedad cubana es una sociedad racista, machista, chauvinista, etc, no lleva a ningún lugar de esclarecimiento de la cuestión racial ni de cualquier otra cuestión que tenga que ver con conocer más la historia colectiva de nuestra nación o a nosotros mismos en tanto seres conscientes.
[2] De hecho, no se puede eximir el análisis de lo que se reconoce como un problema real en el presente del espacio de experiencia de su actualidad. De lo contario, no sería un problema, siquiera “intelectual”, para alguien.
[3]  En este sentido me parece pertinentes reapuntar las palabras de Fernando Martínez Heredia: “Frente a las complejas realidades actuales no es posible salir del paso creyendo que la Revolución liquidó los problemas asociados a la composición  y relaciones raciales, y que hoy sólo se trata de de “eliminar los rezagos del pasado”, ni tampoco asumir de manera  superficial los problemas emergentes en el campo racial asociados a los cambios sociales de los últimos años mediante catarsis periódicas  y expresiones rituales de disgusto o protesta”.
[4] Ticio Escobar en Identidades en tránsito expresa un concepto de identidad que nos acerca a la visión crítica y dinámica que precisamos: Quizá uno de los mejores aportes de la crítica de la modernidad constituya esta ocasión de repensar lo mismo desde la nueva posición en que se encuentra hoy la cultura empujada por la globalización mediática y económica y el avance de las tecnodemocracias. Es cierto que lo repensado acerca de la identidad dio frutos por demás diversos, pero, si por razones de mejor exposición quisiéramos hallar alguna coincidencia, podríamos encontrarla en torno al cambio del concepto de identidad-sustancia por el de identidad-constructo. Las nuevas identidades no sólo aparecen desprovistas de espesor metafísico; también lo hacen despojadas de su aura épica. Ya no existen identidades esenciales; pero tampoco existen ya identidades-motores de la historia o responsables de sus grandes causas. En verdad, los perfiles de las identidades titubean; ya no recortan sujetos de posiciones prefijadas sino que señalan a menudo desplazamientos y tránsitos.”
[5] En 11/2010, entré en uno de los despachos de dirección de una de las instituciones más respetables de la educación cubana y estaban las secretarias aprovechando la ausencia de trabajo para hablar sobre sus relaciones interpersonales, una de ellas negra, las otras tres blancas –una de ellas con su amante o marido negro-. Y en quince minutos atravesaron la pradera de prejuicios racistas que cotidianamente afloran en la vida cotidiana actual de nuestra sociedad. En ningún momento tuvieron en cuenta, que estaban dentro de una institución académica, ni mi presencia como profesor de la institución, ni el respeto a los directivos que me consta que no comparten estos prejuicios raciales. Estos prejuicios, eran los consabidos de la tragedia colonial racista: “yo no tengo el pelo tan malo”, “mi hijo no le permito que se acerque a una negrita aunque sea bonita”, “mi marido es negro, pero es un negro de salir”, “ la noviecita de mi hijo está adelantada”, y todos los etcéteras que se pueden generar a partir de estos pequeños detalles de la vida cotidiana. Sólo me dio tiempo a calcular cuánto cinismo puede encubrir la insensibilidad, y recordar aquel año en que vivía también situaciones incómodas en el servicio militar, dónde el superior de mi unidad del comité municipal militar no veía contradicción alguna en autoproclamarse revolucionario y antiimperialista y hasta ser “buena persona”, y al mismo tiempo, la manera de tener en alta su autoestima como persona era hacer chistes antinegros delante de mí y sus otros subordinados negros.
[6] Raza y racismo. Compilación del  Centro Martin Luther King
[7] Pierre Bordieu, La dominación masculina.

  Η ΕΛΑΦΡΙΑ ΠΝΕΥΜΑΤΙΚΟΤΗΤΑ ΤΗΣ ΕΝΣΥΝΕΙΔΗΤΟΤΗΤΑΣ   Μετά από μερικούς αιώνες προοδευτικής εκκοσμίκευσης, ταχύτατης προσαρμογής των περισσό...